VIAJES /// Tumbos

Cruce de caminos en el sur de la isla.

Islandia: ocho en la carretera

¿Cuándo comenzó el viaje a Islandia? ¿Cuándo comienza cualquier viaje? ¿Cuando se sueña? ¿Cuando se considera factible? ¿Cuando se le otorga un sentido o se justifica con un objetivo? ¿Cuando se concreta el itinerario? ¿Cuando se realizan los preparativos para convertirlo en realidad? El viaje del verano de 2015 a Islandia se inició aparentemente unas semanas después de Navidad en una sobremesa en el Maestrazgo con la mera expresión del deseo de llevarlo a cabo y tomó cuerpo con la rápida compra de billetes de avión para obtenerlos a buen precio.

 

Así fue en lo que respecta al grupo de ocho personas que volamos a Keflavik a mitades de julio, pero dos ya habíamos estado en la isla. Nuestro viaje había comenzado antes, quizás incluso en el momento de abandonarla con deseos de volver. En mi caso eso ocurrió hace 41 años, apenas un “parpadeo del tiempo”, como califica el escritor islandés Jón Kalman Stefánsson el intervalo que, a nada que te descuides, convierte al joven pinturero que fuiste en el viejo, escondido en un rincón, que masca “recuerdos insípidos y nombres de los que nadie se acuerda”.

 

Yo aún soy capaz de enunciar los de media docena de las personas que traté en Grindavik, pero a veces tengo una duda más substancial. ¿Estuve de verdad en Islandia? ¿O sólo trabajé en aquella factoría pesquera del sur? Sea como fuere, el viaje a Islandia del verano comenzó entonces. De eso sí estoy seguro, y más tras haber redactado una crónica en la que solo por incapacidad he renunciado a contar “alguna mentira importante”, fundamento de cualquier buena narración según el Capitán Hogensen, que ni era capitán ni se apellidaba así, uno de los maravillosos personajes del premio Nobel islandés Halldór Laxness.

El grupo en las cataratas de Dettifoss.

17 de julio: Reykjavik-Laugarvatn

Grindavik: la nostalgia ya no es lo que era

Buen vuelo. Salida de Barcelona a las 22,30 y aterrizaje, cuatro horas después, a las 0,30 de Islandia. La diferencia de husos nos presta tiempo hasta la vuelta. En el aeropuerto no hay ningún control: las provisiones facturadas en el maletón comunitario están a salvo. Recogemos la Opel Vivaro de alquiler y, tras vueltas y revueltas por Keflavik, el poblacho que da nombre al aeropuerto, encontramos finalmente la guest house reservada desde febrero. Son más de las dos y aún parece de día.

 

Horas después la mañana se presenta tan soleada que iniciamos el recorrido por la Ring Road en camiseta. El terreno, muy llano, está formado por coladas de lava hasta la famosa Laguna Azul, ya en Grindavik, donde en 1974 pasé tres meses, entre febrero y mayo, trajinando bacalao en la firma Hraðfrystihús Þorkðtlustaþa, si no me equivoco al emplear la ortografía islandesa. Del pueblo apenas reconozco la pequeña estación de policía y el puerto, tan cambiado que hay hasta un bar-restaurante, el Bryggjan, a cuya propietaria pregunto por mi antigua empresa, distante del núcleo habitado. Me dice que lleva algún tiempo inactiva y me explica cómo llegar. Una vez allí me fotografío delante de una nave moderna, obviamente cerrada, en cuyas proximidades hay un desvencijado barracón similar al que entonces servía de alojamiento a docena y media de islandeses, un amigo de Valladolid (¿José Luis?) y a mi, todos trabajadores de la factoría. No estoy seguro de haber dado con el lugar que busco. Todo es tan distinto, y la parada tan rápida, que no siento nada. Ni un pellizco de nostalgia.

