VIAJES /// Tumbos

Una confusión, seguida de un soberano despiste, trastocó su vuelta a Barcelona desde Donosti, donde había participado en unas jornadas sobre el paisaje en la antigua Grecia celebradas en el Koldo Mitxelena. Nada tremendo ni irreparable. Ni pizca de tragedia. Y menos, dado el talante de Maite Clavo, decidida a aprovechar la circunstancia de haberse desplazado inútilmente a Bilbao para trabajar en sus traducciones y disfrutar con lo que podía depararle el viaje en tren a Barcelona. Pero el 29 de noviembre de 2012 no era su día. Ni el de la Renfe. O la noche, más bien, porque fue ya a oscuras cuando el regreso a casa tomó el sesgo que Maite, profesora de Filología Clásica en la Universidad de Barcelona, refleja en un hilarante texto en el que aparecen factores de Renfe, usuarios indignados, ertzainas, bomberos, Prometeo y Atlante, el Nilo, la Táuride, Delos, Teresa de Ávila y hasta los ecos de un recorrido previo por Turquía. Una excelente crónica de viajes. El mejor estreno posible en esta sección abierta desde ahora a otras “firmas invitadas”.  



Maite Clavo

Bilbao-Barcelona: noche estrellada en el altaris

–Señora, ese billete es para un vuelo San Sebastián-Barcelona.

–Si –digo– el de las 11.30.

–Ya, pero esto es Sondika –la mujer me mira con fastidio–. Y ya no llega.

 

No me lo creo. Discutimos un rato. Al fin acepto la evidencia.

 

–¿Y el siguiente vuelo?

–Hasta la noche no quedan plazas.

–Vale, deme uno, –me iré a ver el Gugenheim– ¿Puedo dejarles la bolsa?

–Imposible. Sólo hay taquillas en la estación y autobuses.

 

La sorpresa inicial se ha ido transformando en una cólera sorda según voy de ventanilla en ventanilla. Mi buena amiga Maite, que pasa de internet en su caserío de Ekain, no se ha enterado de que tienen aeropuerto en Donosti. Estoy colgada en tierra de nadie con una maleta llena de patas de cabrito y huevos frescos. Pregunto los horarios de trenes y me mandan a la zona wifi, que resulta estar en las oficinas de personal y no se puede entrar. Ofuscada por la irritación, marcho a Bilbao en busca del primer altaris.

 

El autobús me deja en una plaza. Una amable ciudadana me informa de que debo caminar la Gran Vía y llegar hasta una rotonda. Hace un día soleado, después de tantas lluvias, y yo emprendo la caminata arrastrando el maletín. Por ver el lado bueno, empiezo a observar los edificios, sólidos, burgueses, y luego los zapatos de calidad que pasan a mi lado. Bajar la cabeza no ha sido buena idea, en los bajos imperan las franquicias de costumbre: Zara, Mango, Café di Roma... Me vuelve el mal humor, no veo Bilbao, veo lo de siempre, y con la maleta a rastras. En la estación me informan que el tren sale a las 15,30. Quedan unas horas y me dispongo a pasarlas lo mejor posible. Luego recuerdo con horror que no podré fumar hasta las diez. En un momento de inspiración entro en una farmacia y compro unos parches de nicotina. Nunca los he usado, pero un amigo me ha dicho que van bien para estos casos. La farmacéutica me interroga: si ya los conozco, qué cuanto fumo… Le explico la situación y comenta “qué lástima, con lo que cuestan; vale más que use toda la caja y deje de fumar”. El razonamiento me deja meditabunda, veo ante mi una nueva perspectiva de parches salvadores. Por suerte, encuentro en la plaza un acogedor bar vasco. Hay mesas, hay tapas, tiene bancos forrados de terciopelo y techos altos. Leo el periódico con una caña y me adhiero disimuladamente el parche. Algo nuevo comienza, pienso con optimismo, y me salgo rápida a fumar antes de que empiece el enigmático efecto.

