Maite Clavo, profesora de mitología griega y perspicaz amante

de la naturaleza en todas sus formas, vuelve a La Simiente Negra

con una soprendente crónica de un reciente paso por el barrio londinense de Hackney. El punto de partida es la variedad de vegetación

y usos de los patios del vecindario, pero enseguida se adentra en temas tan sustanciosos, y solo aperentemente alejados entre sí, como

los violentos riots de 2011, la paisajística inglesa, las relaciones

que se establecen en los pubs y el humanismo que alumbró

la creación del peculiar cementario de Abney Park.         

VIAJES /// Tumbos

Setos, árboles y flores en dos fachadas de casas de estilo georgiano.

Paseos por Hackney Central (Chronica Londinensis)

                                                         

                                                          O règne hereux de la nature!

Que dieu nous rendra tes beaux jours?

Justice, egalité, droiture,

Que n'avez-vous régné toujours

Jean Baptiste Gresset, 1811

 

 

Agosto, y estoy en Barcelona; Lola en Hackney, su apacible barrio londinense. La añoranza me traslada a mi última estancia en Londres, hace apenas dos meses. Por primera vez desde que mi hija vive allí, presté atención a la estructura del barrio, a los síntomas de cambios veloces y, en particular, a un elemento que los evidencia: los yards o patios exteriores de las casas, espacio de obligada sociedad con los vecinos y fachada pública del hogar. Acoto mi territorio de observación a las pocas manzanas entre Dalston Junction, London Fields y Graham Road, nuestra calle.

 

El tema -algo peregrino, lo sé- surgió de una simple imprudencia: he aquí que, apenas llegada, voy derecha al British para examinar el friso Este del Partenón. ¿Todavía hay quien mira esos relieves? ¿Acaso queda algo por saber sobre este templo emblemático? Pues sí. Acabo de leer un libro que revoluciona la interpretación de la secuencia escultórica (os ahorraré la historia erudita) y, con tal motivo, la sigo tan absorta que amanezco quebrada por el lumbago. Me quedo en la cama, mirando los árboles de los jardines vecinales y aspirando el aroma de las rosas que asciende de un enorme parterre bajo mi ventana; con secreta sonrisa imagino los pasos cautelosos del zorro que cada noche visita los jardines desaliñados de esta calle en busca de víveres, los gatos y lechuzas al acecho de las musarañas; y al amanecer esta fauna discreta desaparece mientras va in crescendo el griterío de los pájaros y cruzan raudas los árboles colas o caritas de ardilla (¿alguien consigue verlas de cuerpo entero en movimiento?).

No hace falta ir a los parques para disfrutar de la fama verde de la ciudad: las casas ajardinadas forman parte del concepto británico de hogar desde siempre. No digo nada nuevo, lo sé, pero tampoco banal. Cuidar un jardín doméstico implica incorporar a la familia otras naturalezas: vegetales, animales; un espacio compartido, múltiples medidas de tiempo que integran en la vida del humano el principio de alteridad. Esta dedicación al jardín y, en general, al diseño, contemplación e interacción con el paisaje, debe decir algo sobre los británicos (algo que ha atraído a artistas tan diversos como Hitchcock o Greenaway, por mencionar cineastas), pero no me preguntéis qué. No lo sé, y no me lo pienso inventar. Solo quiero escribir una crónica en agradecimiento al micromundo vegetal que aligeró mi quebranto.

 

De los palacios a las casas obreras en hilera

Comenzaré por poneros en situación con una breve historia del barrio. Imaginadlo un gran bosque de robles y castaños entre los abundantes ríos y arroyos; los prados con ganado y granjas; los famosos pantanos, The Hackney Marshes (hoy templo del fútbol inglés). Imaginad además que a partir de los Tudor fue convirtiéndose en lugar de vacaciones o retiro de los nobles londinenses que podían permitírselo. Enrique VIII construyó un palacio entre sus vergeles, junto al Lea Bridge; otros aristócratas le imitaron, y hacia el final de la época georgiana (1830), Hackney alternaba su natural frescor con los elaborados landscapes de arquitectos paisajistas, como el afamado Capability Brown (sobre 1750).

El cambio sobrevino bruscamente a mediados del XIX, con la llegada del tren y otros prodigios: la industrialización arrasó el paisaje, la población se disparó; hubo sucesivas oleadas de inmigrantes de las colonias y de regiones más pobres.

