El autor del texto, el escritor y periodista Javier Fernández de Castro, asume que el titular es falso y tendencioso, porque si bien habla de una tierra surcada por una sorprendente cantidad de ríos, éstos no se acercan ni de lejos al centenar. Pero sabe de sobras que queda más vistoso decir “cien” que “muchos” o incluso “muchísimos” ríos. Además, su primera idea era escribir sobre uno solo, el Tajo, y únicamente a lo largo de su curso superior. Sin embargo, una vez allí se le multiplicaron las posibilidades y ya se sabe qué ocurre con los paisajes: al alcanzar un horizonte descubría que más allá se vislumbraba otro tal vez aún más prometedor y que encima a lo mejor perfilaba a lo lejos una nueva silueta que podría ser todavía más sugerente. Cómo podía dar media vuelta y enfilar camino de casa diciendo “total, para lo que hay que ver…”. 

VIAJES /// Tumbos

Parque Natural del Alto Tajo.

Por tierras de los cien ríos

Cuando cerré los mapas por última vez y me desvié de la Nacional II a la altura de Alcolea del Pinar creía estar a punto de cumplir finalmente el viejo proyecto de conocer el curso inicial del Tajo, hoy encuadrado en una entidad adecuadamente denominada Parque Natural del Alto Tajo. Se trata de una enorme zona protegida (170.000 hectáreas) vertebrada por el río que le da nombre. Tal y como yo accedí a él, es decir, llegando desde el norte, cuando lo encuentras a la altura de Huertahernando el rio lleva ya una considerable cantidad de agua gracias a los aportes de sus primeros afluentes (entre otros el Gallo, el Cabrillas o el Bullones); pero según lo remontas se va achicando progresivamente y llegas a verlo convertido en un riachuelillo que a duras penas logra abrirse paso por aquella intricada sucesión de sierras que obstaculizan su camino hasta el mar (el Atlántico, nada menos, que le aguarda a mil kilómetros y pico de distancia). El paisaje es prodigioso porque se suceden profundos y enrevesados barrancos excavados por el propio Tajo o sus afluentes, siendo de destacar el llamado Hoz Seca, un animoso río que ha merecido el siguiente dicho local: “La fama la lleva el Tajo, pero el agua la trae el Hoz”. 

Hoz Seca.

En las parameras y las zonas más abiertas hay grandes manchas de un árbol que cuenta con todas mis simpatías, la sabina albar, que pese a estar en regresión antaño estaba muy extendido por toda la Península porque aguanta toda clase de climas y suelos y las más extremas inclemencias posibles con excepción del mordisco del hacha. Las riberas de los ríos suelen estar reseguidas de chopos, fresnos, sauces y olmos, mientras que en las laderas de las montañas o trepando por las paredes de los cañones hay todas clases de pinos de aspecto saludable y robusto. Con solo que pongas un poco de tu parte casi llegas a ver las almadías de los gancheros en su viaje hacia Aranjuez y Toledo, tal y como lo cuenta José Luis Sampedro en El río que nos lleva.

 

Mientras deambulas de aquí para allá van saliendo al paso poblaciones como Zaorejas, Peñalén, Poveda de la Sierra o Peralejos de las Truchas, algunas encaramadas en curiosos emplazamientos, otras magníficamente fortificadas y otras más ofreciendo tentaciones tan difíciles de resistir como la Cueva de los Casares y sus pinturas prehistóricas o el puente de Tagüenza, puerta de acceso a un paisaje que parece haber sido excavado un día en que el Gran Paisajista no solo se sentía particularmente inspirado sino que contó con la expeditiva ayuda del Tajo.

El Tajo a su paso por Poveda de la Sierra.