 

Cuando subo al tren con destino a Barcelona mi ánimo está muy mejorado. Preferente, bastante confortable. Pienso en relajarme un rato y luego aprovechar las horas para pulir mi papel. Las traducciones me preocupan, las hice a toda prisa. Me viene a la cabeza la placita lluviosa donde me senté ayer, los árboles deshojando. Un momento de beatitud. Luego veo las olas interminables de la Concha bajo el cielo oscurecido, bañistas desafiando el frío…

El tren lleva ya unos kilómetros a buen ritmo, y con ánimo decididamente favorable pienso en hacer una visita al bar y comer un bocadillo. Sólo encuentro al barman, que me informa de que aún no han llegado los suministros. Pido un agua y me acodo en la barrita frente a la ventanilla. Siempre me han gustado las ventanas de las cafeterías Renfe; tienen más perspectiva, se puede mirar de frente el paisaje. Lo que pasa es que no vislumbro más que las paredes cortadas de una montaña, un inacabable pasillo hendido entre laderas artificiales cubiertas de redes. La verdad, las piedras están muy cerca. Parece que hubieran rodado rocas hasta la vía. Me asomo lo que puedo, con curiosidad, y al poco el tren cruje y se para. Me vuelvo para hablar con el barman y lo encuentro cerrando su breve surtido de chucherías con aire crispado.

–Cada dos por tres pasa lo mismo en esta zona –informa.

Llegan a la carrera unos empleados seguidos de un hombrecillo que dice que va a mirar, aunque no es su especialidad. Parece un pasajero y me extraña que le permitan intervenir. Pregunto si puedo bajarme a fumar un rato.

–Si se quiere romper una pierna... Señora, ¿no ve que estamos en un precipicio?

Su apreciación me parece infundada, pero no discuto.

–¿Puedo usar el lavabo, al menos? –digo educadamente.

–Si se abre la puerta… Pruebe usted.

 

La idea ha sido providencial, pues tras mi salida quedan todos colapsados. Los lavabos no funcionarán en las próximas ocho horas. Claro que entonces no lo sabemos. Otros viajeros llegan a la barra para matar el tiempo, pero el encargado se muestra inflexible: el bar está cerrado, no hay cervezas, no hay agua. La clientela no se lo explica. Yo, tampoco. Empieza a anochecer y todos seguimos de pie allá, cruzando comentarios en tonos variables.

Un interventor sudoroso, gorra en mano, grita:

–Señores, se ha atascado el tren por un derrumbamiento, tardaremos algún rato...

 

Me vuelvo al asiento, que sigue confortable, y abro mi Ipad. El parche debe hacer un efecto benéfico, pues acepto la situación como ventajosa para avanzar en el texto.

Corred, hijos de Tíndaro, venid sobre la onda glauca, sobre la piel oscura de las olas, entre torbellinos de estrellas

Las imágenes de Eurípides me conmueven. Veo las oscuras olas de Zarautz rompiendo contra los espigones, el viento que despachurró el paraguas nuevo nada más abrirlo, Maite y yo riendo resguardadas en la esquina, saliendo a la carrera hacia el restaurante. El olor del mar entrando con fuerza en los ojos, en los pulmones, compitiendo con la lluvia. Sentarnos chorreantes y risueñas ante un buen tinto y un plato caliente.

           Oh éter divino, vientos de alas rápidas, fuentes de los ríos, sonrisa             innumerable de las olas marinas, tierra, madre de todo, y tú sol, que   todo lo ves, os llamo. ¡Mirad mi sufrimiento, contempladme ...!

Obedeciendo al imperativo, miro de nuevo esa copa laconia del 560 a.C. Un enigma, Prometeo y Atlante, frente a frente, sujetos al sufrimiento incesante, Atlante el del peso del cielo sobre los hombros, Prometeo el del cuerpo indefenso ofrecido al águila voraz que lo desgarra. Silencio y grito frente a frente, y el mundo girando entre ellos, titanes torturados en la inmovilidad que son las llantas de la gran rueda del cosmos…

 

Me distrae el comité de expertos de la puerta contigua. Sus voces se filtran hasta nuestros asientos.

–Aquí no se puede hacer nada. Llamemos a la estación, que traigan una máquina que empuje.