 

 

En la era victoriana gran parte del territorio estaba construido, y muchos de sus edificios y su urbanismo perduran hoy. Por ejemplo, parte de nuestra Graham Road, que une Dalston con Hackney Central, consiste en una larga fila de sólidas casas unifamiliares idénticas, a uno y otro lado de las calle, construidas para los obreros con madera y mahones; un sistema urbanístico -las casas en hilera- conocido como terrace housing:

 

 

Además, el jardín posterior y el patio delantero forman parte de cada vivienda desde sus orígenes, en la época elisabethiana, de la que Hackney cuenta con señeros ejemplos:

Una nueva convulsión acabó con la efímera prosperidad del Hackney industrial: tras la Segunda Guerra Mundial se produjo la deslocalización de las empresas, o sea, el desempleo. Y con él, más movimientos de población: los que marchaban en pos del trabajo, los que llegaban con el mismo objetivo -asiáticos, caribeños, africanos, europeos-, emigrantes que todavía ahora conviven con los nativos que se quedaron. Un cóctel social compitiendo por un empleo y su consiguiente clima de violencia, origen de su fama de peligrosidad. Sin embargo, en los últimos años se ha instalado un contingente pacificador, el constituido por la nueva clase de profesionales de la era digital y de la cultura, que han sabido apreciar el confort de las terrace houses y su proximidad con la City; los de mayor poder adquisitivo han rehabilitado las islas arquitectónicas georgio-victorianas, otros han transformado los almacenes y naves abandonados en pisos o estudios. Y varias iglesias inutilizadas han seguido el mismo camino.

 

 

Los riots de de 2011

Esta clase media, y los pequeños propietarios de negocios familiares, en su mayoría emigrantes, convive con los hijos de la frustrada clase trabajadora de la época de Margaret Thatcher, que han quedado fuera de la reestructuración económica de la ciudad. Su malestar, y su desacuerdo con la política conservadora de Cameron, se manifestó con violencia, para consternación general, en los famosos riots de Hackney en 2011, un estallido de rabia que se expandió rápidamente por los barrios de Londres y por otras ciudades industriales del país.

 

 

Algunas imágenes de resonancias épicas evocan la rebelión de los ex-workers contra las medidas de Thatcher en los años 80, como el incendio del Reeves Store, último recuerdo de la importante industria maderera que contribuyó a la prosperidad y -con su marcha- a la decadencia del barrio.

Los portavoces del gobierno y gran parte de la prensa, ¡vergüenza!, presentaron los sucesos como obra de delincuentes (como si la delincuencia se explicara por sí misma, o consistiera ontológicamente en el vicio del botín), incidiendo en los destrozos y robos a negocios. Huelga decir que el saqueo de tiendas anunciaba la pobreza emergiendo del silencio de los beneffits; se quiso minimizar su dimensión política, aunque los manifestantes exhibían explícitamente en las pancartas sus reivindicaciones con lemas tales como “Blame the tories, not the our kids”, “Bankers are the the real looters”, “It take a village to raise a child”, “Peoples assemblies”…Una simple ojeada a la heterogeneidad de los rioters desmiente la burda versión de la propaganda del gubernamental.

A la distancia de tres años me pregunto ¿se escuchó la voz de estos indignados? Creo que no; de hecho, las ayudas sociales se han limitado y se endurecen las leyes de inmigración. Haceos una idea: la medida más celebrada en los podios oratorios ha sido el aumento del número, ya considerable, de cámaras de vigilancia, como las que identificaron a no pocos rioters (entre ellos varios famosos, muchos profesionales y, originando gran revuelo y consternación, una joven atleta laureada, fotografiada como aparece debajo).

 

 

He aquí, pues, el espíritu del nuevo Londres:

 

 

La sociabilidad del yard

Pero basta. Volvamos a los jardines de Hackney. No a los interiores, los inner garden en la parte posterior de esas mismas casas, amplios y privados, merecedores de una visita al singular Museum of the home: un edificio espléndido, construido en 1714 para las familias de los jubilados de la Compañía de ferreteros con la herencia que dejó a tal fin sir Robert Geffrye, su director entonces (gesto memorable en la historia del trabajo). No a los interiores, decía, pues no los veo, sino a los que dan a la calle, a los que designaremos arbitrariamente yards. Los yards consisten en unas breves o brevísimas separaciones entre casa y calle; atrios, patios delanteros que fueron, y aún son, escaparate de la intimidad familiar, frontera entre la reserva del hogar y su sociabilidad.