Ocurre sin embargo que desde hace años viajo bajo la falsa premisa de que puedo moverme por cualquier zona de España sin necesidad de mapas (o que al menos me basta con sólo echar un vistazo rápido al mapa extendido en el asiento del copiloto), y por esa razón no sólo me pierdo de continuo sino que acabo en lugares muchas veces absurdos, con el agravante de que, encima, suelo ceder a la tentación y me dejo guiar por la sonoridad de los nombres escritos en las señales de carretera: Hoz de Beteta, decía un gran cartel a la salida de Peralejos de las Truchas. Y debajo: Sumidero de Mata Asnos. De hecho, visitar ambos lugares suponía un considerable desvío respecto al objetivo del viaje, pero como no pude resistirme a indagar tan sugestivas promesas, allá que me fui. Y, en efecto, vaya barranco espectacular el que ha excavado junto a la población de Beteta el río Guadiela, con paredes rocosas cortadas casi a cuchillo, meandros, cascadas, terrazas y abrigos que bien podrían haber sido utilizados por cazadores prehistóricos. El Sumidero, en cambio, al parecer es una sima hondísima que contiene lagos, cascadas y toda clase de galerías y ríos que se entrecruzan, todo lo cual resulta muy emocionante y prometedor. La desgracia, según me informaron unos senderistas que volvían cabizbajos de allí, es que solo se puede descender a las profundidades si formas parte de un equipo de espeleólogos experimentados y bien pertrechados. Y como no era el caso, dejo constancia de su belleza pero lo hago de oído.

Hoz de Beteta.

Se dio la circunstancia de que, una vez aceptado que la dichosa sima estaba lejos de mi alcance y cuando me disponía a regresar a Peralejos de las Truchas con intención de reanudar el recorrido, ahora en sentido descendente y a lo largo de la margen derecha del Tajo, en el propio Beteta me salió un nuevo cartel invitándome a visitar un lugar llamado Tragacete que al pronto me sonó muy conocido, quizá porque le atribuí bellos caserones y monumentos de mérito, o por alguna razón histórica o paisajística que no alcancé a determinar pero que, por hacer caso una vez más a la intuición, me llevó a pensar que iba a ser un lugar merecedor de ese nuevo desvío.

 

Al final de ese mismo día hube de aceptar que Tragacete era una población simpática, aseada y tranquila pero sin nada especial que ofrecer al visitante salvo el paisaje: está asentada a los pies de la Peña del Halcón (1701 m) y a orillas del Júcar, un río que nace por allí cerca y que ante la necesidad de hendir en su estadio casi infantil los imponentes Montes Universales, optó por rodear la Serranía de Cuenca y adentrarse en las interminables llanuras manchegas después de haber obsequiado a la ciudad de Cuenca una imagen (hablo de las casas colgantes por supuesto) conocida en el mundo entero. 

Peña del Halcón.

Pero, en resumidas cuentas, y aunque dirigirme a un lugar sólo porque el nombre me sonaba vagamente prometedor podría haber sido un fastidioso error, en esta ocasión mi intuición acabó dándome la razón. Tragacete, como digo, no colmó las expectativas que yo injustamente esperaba de él, pero en cambio los días que dediqué a recorrer sus alrededores acabaron siendo un fantástico regalo que, quizá por lo inesperado, fue aún más de agradecer. Según pude apreciar durante los días siguientes, mientras deambulaba por aquellas soledades, esos tres espacios con distintas denominaciones oficiales constituyen de hecho una sola entidad geológica, ecológica y paisajística tan homogénea y coherente que para saber si estás en Guadalajara, Cuenca o Teruel debes consultar el mapa, o bien preguntar a los nativos, con la particularidad, de que vas a escuchar peculiaridades insospechadas, como por ejemplo que el Guadalaviar, un río que nace en plenos Montes Universales, al abandonar Teruel camino del Mediterráneo pasa a llamarse Turia, aunque antes de proseguir su cambiante destino ha excavado un espectacular cauce no por casualidad conocido como Barranco Hondo.  

Camino al nacimiento del Guadalaviar.