–No hombre, espera, que probamos otra vez.

–Traed una barra, que me baje a ver el motor...

–¿Una barra? ¿De dónde?

–Hombre, ¡¡¿no lleváis barra?!!

Es el hombre delgado que parecía un turista. Resulta que es el experto.

El viajero de enfrente y yo cruzamos una mirada. Hay un discapacitado que ha estado haciendo fotos y ahora recibe llamadas.

–Estoy bien, es que ha habido una avería y llegaré más tarde... No, no hace falta que me recojan.

Al rato llega un interventor, nervioso, y le dice en voz muy alta, como si fuera sordo, que protección civil ha llamado a preguntar por él, que vienen a recogerlo. ¿Recogerlo? ¿cómo? Protesta, e insiste en que no hace falta.

Las primeras filas empiezan a perder la compostura: al menos que informen, hay que ver, no hay derecho. Han pasado dos horas y los técnicos no se aclaran. Un revisor queda encargado de informar al pasaje. Que hay una avería y que están intentando arreglarla.

El vecino de primera y yo volvemos a mirarnos. Los dos sabemos que los sofocados empleados de Renfe no tienen ni idea. Mejor que envíen rápido una máquina del pueblo vecino.

 

Yo me sumerjo de nuevo en el Ipad, reviso los versos de la Helena:

Del Nilo son estas bellas corrientes de juveniles ondas... No. Estas son las corrientes… No. Lo comparo con otros inicios:

“Hemos llegado al suelo más lejano de la tierra”… "He aquí las costas de la tierra rodeada por las olas”… Siempre hay un deíctico que indica al público cuál es el escenario. Es preciso indicarlo porque no se ve, no hay decorados, no como los nuestros. Imagino un espacio minimalista donde la danza del coro marca con sus movimientos el entorno de la acción. Entonces, ¿cómo indicar el paraíso del delta de Nilo, sus palmeras y canales de agua?

   Del Nilo son estas bellas corrientes de juvenil belleza, que riegan los campos y el país de Egipto cuando la blanca nieve se funde...

La información ha de estar enteramente en las palabras, en el original, compuesta con sonoridad erótica. Pero en la traducción no se percibe. ¿Cómo trasladar el erotismo de un paisaje? Intento sumergirme en el aura de seducción de Helena: tendí los peplos sobre los tiernos juncos, en las riberas de hierbas ondulantes...

 

Renuncio a Helena y su presencia invasiva del territorio. Mejor pensar en Filoctetes, pensar en el momento en que la naturaleza se convierte en paisaje: Me alejo, me voy. Ese es el momento. Adiós, tierra de Lemnos ceñida por las olas...

La distancia. Pienso con cuánta facilidad miramos actualmente el entorno con distancia. Cada mirada, una foto. Una fototeca en la cabeza. Despedirse del entorno apenas visto. Me acuerdo de Lola, mi hija, viajando por Turquía, sus ojos recogiendo espacios con la mirada, absorta. Y recuerdo que pensé “lo está grabando”. E imaginaba en su cabeza el hotel de Kusadasi, el teatro de Priene, la estación de autobuses, la discusión a gritos en el autobús sobre Mahoma y Jesús, los paraguas de las japonesas en las ruinas de Afrodisias. Registrado. Distante en el momento mismo de verlo. El fenómeno de la representación, cada vez más veloz, más veloz a veces que los hechos mismos. ¿La realidad sin consistencia? La acción transformada instantáneamente en arte. ¿Es eso la contemplación? En el imaginario de infancia aparece vívida la imagen de una Santa Teresa traspasada por un rayo de luz, el libro abierto en el atril; un carmelita habla desde el púlpito a un público infantil en ejercicios espirituales. La vida contemplativa. Teresa de Cepeda y Ahumada, palabras que antaño me hirieron: “Vivo sin vivir en mi…”, la distancia y, claro, la expectativa que crea la distancia, “tan alta vida espero…”

 

Me he ido por las ramas. Es noche cerrada y el murmullo antes educado de los viajeros se ha ido crispando.

–¡Podían repartir agua!

–Y para ir al lavabo, ¡¡¿qué?!!

