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Benifallet.

Sant Jordi en autobús por el valle del Ebro

Bajé con el culo cuadrado, las lumbares renegonas y la piernas entumecidas. Al entrar en la estación de Pamplona daban las 12,30 h. y en Vinarós eran las 20,30 h. El tercio más luminoso del día lo había pasado encerrado en un autocar leyendo y oteando paisajes del valle del Ebro. Hay modos peores de perder el tiempo, pero ocho horas parecen demasiadas para recorrer 400 kilómetros...y todavía quedaba el trecho hasta Cervera del Maestre. La marcha lenta es bien cuando la eliges, pero resulta exasperante si, además de venirte impuesta, eterniza el tránsito cotidiano, o solo conocido, de un lugar a otro.

 

El transbordo en la estación zaragozana de Delicias y el zigzagueo por varias localidades habían alargado la jornada hasta casi darla por perdida. Solo los pasajeros dormilones o/y duchos en el manejo de ordenadores y tabletas podrían haber acomodado el recorrido al libro de horas de Samuel Parnell, carpintero londinense que, tras emigrar a Nueva Zelanda, determinó dedicar diariamente ocho a dormir, ocho a trabajar y ocho a su familia y desarrollo personal. Empecinado militante de tan armónica existencia, murió en 1890 contento con la creciente implantación del horario laboral de ocho horas, formidable conquista social convertida ahora, por exceso y defecto, en entelequia. Una de tantas en estos tiempos de impostura.

 

El repunte del que se vanagloria Rajoy será real (o ni siquiera) en clave macroeconómica, pero no ha alcanzado a reactivar el transporte interurbano. Apenas éramos una docena de viajeros en el conda que, procedente de San Sebastian, nos llevó a la capital aragonesa, previa escala en Tudela, y no más de treinta los que subimos y bajamos en el hife de la línea Zaragoza-Villareal con paradas en Bujaraloz, Caspe, Maella, Batea, Gandesa, Aldover, Tortosa, Amposta, Sant Carles de la Ràpita, Cases de Alcanar y Vinarós. Hombres y mujeres jóvenes, en su mayor parte, con significativa representación de inmigrantes. Gente ensimismada cuyos desplazamientos parecían motivados más por la búsqueda de empleo que por labores o encomiendas concretas. Todos solitarios. Y, por fortuna, silenciosos, sin dar la matraca con el móvil.

 

Durante el verano hay combinaciones más rápidas en autobús entre Pamplona y el Mediterráneo castellonense, pero aún faltaba para San Juan. Dos meses y un día, exactamente, puesto que la noche que ya caía en la carretera a Cervera era la del 23 de abril de 2014. Por eso había visto en Gandesa y Tortosa a paquistaníes o blangladesíes vendiendo rosas, sin duda más mustias que las de tallo todavía goteante que, de buena mañana, entregaban en los puestos de libros instalados en el centro de Pamplona. Jorge Nagore, el columnista más leído de la prensa local, huroneaba en uno mientras sostenía la silleta de Luka, su sonriente lagartija de un año, y en cuanto comenzamos a hablar se unió el fotógrafo Patxi Cascante, también de Diario de Noticias, con la nueva de otro Luka, Luca o Lucca, en este caso bilbaino, primer hijo de Maite Esparza, amiga que a partir de ahora, como le ocurre a Jorge, soñará con días de venturosa escaleta parnelliana. Las ya de por si abundantes horas dedicadas a la primera crianza acostumbran a quintuplicarse en las paternidades y maternidades postergadas.

 

Maite, autora de la crónica De viaje con Kuldeep, publicada en LSN hace más de un año, es una conocida reportera de Euskal Telebista, pero por fortuna no lo suficientemente famosa, ni fatua, como para que el Hola se haga eco de su parto. ¡Qué lisérgica aventura hojear el ejemplar de esa revista, recién salido de imprenta, que alguien debió olvidar en un bar de la estación zaragozana! El surfeo en esa satinada ciénaga de papel, tras años sin hacerlo, me provocó la perplejidad y desconsuelo de antaño, una pizca más de repulsión y vergüenza no del todo ajena al tratarse de la cabecera española más conocida en el mundo. ¿Cómo es posible que la parada de monstruos que se despliega semanalmente en sus páginas capte el interés de cientos de miles de lectores? ¿No se cansan de ver fotografiados una y otra vez a los mismos campanudos reyes, herederos, emires y jeques? ¿No les empalaga el cacareo pitiminí de tanta reina, infanta, princesa, duquesa, condesa, baronesa, actriz, modelo y folclórica? ¿Qué transferencia les activa el relato ful de la vida y milagros de gobernantes, banqueros y plutócratas? ¿Qué enseñanzas confían en extraer del parloteo pazguato de modistos, cirujanos plásticos, estilistas, cocineros, toreros, dietistas, entrenadores personales, heraldistas y cortijeros? Y, aún más sorprendente, ¿qué les importa cómo están decoradas las residencias de toda esa patulea rosa y las quisicosas del abracadabrante séquito que las frecuenta?