Pero recapitulemos. Quien decida arrancar desde Beteta, después de haber disfrutado de los espléndidos parajes que ofrecen el Tajo y sus afluentes cariacenses (los que le llegan de la parte de Guadalajara, para entendernos) cruzará antes o después otro río que probablemente le pase desapercibido porque no se diferencia gran cosa de los muchos otros que habrá vadeado hasta entonces, pero que unos kilómetros más adelante ofrece un paraje de extraordinaria belleza: el río se llama Cuervo y el paraje fuera de serie es su nacedero. Por desgracia figura muy destacado en todas las guías y encima es el punto de partida de numerosos paseos harto agradables por lo amenos. Eso quiere decir que es mejor no dejarse car por allí durante los fines de semana y fiestas de guardar. Pero quien tenga la suerte de poder visitarlo en temporada de lluvias (por ver rebosantes las cascadas) y a poder ser entre semana, verá sobradamente recompensado su esfuerzo.

 

El paisaje hasta llegar allí es una sucesión de trabajados cañones que desembocan en praderas salpicadas de pinos. Como es lógico si te adentras algo así como medio kilómetro por alguno de los bien señalizados caminos y estás un buen rato en silencio tienes muchas probabilidades de ver a lo lejos ciervos y corzos pastando, algún jabalí (aunque estos prefieren salir de noche) y toda clase de liebres y aves de bosque, así como bastantes rapaces.

 

La abundancia de fauna y la exuberancia de la flora se deben en gran parte a la escasez de poblaciones, pero también a lo mucho que por allí cuidan ese paisaje casi intocado y que es su principal activo. Por ejemplo, y aparte de la agricultura tradicional y la ganadería en terrenos de pasto, en lugar de diseminar granjas de cerdos o explotar minas contaminantes, todos los negocios que inventan los jóvenes emprendedores locales suelen tener relación con el deporte, ya sean aficiones acuáticas tipo piragüismo o descenso de cañones, circuitos para senderistas o el ascenso por los farallones más idóneos para practicar la escalada. Y tirarse desde lo alto de un cortado en alas de un parapente también parece atraer a muchos osados.

 

Nacedero del río Cuervo.

 

Ese mismo día al caer la tarde, y tras apalabrar una habitación en un modesto hostal de Tragacete, al bajar a cenar fui informado de que, debido a una desgraciada incidencia en el comedor, la cena no se serviría hasta bien pasadas las nueve. A cambio, prosiguió el posadero, si tenía la amabilidad de pasar al bar, la casa tendría sumo gusto en invitarme a un tempranillo de Huete que me ayudaría a sobrellevar la espera sin pena.

 

En el bar resultó que había un solo parroquiano, un hombre como de unos cincuenta años y con el rostro curtido de quien pasa mucho tiempo al aire libre. Pero ni sus manos ni su forma de vestir se correspondían con las de un campesino. Estaba tan absorto escuchando el noticiario de la televisión regional que no pareció advertir mi llegada ni tampoco que el posadero, pese a que todas las demás estaban vacías, me hacía sentar a su mesa. Esa medida no muy habitual quizá fue debida a que era la más cercana a una chimenea encendida y que ardía a todo meter. En cualquier caso agradecí la deferencia porque con la caída de la tarde el ambiente había refrescado mucho y se agradecía la cercanía de un buen fuego.

 

Solo que al cabo de un rato, y puesto que el legítimo ocupante de esa mesa no daba trazas de darse por enterado de mi presencia, o porque de momento tampoco llegaba el prometido tempranillo de Huete, opté por prestar atención a esa noticia que tanto parecía interesar a mi compañero de mesa, y que hacía referencia a una especie de explosión demográfica experimentada por la población de ciervos censados en la vecina Reserva de Caza de los Montes Universales.

Ciervo de los Montes Universales.

Después de la última berrea y del consiguiente apareamiento”, decía una locutora con el aire aburrido de quien está hablando de algo que no puede interesarle menos, “una población de ciervos que habitualmente ronda las mil quinientas cabezas ha pasado en la actualidad a más de tres mil. Las autoridades advierten que una vez agotados los pastos disponibles será inevitable que los cérvidos se diseminen por las provincias limítrofes causando graves daños a los agricultores cuyas tierras limiten con la reserva”.