 

De su dimensión social he visto pocos restos: una anciana charlando con la vecina, un cóctel o té alcohólico con música tecno a todo volumen junto a una calle ruidosa y, el más notable, dos familias ofreciendo al paseante su mercadillo casero. En improvisadas mesas tienen dispuestas ropas de bebé, manteles, libros de arte, juguetes, teteras en desuso, lámparas de mesa, discos de rock. Una niña enseña los tesoros de la familia con diligencia; los mayores mantienen, aunque sonrientes, cierta reserva. Somos las primeras clientas, así que podemos observar la llegada de otros vecinos, que dedican su atención al material sin trabar conversación (cosa que sí procuramos nosotras, con reducido éxito).

 

Quizás se trata de flema británica, esa especie de indiferencia. Sin embargo, es bien cierto que capto un fulgor de alegría en los ojos del caballero de breve barba, antes de darme la espalda, al verme entregada al festín de sus para mi ignotos libros. Tal ha sido mi única experiencia directa de la sociabilidad del yard: una comunicación a través de los objetos, a través de los signos de sus vidas que nosotras adquirimos, y de la que queda un reflejo en la fotografía de abajo a la izquierda (el patio del mercadillo, al día siguiente) y la de al lado (en la que aparece uno de los ocupantes de la vivienda del té feliz).

Permitidme una reflexión metodológica: ¿cómo procedo? Por deducción, a partir de esta premisa: todos los jardincillos son, potencialmente, observatorios/ observables. Y esta constatación: la historia centenaria de estos yards dificulta una taxonomía simple de su estado actual. Muchos mantienen los antiguos árboles y setos, más o menos cuidados; no es determinante la relación entre el edificio y su entrada, pues su uso depende de la cultura de los habitantes; tampoco conozco a las personas que los diseñan o los cuidan, ignoro sus razones. Así que con muy pocas claves emprendo animosa la interpretación del jardín desde el propio jardín.

 

Patios y...patios

Comencemos por los que muestran la dejadez de los habitantes o su indiferencia por el qué dirán. Suelen estar ocupados por la nueva emigración, con un concepto propio del espacio doméstico básicamente utilitario, sean familias afincadas o jóvenes que comparten pisos en un veloz sistema de relevos. Estos patios albergan, básicamente, trastos y basuras, mostrando cero interés en perpetuar la tradición británica. Son abundantes y con frecuencia la antigua fronda y las flores del anterior propietario se sobreponen al abandono.

Algunos optan por la versión pradera, pero ignoro su utilidad, pues siempre los he visto vacíos. Cabría esperar que diseños tan funcionales se hubieran pensado para el tradicional picnic, o para solaz de niños o perros. Pero nunca pudimos comprobar la hipótesis. También da que pensar la circunstancia de que casi siempre ocupan esquinas que en los viejos tiempos de los setos floridos hubieran sido emplazamientos ideales para el control de la vida vecinal o el simple voyeurismo; ahora parecen una solución higiénica para un espacio inutilizable por los ruidos.

 

 

Entre los jardincillos conservadores, los más modestos contienen plantaciones autóctonas en aparente desorden, al modo del jardin des herbes elisabethiano -hierbas medicinales y culinarias, pequeños árboles frutales, incluso un poco de huerto-. O bien, siguiendo pautas más victorianas, muestran al visitante parterres y macetas, rosales y setos cuya sencillez y solidaridad vecinal sugiere la presencia de habitantes ancianos en situación de ahorrar energías y recursos.

Dirigiremos nuestra atención ahora a los yards cuidados con esmero. Naturalmente, la mayoría de los patios de diseño se encuentran en la isla georgiana no invadida por la expansión de la City. Conocemos su corazón, casi enteramente blanco, cuyo latir proviene ahora de la generación sobradamente preparada de la era digital. He aquí una vivienda floreciente de la isla georgio-victoriana:

 

 

Al mirar estas casas se advierte en conjunto la buena salud de la nueva clase media. De la primera vemos salir una familia joven que marcha en un coche de gama alta; en la segunda viven dos coleccionistas de arte; en la tercera, lo ignoramos; en la cuarta, un profesor de historia, según nuestros informantes. En una versión autóctona de los Prisionieres du rêve americain de Pierre Huygues, comparten un sueño vegetal y rivalizan entre sí en abundancia y originalidad. Tras su aire casual, los jardincillos esconden estudiadas composiciones de especies, formas y colores:

 

 

Herencia de la nobleza inglesa

En casi todos se advierte la herencia de la nobleza inglesa, sea en la afición por la historia natural, de raíces victorianas -Darwin es un buen exponente, y también las sociedades de amigos de los pájaros que maravillaban a Guillermo Brown- o en la tendencia romántica al exotismo. Ambas triunfan sobre el jardín neoclásico del XVIII con sus evocaciones de la armonía helénica, y se distancian de los modelos geométricos franceses e italianos. Los ingleses optan por la naturalidad en un sentido casi religioso, firmemente arraigado en su tradición. Mirad, por ejemplo, las pinturas (melancólicas: su madre había muerto) de John Constable de los jardines de su casa paterna:

Algunas composiciones florales de Hackney parecen mostrar la influencia de la pintura paisajística del XIX. No es una apreciación al azar: una de las principales artistas del jardín de principios del siglo XX, Gertrude Jekill, reconoce su inspiración en el cromatismo de William Turner, y explica su concepción pictórica de la composición vegetal: “cuando el ojo se entrena para percibir un efecto pictórico es con frecuencia seducido por …ese aspecto completo de unidad y de la belleza que para el ojo del artista forma un cuadro.” Algo que refleja el jardín de Manor House, obra suya:

 

 

Jekill fue una continuadora del Arts&Crafts Movement, escuela artística iniciada por William Morris y los prerrafaelitas a mediados del XIX, que abogaba, grosso modo, por el diseño único y trabajo artesanal como reacción contra la industrialización y el academicismo. Significativamente, las pinturas prerrafaelitas -que no son paisajísticas sino, ante todo, simbólicas- representan la naturaleza casi como sustancia que contiene cualquier otro elemento: objetos, actividades, narraciones. Por ejemplo, en dos composiciones bien diferentes: el huerto de manzanos en flor en la escena en el picnic familiar de John Millais y el mismo árbol frutal en Manor House, según la interpretación de Gertrude Jekill:

O también, por supuesto, en la Ofelia, flotante entre flores silvestres, de Millais:

El movimiento envolvente de la vegetación sobre estos cuadros de izquierda a derecha, por Dante Rossetti (la dama de rojo), John William Waterhouse (la dama de gris)  y Edward Burne-Jonen (el trío de narcisos)...

...deviene más y más estilizado en las versiones pictóricas de la leyenda de The sleeping beauty, ensayadas hasta casi la abstracción por Burne-Jones (serie que completa en 1890):

 

El mismo movimiento envolvente con que hiedra, rosales y trepadoras diversas parecen proteger muchas fachadas de nuesta zona, donde persiste el esquema de los árboles con hiedra flanqueando la entrada:

 

 

Y la repetición de ese esquema relacionándolo con un arco árboreo pintado por Constable:

El “lenguaje de las flores”

Los simbolistas cuidan particularmente, además, los detalles vegetales, pues utilizan el “lenguaje de las flores” con significados que oscilan entre la tradición y la complicidad del grupo. La tonalidad floral o su movimiento parece dar sentido a los personajes retratados. Fijaos en esta obra de Rossetti y a la vez en algunas flores de los yards de Hackney:

 

Lady Lilith aparece distante, ensimismada en su reflejo. Sus atributos los dice el entorno: el rosal que la envuelve de una seducción y belleza fría, como la blanca carne; una gran adormidera roja en primer plano, y, al fondo, una rama de digitalis purpurea, tóxicos comunes en los jardines que en la pintura vierten un significado concreto, pues los opiáceos formaban parte de la vida diaria y social de la Hermandad prerrafaelita (y no sólo: pensad, por mencionar un caso, en las Confesiones de un inglés comedor de opio, del gran Thomas de Quincey) . Entre 1867 y 1868 Rossetti pintó diversas versiones de este cuadro, con dos modelos diferentes que, sin embargo, no llegan a ocultar los rasgos de la que fue su esposa y su modelo durante mucho tiempo, Elizabeth Siddal, pintora ella misma. Siddal y retratada debjo, quien se suicidó con laúdano (una mezcla de alcohol y adormidera) en 1862. Mucho se podría decir del tema y la composición, pero me atendré a las plantas que nos ocupan. De su sentido da razón el poema que acompañaba el cuadro:

 

The rose and poppy are her flowers; for where

                          Is he not found, O Lilith, whom shed scent

                          And soft-shed kisses and soft sleep shall snare?