Un muchacho vestido de negro y ojos vidriosos avanza decidido hacia la cabina de máquina donde entrechocan en total incompetencia los empleados. Antes de llegar es frenado por dos interventores. Por un momento pienso que va a clavarles una puñalada con su expresión fija. La voz mantiene el máximo control.

–Vengo a ofrecer mi colaboración –dice.

El pasaje se divide inmediatamente entre los que no quieren que el chico estorbe aún más y los que reclaman alguna solución. Una máquina está llegando, informan. Empujará al tren para sacarlo de las rocas.

El plan es deleznable. No me atrevo ni a mirar al viajero cómplice. El muchacho de negro manifiesta fríamente la incongruencia del proyecto. Nadie le hace caso y se queda hablando con el discapacitado: va a un entierro, le confía. Hombre, lo siento, aporta el otro.

Entre tanto el disparate de Renfe llega nítido a nuestras primeras filas. Está cerca ya la máquina, pero no encuentran el gancho que ha de ajustar una con otra. Dos salen en su busca, quién sabe adónde. Desde dentro, nueva preocupación: “¿Y cómo lo vamos a poner, sin máquina?”

 

Es exasperante. Intento volver a lo mío.

....sus verdes valles, la hiedra de color de vino, el recinto inviolable del dios con su fronda de mil frutos, sin sol, sin vientos que lo atormenten; donde el báquico Dioniso sin cesar danza acompañado de sus divinas nodrizas. Y florece bajo el celestial rocío día tras día el narciso de bellos racimos, antigua corona de las grandes diosas, y el azafrán de reflejos de oro; nunca se duermen las fuentes, ni menguan las ondas que fluyen del Cefiso....

Un paisaje sagrado, y allí, a la mano de los personajes, en el escenario, Edipo sentado sobre una piedra del territorio prohibido. Aquí no hay lejanía física, el paisaje está dentro, representa al dios, se mueve con él. Un dios sin problemas de distancia. Desde la bárbara Taúride, en cambio, las jóvenes griegas exiliadas evocan con añoranza las fiestas de Delos. ¿Añoranza? ¿De qué?

… añorando, ave sin alas,

las fiestas de los griegos, añorando a Artemis

y a la tierna palmera, al laurel de hermoso

tallo y el brote sagrado de la glauca oliva,

y a la laguna que hace girar en corro el agua

     donde el cisne cantor sirve a las Musas.

Añorando un lugar inexistente fuera de la convención simbólica, tan presente como el que hay en escena. Porque Delos era, y es, una isla pedregosa y seca. La memoria como proyección del deseo, la memoria histórica, ¿la historia como deseo?, la historia reescrita…

 

Suena mi teléfono. Maite me habla trastornada, que dónde estoy, que viene a buscarme..-

–Me siento fatal –concluye.

–No, mujer, es bastante ameno. Lo que me preocupa son las patas. ¿Aguantarán tanto tiempo?

Que sí, me tranquiliza, que duran días, no pasa nada. Vive en un caserío precioso, con sus hijos, unas gallinas marrones y gallardas, tres perros, los pollos de halcón que educa su hijo. Hemos paseado por unos bosques otoñales donde volaban cuervos, criaturas inteligentes. Hemos ido a una posada de piedra a tomar pacharán casero. Todos hablan vasco, una melodía de fondo al placer del paisaje, del pacharán, de las caras acogedoras y –diría yo– zumbonas de la parroquia.

 

Dentro del estrecho espacio de la máquina sigue el frenesí. Han enganchado al fin los dos trenes (¿o no?), pero resulta que el freno automático ha funcionado de verdad, como corresponde, al romperse alguna pieza o tubo bajo el tren. Por tanto, aunque empujen, no se mueve. Sin embargo se resisten a evacuar el tren, quieren probar de nuevo. Entre tanto, para ahorrar energía, han apagado luces y calefacción. Todo el mundo lleva el abrigo puesto y las voces han subido de tono considerablemente. Los de segunda clase han invadido, con justa indignación, el vagón para reclamar.