 

Por el rabillo del ojo yo veía que mi compañero de mesa asentía con la cabeza cuando estaba de acuerdo con lo que la locutora decía (“…para que las medidas de control de la población censada surtan efecto debe acordarse una estrecha colaboración entre las autoridades y las entidades civiles de las tres provincias afectadas…”), aunque empezó a hacer gestos muy negativos con la cabeza y las manos cuando la locutora anunció la inminente convocatoria de una subasta pública en la que se adjudicarían los animales seleccionados y que serían abatidos durante una cacería a celebrar en el plazo de tres semanas a más tardar.

 

Sí, hombre, ya estamos con lo de siempre”, exclamó mi compañero sin dirigirse a nadie en especial, aunque añadió dirigiéndose de pronto a mí con tanta naturalidad como si estuviese habituado a encontrar su mesa ocupada por un extraño al retirar la mirada del televisor: “Por un lado nos piden a los cazadores aficionados que prestemos un servicio a la comunidad y al mismo tiempo se forran a nuestra costa”. Y añadió tras apurar de un trago el culo de cerveza que le quedaba en el vaso: “¿Sabe usted que en una batida que se celebró hace dos o tres años los del pueblo de Griegos sacaron más de cuatrocientos mil euros con la subasta de los puestos de tiro?”.

 

Yo no tenía la menor noticia de los beneficios que les reportaban a los habitantes de ese pueblo llamado Griegos la muerte de unos animales que encima les arruinaban los sembrados. Y además tampoco tenía un excesivo interés en seguir hablando de unos temas de los que solo tenía vagas nociones y encima sin fundamento. En cambio, como ese hombre parecía estar muy puesto en temas locales preferí abrir otro frente que no fuera la caza, y cuando en la televisión pasaron al pronóstico del tiempo me las arreglé de alguna forma para preguntarle la causa de que el nombre de Tragacete me resultase tan extrañamente familiar cuando (bajando un poco la voz) se trataba de un pueblo que (“sin ánimo de ofender”, susurré) era simpático pero no ofrecía nada fuera de lo común. 

Griegos.

Pero no hubo suerte. Mi compañero de mesa estaba tan inmerso en el tema de la caza que una vez entendió mi pregunta se echó a reír y aventuró que, casi con toda seguridad, si tanto me sonaba el nombre del pueblo era debido a la gran notoriedad alcanzada unos años atrás por un singular personaje llamado Ismael Tragacete, un legendario camarero de Cabezamesada (Toledo) muy famoso incluso fuera de los ambientes cinegéticos porque era capaz cobrar una treintena de perdices a lo largo de casi un centenar de kilómetros, con la particularidad de que solía cazarlas a mano después de agotarlas corriendo tras ella un kilómetro después de otro. Esa curiosa habilidad me hizo recordar lo que hacía Alfredo Landa en Los santos inocentes cuando rastreaba las presas valiéndose del olfato como si fuera un perro, aunque no dejaba de ser chocante que la técnica de caza de ese legendario camarero toledano no fuera una práctica exclusiva de la atávica y ancestral España negra sino que le había proporcionado gran notoriedad y fortuna en plena etapa de recuperación democrática y cuando por fin ya formábamos parte de Europa.

 

Según abundó mi interlocutor, además de cansar a las perdices aquel hombre sabía hacerles “el caracol”, y precisó: “como se hace con la caza mayor”. Y lo dijo tan seguro de que yo sabría de sobra en qué consistía lo de hacerles el caracol a las presas, incluidas las de caza mayor, que me sentí excusado de preguntar, aparte de que tampoco me hubiese prestado mucha atención porque en ese momento ya había entrado de lleno en la infancia del tal Tragacete, un analfabeto total porque en lugar de mandarle a la escuela su progenitor le enseñó a reconocer las horas en un reloj y lo tenía deambulando por los montes para luego poder informarle con detalle sobre las costumbres y horarios de unas presas que más adelante cazaban los miembros de la cooperativa para la que trabajaba. Sin embargo, cuando tuvo edad de comprarse una escopeta su analfabetismo no le impidió proclamarse seis veces campeón de España de caza menor con perro y una vez campeón del mundo. Para su desgracia, la verdadera fama le sobrevino cuando, siendo ya buen amigo del rey y sus cortesanos, y una vez convertido en asiduo a unas cacerías de postín similares a las que muestra Berlanga en La escopeta nacional, fue acusado por sus rivales (“falsamente, ¿sabe?, envidias y rencillas entre perdedores”) de hacer trampas durante varios de los campeonatos ganados. Según sus contrarios (o enemigos) Tragacete habría cometido la mayor falacia que le cabe a un cazador deportivo, esto es, llevar escondidas en el morral unas perdices de granja que luego habría presentado a los jueces como trofeos cobrados durante la prueba.