 

 

La huella de Constable y Turner

Pero el cromatismo es más interesante en la generación anterior, la de Constable y Turner, que pintan entre el siglo XVIII y el XIX. Es curioso que ambos paisajistas evolucionan precozmente hacia la abstracción, y que tal vez dejan su huella en los juegos cromáticos de algunos diseñadores de los actuales yards. Como mínimo ha de admitirse una base común en el uso de los colores. Muestro algunos ejemplos:

Las gamas sombrías de Constable…

Composiciones en rojos y naranjas de Turner….

O sus amarillos y azules…

Me aparto con dificultad de la fascinación por la pintura a que me han conducido los planteles de los yards. Está claro que su estilo ha quedado en el XIX. Aferrados a la tradición del romanticismo inglés, los jardincillos de Hackney no arriesgan innovaciones como el jardín vertical, el japonés o el minimalista. No importa. Me pongo en la piel del jardinero y pienso que su oficio tiene una complejidad mayor que la del pintor sobre la tela. Su paleta de colores ha de incluir la gama cambiante de tonalidades estacionales, calcular el efecto de la floración y la caída de hojas. Ha de pensar en los volúmenes y alternar plantas perennes y caducas para conseguir los efectos deseados en invierno y verano. Ha de tener en cuenta las perspectivas desde la casa y desde la calle, si quiere abrir su hall vegetal al paseante o bien refugiarse tras la intimidad de un alto seto.

 

Además, como explicó Nicolau Rubió i Tudurí en Actar a propósito de la arquitectura, debe calcular también los cambios de perspectiva que se producen al desplazarse el espectador en el espacio. Como no puedo entrar en los jardines para experimentar por mí misma ese arte en movimiento, contemplo las fotos del jardín formal de Manor House, diseñado por Gertrude Jekill, tomadas desde distintas posiciones:

Bugas en el jardín

Frena en seco mis divagaciones un yard que rompe la monotonía vegetal de la colonia de Hackney acogiendo un formidable buga, un modelo antiguo que nos deja boquiabiertas. Vemos salir de la casa a un afrobritánico canoso que se dedica a pasear tranquilamente móvil en mano; en estas calles apacibles y vacías, la visión de un humano, por más señas negro, resulta insólita. Poco después, otro patio parece haber imitado al anterior, incluso en la gama de coche, aunque éste es escandalosamente nuevo.

Sin sombra de los propietarios, podemos especular: ¿vástagos de magnate ruso, uno de los muchos que están comprando el centro de Londres, construyendo tras las dignas fachadas victorianas subterráneos spas, salas de cine o karaokes, y piscinas en la terraza, con barra y discoteca al aire libre? No, no me lo invento. ¿Cómo lo sé? Por un maduro instalador de sistemas de agua que ha adquirido, gracias a los recién llegados rusos, un estatus económico del que él mismo se sorprende. La irresistible tendencia del foráneo a la ostentación devora al antiguo recibidor floral:

 

 

Terrazas de pubs y tabernas

¡Pub a la vista! ¡Al fin! Entramos a pedir en un interior de reluciente madera oscura, barra semicircular, escaleras, y altos taburetes ocupados por tres caballeros y una señora rubia, de edad mediana, traje y joyería indefinibles con un foulard rosa que me hace pensar en la famosa muerte de Isadora Duncan. Todos llevan ya varias copas, y ella, además, la voz cantante mientras oscila en el alto taburete y sortea el peligro apoyando en el suelo un tacón con la habilidad que proporciona la costumbre. Dos de los hombres miran impasibles, el tercero esconde un rictus de fastidio. Con la corbata floja, despeinados y la mirada errática, como pájaros atrapados en la liga revolotean en torno a los vasos, pegados a la botella y a la rubia parlante. En contraste, el exterior del Prince George reúne a jóvenes de buenos modales, entregados a sesudas conversaciones y bebidas de baja graduación mientras dan buena cuenta de ensaladas, roast beef o fish & chips en la espaciosa terraza, pues también hay niveles en lo que a amplitud de terrazas tabernarias se refiere:

Ved, en el nivel opuesto, este yard, de muy modestas dimensiones, transformado en faraónica entrada de restaurante egipcio. Mi propuesta de entrar a comer (¿qué habrá dentro de esas fauces?) pone a prueba la tolerancia filial de Lola. Desde el otro lado del teléfono Mariana impone la cordura gastronómica y quedamos en la terracita de un café, sita en una esquina que parece mirar imparcial hacia dos épocas:

Hemos visitado numerosos pubs del barrio. El mejor situado, sin duda, extiende sus mesas en terrazas de diversos niveles sobre London Fields, y luego, sin manías, por las aceras de la calle de entrada. Es más, yo diría que su zona de influencia llega hasta el puente ferroviario que corre en paralelo, pues una alegre clientela, proveniente de un inquietante nowhere, va y viene incesante desde ese punto, así como unos afrocaribeños cuyas maniobras no consigo desentrañar. Dispersos por los alrededores, campan bebedores de a pie, pinta en mano; una especie de veloz expansión también por la City:

 

 

Pero mi preferido es el bronco The Spurstowe Arms, en la esquina, ya mestiza, de casa de Lola, donde asoman las casas del Council, casas baratas del Estado que parecen cárceles, estética cuyo objetivo no queda claro: ¿para que se vayan acostumbrando? ¿porque feas salen más baratas? ¿siguiendo la lógica de que combinan con la depresión de los desempleados?

 

 

Claro que también encuentra el paseante ciertas calles, tan céntricas como cualquiera, donde una cree haber sido abducida a Estambul, Nápoles, Atenas…

 

 

George Orwell y otro ingleses filohispánicos

En el Spusrtowe sirven suculentas hamburguesas con patatas, salchichas a la sidra, judías con pastel de verduras y otros contundentes platos ingleses. No tiene terraza, pero sí un patio interior con mesas de madera propicio a las conversaciones. En él recalamos un día, cansadas y hambrientas, y mientras las chicas van a por víveres yo me dejo caer en un banco. En la misma situación de derrumbe, por otras razones, se halla mi vecino, pinta en mano, que no tarda en dirigirme la siguiente observación: What a stifling day today, isnt it? Sin ánimos para hablar, asevero tumbándome aún más, gesto poco británico que no le desalienta a largarme una parrafada. Tengo que confesar que no le entiendo. Soy española, si. De Barcelona. El sopor deja paso a una torrencial disertación sobre el POUM y las Brigadas Internacionales; cuando llega Lola, ya anda por la Catalonia de George Orwell.

 

 

Descubrí más tarde que hay variedad de ingleses filohispánicos, y no sólo en los pubs. Esperando el tren a Woolwich, mientras Lola me instruye sobre el nuevo cine tailandés, un hombrecito de barba blanca y gruesa chaqueta de cuadros sonríe con insistencia. Pienso por un momento que se ríe de mis sandalias blancas con calcetines lila, pero, como observa mi hija sobriamente, no está él en condiciones de reírse de la ropa de nadie. En efecto, nos mira con simpatía porque nos entiende, detalle que descubrimos cuando se acerca con discreción y nos ofrece su ayuda en buen español de fuerte acento. No tengo tiempo de averiguar su historia, ni si es otro viejo antifranquista, porque marcha enseguida hacia su vagón con sonrisa tímida.

 

También hay amantes de Barcelona jóvenes, pero éstos en razón de la añorada marcha nocturna, como la ex-profe de inglés que salió del pub a fumar una fría noche, y, a la voz de “Barcelona” se precipitó en mis brazos con minifalda, tacones y transparencias, dejándome, claro, estupefacta y hasta conmovida, pero la nueva generación que me acompañaba la recibió con frialdad. Y eso me hizó notar, con melancolía, que la tenaz la tendencia tribal impera también en la city postmoderna y que la cordialidad que surge espontáneamente del compartir la lengua no llega más allá del trato superficial. Así, el caso del peruano que nos abordó en plena calle para contarnos que era músico y despedirse (pero le costó) calurosamente de Lola; o la mendiga que no nos aceptó ayuda, pero nos relató con detalle su complicada historia. La lengua viene a crear algo así como zonas de descanso para los extranjeros, ocasión para breves expansiones anónimas.

 

En el Spurstowe nos encontramos además con Rocío, una periodista que trabaja de asistente de un fotógrafo de diseño de interiores (incoherencia laboral muy común en los jóvenes profesionales emigrantes).