 

Sé cuánto hay de retórico en esta retahila porque no tuve que realizar ningún esfuerzo para aplicarme en la lectura del Hola mientras comía un bocata. El transbordo de tres cuartos de hora se me hizo así más corto, y tampoco fue una experiencia por completo inane. Pude apreciar, por ejemplo, el valor documental de algunas imágenes de la España más cañí, como aquella en que una faldicorta y casi sesentona Lolita posaba con mandos talluditos de la Legión en un festejo de Semana Santa. Y también, admirarme de que Tico Medina, una de las firmas-bandera del semanario, siga en la brecha cerca ya de cumplir 80 años. Al terminar la columna que había dedicado a Mercedes Barcha, viuda de Gabriel García Márquez, me vino a la memoria un chascarrillo que me contó otro experto conocedor del Caribe. En este caso, un periodista no sólo de mi generación sino también compañero de estudios desde los pupitres maristas, Juan Jesús Aznárez, a quien el Nobel colombiano reprendió acremente en una recepción diplomática en La Habana por haber incluido a mitades de la década de 1980 en el servicio de EFE para Latinoamérica un artículo suyo, o parte de él, publicado en un diario español. Ya para entonces la única Mamá Grande a la que el gran periodista y escritor rendía pleitesía era Carmen Balcells, luego conocida como la Papisa Blanca y fiel guardiana de los derechos de cada una de sus líneas.

 

De nuevo en ruta, camino del llamado Mar de Aragón, caí en la cuenta de algunos nexos entre el libro que estaba leyendo, o más bien releyendo, El Danubio, de Claudio Magris, y la mixtura de tradición, lujo y chafardería que caracteriza a Hola desde su creación en 1944. Antes de la parada en Delicias, no tenía la más mínima idea de quién era Sofía de Habsburgo, pero el reportaje en que aparecía profusamente fotografiada en Roma con Larissa, su hija de 17 años, me pareció la expresión más rotunda de la decadencia de una casta imperial que durante siglos gobernó los territorios, pueblos y países descritos por el germanista triestino en su ensayo. En ese mismo número de Hola había otras cuatro o cinco Larissas, jovencitas de buena cuna y mejor palmito, que proclamaban urbi et orbe su indomeñable sueño de ser modelos. ¡Del águila bicéfala de los Habsburgos a los logotipos de Versace y Gucci...! Un salto a ninguna parte que seguramente la criatura acabará dando, ya que, según su madre, arhiduquesa por nacimiento y princesa por matrimonio, es "muy fuerte, y la vez, muy dulce. Sabe lo que quiere, sabe moverse en el camino que se ha trazado y es una mujer muy capaz". Enternecedor. Muy. Pero que muy enternecedor.

 

Pasados los viñedos de la Terra Alta, el autobús comenzó a circular en paralelo a los hermosos meandros del Ebro, ya cerca de Tortosa, y el encuentro con el río me llevó a pensar en la escasa literatura de fuste y el mucho desencuentro político y territorial que ha generado en las últimas décadas. Por supuesto, se han publicado todo tipo de libros, especializados o no, pero proporcionalmente son más los que se han dedicado a la celéberrima batalla que en 1938 ensangrentó sus orillas. Puede que Historias del Ebro, el tomo de relatos recién publicado por el sello Rey Lear, llene parte de ese vacío. Ojalá. El curso de agua que dio nombre a Iberia está todavía a la espera de un autor con el fondo erudito, la visión multidisciplinar y la pasión por la escritura de Claudio Magris. Alguien que, como dijo Søren Kierkegaard de la existencia y se cita en El Danubio, sea plenamente consciente de que el Ebro solo puede entenderse mirando hacia atrás y vivirse mirando hacia adelante.

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