 

Fíjese si serán habituales ese tipo de trampas que en un campeonato de España, y no digamos del mundo, cada cazador no sólo debe ir todo el rato acompañado de un juez sino que una vez acabada la cacería, y hecho el recuento de las piezas cobradas por cada participante, no hay proclamación del ganador hasta que se termina de hacerles las autopsias a las piezas cobradas para determinar si pertenecen al coto donde se ha celebrado el certamen o si han sido alimentadas con grano en alguna granja y son por lo tanto un intento de impostura”.

Ismael Tragacete (derecha) con el escritor Miguel Delibes

En ese momento tuvo lugar la llegada del patrón portando una bandeja con unas copas, la botella del prometido tempranillo de Huete y un plato de humeantes morcillas de arroz sobre unas lonchas de manzana, así como media hogaza de un pan recién cortado en rodajas y con todo el aspecto de haber sido cocido al amanecer en el horno local.

 

Se me ocurre”, dijo el patrón mientras descorchaba una botella en cuya etiqueta había un racimo de uva en el centro de un gran anillo que lo circundaba, “que a lo mejor los señores prefieren cenar aquí en lugar de esperar a que terminemos de arreglar el escape de agua que hemos tenido en el comedor”. Y para asegurarse de que no sería rechaza su oferta, añadió: “Como por fortuna esto está hoy muy tranquilo, podré dedicarme sólo a ustedes e irles sacando algunas de mis recetas favoritas, quiero decir por ejemplo una buena ración de cangrejos del Júcar que me han traído esta misma mañana, un codillo con patatas y una buena ración de cordero lechal que ahora se está haciendo en el horno, por no hablar de unas lonchas de jamón de la sierra y unos tacos de queso curado que les harán degustar con mucho más paladar este vino que es el que bebemos en casa”.

Viñedos de Huete.

"Yo era constructor y llegué a tener algún éxito en plena burbuja inmobiliaria”, dijo mi compañero de mesa con modestia, “aunque justo en vísperas de que estallase tuve la fortuna de ser devorado (“de un solo bocado”, precisó) por una multinacional de origen angloholandés”. “Me dieron tanta pasta”, prosiguió tras rellenar nuestras copas, “que gracias a ello he podido retirarme y dedicarme desde entonces a la caza, que es mi afición favorita. ¿Y a qué se dedica usted?”

 

Yo dije ser escritor.

 

¿De los buenos?”, quiso saber. Pensando en ello más tarde, he llegado a la conclusión de que, siendo un hombre sencillo y de buena voluntad, de pronto le debió de sobresaltar la posibilidad de haber estado bebiendo un (excelente) vino de Huete sin enterarse de quién era en realidad su interlocutor. Y de ahí que quisiese saber si yo era de los buenos: mira tú que si llego a estar compartiendo mesa con un García Márquez, o un Mario Vargas Llosa … y yo dando la paliza con la caza…

 

No, de los tozudos”, contesté aludiendo al hecho de que si dedicas media vida a escribir llega un momento en que ya no sabes hacer otra cosa y tienes que seguir escribiendo hasta el final, lo hagas bien o mal y a despecho de lo que digan los lectores (quienes por otra parte no dicen gran cosa, la verdad, porque suelen limitarse a comprar otros libros que les parezcan más atractivos).