 

 

Visita a Abney Park

Y, por una vez, nos alejamos de nuestro vecindario con un buen motivo, pues fuimos a visitar mi último jardín: el cementerio de Abney Park, al norte de Hackney.

 

Siempre me ha chocado la facilidad con que los británicos incluyen los cementerios entre sus casas, acostumbrada como estoy a ir al camposanto ibérico de las afueras, con los bancos al exterior, contra las tapias soleadas. Aquí, en cambio, los paseos están dentro del recinto. Vimos dar vueltas, sobre todo, a hombre maduros que parecínn estar buscando (hipótesis que se confirmó) ligues jóvenes. En los bancos, unos estudiantes de merienda, tres chicos haciendo porros, una parejita, varios lectores.

 

 

El parque fue construido a principios del siglo XVIII por Mary Abney para dar cobijo a las personas que los cementerios estatales anglicanos no admitían. Metodistas, protestantes, judíos, cuáqueros, masones, ejército de salvación y demás tuvieron su lugar en él.

Pero también dirigió el diseño del parque con sus paseos bordeados de olmos y en el centro una capilla neogótica que nunca ejerció de tal. El proyecto, continuado por su hija, se completó en 1840 con un jardín botánico que albergaba especies importadas de todas partes del mundo y del que fue responsable George Loddiges, perteneciente a una famosa dinastía de horticultores que instaló sus invernaderos y planteles experimentales en Hackney. Loddiges respetó el jardín ya existente y plantó su arboretum en torno al perímetro. Unas 2.500 especies fueron catalogadas según un criterio bien peculiar, el orden alfabético, nunca sabremos por qué. En todo caso, su victoriano afán de rigor contrasta con la sensación de abandono que produce el jardín al recorrerlo.

Observé las lápidas y esculturas: grupos de estelas inscritas, cruces de credos diferentes; una muchacha dormida, una cuna, un perro tumbado, multitud de ángeles. A veces parece que la iconografía intente proyectar la noción de hogar como lugar de calma y refugio en el mas allá. Pero en el conjunto no hay una idea dominante. Lo dominante es la naturaleza: una vegetación selvática fundiéndose con las esculturas funerarias,

lo que me trajo a la memoria unos versos de la Ilíada (Vi, 146-48):

 

Como la generación de las hojas así también la de los hombres;

Dispersa a unas el viento por tierra, pero la selva reverdeciendo

Hace crecer otras…

 

No hay duda de que el abandono solo es aparente (no se ve un papel o colilla o residuo humano alguno pese a sus variados usuarios, lo que indica un parque bien cuidado), y de ello resulta una naturaleza virgen que, en su estado puro, alberga criaturas de toda especie. De los árboles caídos crecen hongos, se nutren insectos, mariposas, pájaros que componen un hábitat único en Inglaterra (el Gobierno lo declaró Heritage at Risk Register in 2009).

 

 

¿Hay en Abney Park una idea dionisiaca de la vida cíclica? Una estrofa de un famoso himno de Isaak Watts parece sugerirlo (Our God, our help in ages past):

 

Thy Word commands our flesh to dust,

Return, ye sons of men:

All nations rose from earth at first,

And turn to earth again.

 

Lo cierto es que en la Inglaterra ilustrada del XVII el gusto greco había ganado, al fin, el terreno al romano. Triunfaba entre los poetas una imagen de la Arcadia, un lugar de inocencia donde una naturaleza siempre amable brinda su hospitalidad a pastores que cantan su amor o ninfas liberadas; una especie de edad de oro que cuadra admirablemente a un más allá pagano, como entendieron algunos mitos griegos. Así lo captó el francés Alexander Hardy sobre el 1550 con versos que parecen haber inspirado la empresa de Abney&Watts:

 

Dans l'Arcadie, hereuse region

Où deux grands dieux naquirent, ce dit-on,

Où l'age d'or chez un peuple

Règne et encore florisant se voit estre,

Peuple hospitale, amy de l'estranger.