–¡Ya está aquí la Ertzaintza! –oigo a un pasajero, con tono vengativo.

–Los bomberos y protección civil están también en camino –añade un interventor que no quiere perder protagonismo.

..el ejército avanza....El polvo que veo subir al cielo me lo confirma, mudo, claro, verídico mensajero. Se ha apoderado de los llanos de mi tierra un ruido de armas, que se acerca, vuela, ruge, como invencible torrente que golpea la montaña.

El coro de los Siete, de Esquilo. Pero el ejército de indignados sólo quiere una solución rápida. Por suerte, entra un oficial de la Ertzaintza, cruce de Gregory Peck y Clint Eastwood, temple sereno y modales firmes pero educados.

–No se preocupen, les vamos a evacuar. Los bomberos están instalando escaleras. Saldrán por el orden que indiquemos. Primero, el discapacitado. Y entre tanto, quítense los abrigos, no vayan a enfermar con el contraste cuando salgamos.

El pasaje se desprende obediente de sus prendas, admirando la sensatez del oficial.

–Pero dejen aquí los equipajes.

Se produce una sublevación, todos quieren llevarse el equipaje. Él se mantiene inflexible.

–Nuestra misión es salvar a las personas. La Renfe se hará cargo…

El griterío no le deja acabar. ¡La Renfe! ¡¡Cargo ¿de qué?!!

Pero el capitán ya está entrando en el vagón de máquina. Hay una sorda discusión en su interior y el hombre sale acalorado:

–¡Aquí no se espera más! ¡Si ustedes no abren por las buenas, daré la orden de evacuación yo mismo! ¡Pongan las escaleras, me hago responsable!

 

Ha habido un golpe de estado. Los bomberos asaltan los vagones cargados de instrumental y cascos con faros. El caos llega al máximo. Ahora resulta que las escaleras de urgencia de la Renfe no funcionan y han de improvisar una especie de escalones plegables. Al final han aceptado bajar los equipajes.

El capitán sereno se impone, al fin:

–Bajen al discapacitado, y los demás uno por uno, de delante atrás.

 

Así empieza la fase final. Al pie de las vías, una multitud uniformada de variopintos colores nos acoge en sus brazos. Me toca bajar, con el maletín. Cuatro o cinco manos me agarran con solicitud. Yo no veo tanto peligro, doy el maletín al más próximo y me apresto a salir por mis fueros. Pero una mano dura aunque no tan firme me agarra del brazo, en realidad una mano temblorosa. Le doy las gracias, sin mirar, y comento que las piedras de la vía son traicioneras. El hombre me contesta jadeante, y le miro: es mayor, cerca de setenta, calculo, bajito, con un bigote blanco y chaleco amarillo. Definitivamente, no da el perfil de bombero o ertzaina. Le digo, por probar,

–Y ustedes los bomberos ¿cómo han llegado? Porque nos han dicho que no hay camino.

–¡Ah!, no, no somos bomberos. Yo trabajo en las vías, para la Renfe. Ahora cuando marchen nos pondremos a quitar las piedras.

La noche, el frío, el maletín que carga, su mano temblorosa por la edad, el tono franco… todo invita a la complicidad y hasta al afecto. Río bajito para mí, redoblo mi cordialidad antes de despedirnos como viejos amigos que atravesaron juntos el peligro. Subo al nuevo tren, donde el pasaje se ha mezclado ruidosamente. Las puertas están abiertas. ¡Oh! Un chico, que ha encendido un cigarro, habla por el móvil: “ahora nos llevan a Zaragoza en autobús… no, no sé a qué hora…Dile a Claudia que si quiere vaya sola al teatro...” Me acuerdo de que soy fumadora y, sentada con las piernas colgando fuera del tren, en primera fila de operación rescate, fumo con deleite un pitillo. ¡El Ipad, claro! Grabo el rescate en la oscuridad, y me vienen a la memoria unos últimos versos:

… quiso forzar el cruce del estrecho echándole grilletes forjados a martillo, y abrió un inmenso camino a su inmenso ejército. Mortal, creía en su locura triunfar sobre los dioses…

Me río por dentro, soltando el humo.

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