 

Una vez hechas las presentaciones mi compañero de mesa hubiera retomado el tema de la caza, pero, la llegada del posadero centró la atención general en la abundante ración de cangrejos de río (“Miren a ver porque a lo mejor me han salido un poco picantes”) y un churruscante codillo que sólo parecía aguantarse derecho gracias a emerger de una suculenta base de patatas fritas. Y al poco ya nadie se ocupaba de la caza y en cambio reinaba en la mesa un laborioso silencio sólo roto por frases como “haga usted el favor de acercarme un poco de pan” o “no desprecie las patatas que acompañan al codillo porque están fritas en grasa de pato y son exquisitas”. Encima, y por invitación del antiguo constructor hoy convertido en cliente habitual de la casa, el posadero aceptó tomar asiento a la mesa y mientras abría una nueva botella de tempranillo (“Lleva una pizca de Syrah”, me dijo al verme intentar leer la etiqueta) le solté una batería de preguntas acerca de los hitos que un viajero no debería perderse si tenía intención de conocer bien los alrededores.

Caza en la berrea del ciervo en el Alto Tajo.

Los dueños de establecimientos turísticos son una fuente inagotable de información de primera mano y honesta, pues son los primeros interesados en que sus clientes se vayan satisfechos y repitan la visita. Y el ex constructor era un hombre de buena pasta y sus continuas visitas a los cotos cinegéticos repartidos por las tres provincias contiguas le hacían un excelente conocedor de la zona. Y no tuvo inconveniente en compartir sus conocimientos.

 

Gracias a ambos, al proseguir al día siguiente mi exploración de la que llamo “tierra de los cien ríos”, poseía información privilegiada acerca de los parajes, ríos, afluentes, cañones, lagos, lagunas y demás maravillas que en gran parte ya he reseñado. Según ellos, entre las poblaciones que no me debía perder bajo ni ningún concepto se encuentran Orihuela, Bronchales, Tramacastilla ( aunque ésta, con un nombre tan evocador la hubiera ido a ver aunque nadie me hubiese hablado de la belleza de su caserío o de la espectacularidad del Salto de Pedro Gil); el pueblo de Griegos (con el nacimiento del Guadalaviar en la cercana Muela de San Juan), y también Calomarde, Frías y, cómo no, Albarracin. 

Salto de Pedro Gil

Cuando al atardecer del día siguiente iba ya de camino hacia esta última población, poco antes de llegar a Frías me topé con el falso nacimiento del Tajo, señalado por un horror de escultura triple que simboliza el río apadrinado por las tres provincias colindantes. Y digo falso porque es un monumento escenografiado para turistas comodones, ya que al verdadero nacimiento tiene lugar en una finca particular situada aguas arriba y a mitad de camino entre el cerro de San Felipe (1.939 m) y la ya mencionada Muela de San Juan (1830 m). Ésta es una montaña que en sí misma no parece gran cosa pero que resulta muy peculiar porque la mitad del agua de lluvia que cae en sus laderas acaba en el Mediterráneo a través del Guadalaviar/Turia, mientras que la otra mitad viaja hasta el Atlántico formando parte del Tajo.

Escultura en el falso nacimiento del Tajo.

Es muy recomendable reservar al menos un día completo para conocer Albarracín y sus alrededores. La población tiene un pasado histórico muy rico y conserva un patrimonio digno de ver. Y como desde la Prehistoria ha sido un paso obligado para las rutas que unen el Mediterráneo con el interior de la meseta castellana, en las cercanías quedan cuevas y abrigos con restos de pinturas de una belleza sobrecogedora, entre los que cabe citar los Toricos del Padro del Navazo o el Arquero del abrigo de los Callejones Cerrados. Pero hay muchos más. Todos a cual más emocionante. Quienes estén interesados en conocer mejor estas maravillas del arte rupestre pueden informarse en cualquiera de esta

s dos direcciones:

 

http://www.parqueculturaldealbarracin.org/

 

 

www. andacontiocanya.blogspot.com.es/2014/08/albarracin-pinares-de-rodeno-pinturas.html

Albarracín.

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