 

Pero este cementerio, ciertamente hospitalario y florido, tiene una dimensión cristiana que no encaja en los sueños pastoriles. En Inglaterra, la trascendencia a la griega se nutre del platonismo y genera una corriente espiritualista que, por resumir, considera a todos los seres parte y reflejo de un orden ideal, llamémosle cosmos. ¿Cómo conciliar esta Unidad que todo lo iguala con la jerarquía de seres que implica la cosmología cristiana, con su imposición de una sola doctrina verdadera? ¿Fusionaron la idea de Dios con la de Todo? Es indudable que un espiritualismo integral impregnaba los himnos de Watts. Sin ir más lejos, en los primeros versos de su muy celebrado Joy to the world equipara la tierra y el corazón como sede de la divinidad, y procura a cielo y tierra cualidades humanas:

 

Joy to the world, the Lord is come;

Let earth receive her King;

Let every heart prepare him room;

And heaven and nature sing.

Watts tiene una producción abundante, utilizada todavía hoy en los países anglófonos, y su pensamiento puede deducirse, en parte, de sus versos; pero es muy poca la información que he podido obtener de Mary Abney: que heredó el feudo familiar de Stoke Newington, casó con otro rico aristócrata y mantuvo bajo su protección, durante toda la vida, a Watts. Los esquivos datos sobre los dos bastan para comprender que forman un sólido equipo en el mundo de los Nonconformist, como se designaban los pertenecientes a líneas cristianas no anglicanas.

 

Su grupo, The Congregacionist, era un colectivo reacio a jerarquías y autoridades; se declaraban multiconfesionales, abolicionistas, feministas; acogieron a un ex-esclavo jamaicano, abrieron escuelas para niños y niñas y hasta dispusieron del primer autobús escolar que se conoce. La amistad que mantuvieron Mary y su marido después de separarse habla, también, de una tolerancia y una apertura de ideas rara en la época. Pero me resulta difícil precisar qué cruce de ideas, de tradiciones, han conducido hasta este singular cementerio. El cristianismo ha impregnado la vida social y cultural inglesa durante siglos, y su influencia se ha prolongado en el tiempo, como puede verse en la impactante exposición de fotos de Martin Parr, Los inconformistas, sobre la población metodista de un pequeño pueblo de Yorkshire por la década de 1960:

Dos precursores del pensamiento contemporáneo

Cierto que el espacio creado por Mary Abney, y su grupo social, poco tiene que ver con la estricta observancia del núcleo rural documentado por Parr. El parque sugiere, más bien, una especie de panteísmo o animismo: la divinidad es la naturaleza que es cada cosa; y esto incluye a los hombres -al margen de su ideología, su clase social, su color o su credo- en tanto que criaturas terrestres como los pájaros o serpientes. Esa visión incide directamente en los debates de los pensadores de la ilustración británica, en su formulación del deísmo como expresión atenuada del ateísmo, y en su propuesta del socialismo político (teorizado desde el 1680 por John Locke, que fue también predecesor del naturalismo de David Hume -autor del Tratado de la naturaleza humana en 1739 y de diversos ensayos sobre religión, como el De la superstición y la religión, en defensa del pensamiento laico- un filósofo cuya profesión de ateísmo sólo podía manifestarse en un contexto liberal impensable en otros países de la época). Disculpad el paréntesis, no es pedantería: tenía que citar a estos dos grandes maestros del pensamiento contemporáneo, que sin duda pesaron ya en la concepción de este espacio colectivo y único.

 

Los detalles que he mencionado sobre la actividad pública de Mary Abney la sitúan en el conjunto de los librepensadores de su época. En cuanto a la religión, sólo puede testimoniarse su reacción antieclesial y antiabsolutista en la creación misma del cementerio igualitario, no confesional, que visitamos. Por lo demás, si, como parece, se identificaba con las ideas de Watts, cabe imaginar una mezcla nada ortodoxa de ideas, desde el retorno modo dionisiaco o las fantasías platónicas al empirismo filosófico de la época….No sé qué pensar. Navego por territorio desconocido, pero reconozco que me cuesta abandonar la hipótesis de que un padre de la hímnica cristiana fuera ateo, y me cuesta dejar de seguir el rastro que lleva de The congregacionist a Abney Park.

 

A la espera de más profundas indagaciones, os muestro una imagen que, creo, hubiera alegrado a Mary: el momento en que su selva sobrepasa los límites del recinto, y, así, materializa sus sueños:

 

 

Hemos vuelto a casa cansadas, en silencio. Ahora sé que la estética no es el objetivo único, o el mayor, del paisajismo inglés, y que los conceptos que definen los estilos de los grandes jardines aportan también significado a los pequeños yards que hemos visitado. Lo que es seguro es que no podré volver a mirar un jardín con inocencia.

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