 

Luego tomamos la ruta hacia la zona de Þingvellir, en el interior, apenas conscientes de que comienza el carrusel de maravillas en que se va a convertir el viaje. No tenemos tiempo de visitar el Alþingi, primitivo parlamento islandés fundado en 930, pero sí, y durante sucesivos buenos ratos, la impresionante falla de Almannagjá, que separa las placas continentales americana y euroasiática; las cataratas de Gullfoss, preservadas gracias al arrojo de la joven granjera Sigríður Tómasdóttir, quien a comienzos del siglo XX amenazó con inmolarse en sus embravecidas aguas si se llevaba a cabo el plan hidroeléctrico de los inversores que las habían alquilado a su padre y un socio; y los geiseres de Haudakalur, justamente situados en Geysir, la población que dio nombre a ese tipo de vistosas fuentes termales. Cansados y contentos, por no decir anonadados ante la espléndida porción de Islandia que hemos llegado a ver, nos aposentamos en el Heradsskðlin, internado reconvertido en hostel a orillas de lago Laugarvatn. La cena, a base de jamón, embutidos, queso y un par de botellas de Rioja, nos confirma lo feliz de la idea de acarrear nuestra propia manduca.

Cuatro cataratas y cuatro cascadas

No resulta clara la diferencia entre catarata y cascada, aunque la primera se caracteriza por un mayor caudal de agua y la segunda por una caída más vertical, según criterios comúnmente aceptados. Tras Gullfoss (foto 1) visitamos, siguiendo nuestra ruta de sur a norte por el este de Islandia, las de Seljanlansfoss (2) y Gljúfrafross (3), apenas separadas por cien metros, Skógafoss (4), Hengifoss (5), Dettifoss (6), Godafoss (7) y unas últimas sin nombre conocido, en el norte de la península Snæfellsnes, que contemplamos de lejos porque el terreno circundante estaba inundado (8). Allí, claro, no había un alma, y esa soledad resultó gozosa porque conforme el viaje fue avanzando, en cada salto había más y más turistas, con la excepción de Hengifoss, que yo definiría como cascada, igual que Seljanlansfoss, Gljúfarfoss y Skógafoss. Del resto, Gullfoss, Dettifoss y Godafoss tienen sobrados atributos físicos, religiosos e históricos para ostentar el título de catarata más representativa del país. Y la ignota de Snæfelsness, los suyos para representar a las centenares, quizás miles, que alimenta el deshielo de los glaciares.

18 de julio: Laugarvatn-Eyvindarhólar

Chiringuito frente al volcán Eyjfjalla

Despierto desde una hora antes, a las siete intento caminar en torno al lago, pero tras avistar un par de porrones islandeses, vuelvo a la carrera por las nubes de mosquitos con las que literalmente choco a cada paso. Mientras hago tiempo en la biblioteca del hostel hojeo un amarillento ejemplar de la revista Rauði Herinn (eufónico título que en traducción patatera suena a “Héroes Rojos)”, editada por una peña local del Liverpool, y poco después, cuando extraigo al azar un libro de las estanterías, me topo con una biografía del pionero del fútbol profesional islandés Albert Guðmundsson (jugó a mediados del siglo XX en el Glasgow Rangers, Nancy, Milan y Racing de Paris), escrita en 1982 por el famoso novelista Gunnar Gunnarsson. Por supuesto, no recuerdo ni papa de islandés, así que sólo los santos me aportan información sobre el contenido de lo que tengo en las manos, pero está claro que el fútbol acecha allá dónde vaya. Ni en el mismísimo corazón espiritual de Islandia deja de tentarme. Jodido juego, agobiante tinglado. Si fuera mínimamente sensato, correría a depurarme en una sesión de yoga como la que, en perfecto círculo sobre un prado cercano, aisla del mundo a una quincena de jóvenes de ambos sexos, aparentemente estadounidenses. Pero hay un problema: soy tan ducho en yoga como en islandés...

 

Otra vez en la carretera, con tiempo soleado y hacia el sur, paramos a comprar en Selfoss, y allí tomamos la Ring Road para ir de una tirada hasta las cascadas de Seljanlansfoss y Gljúfarfoss. La primera se presenta abierta, imponente, con un senderito transitable tras el chorro abrumador y la segunda, recóndita, misteriosa, juvenil, como encapsulada en un mínimo cañón habitado por elfos. Después de comer al lado de esta última volvemos a la camioneta de un humor excelente y tardamos poco en aparcar, ya a orillas del mar, junto al Centro de Interpretación que detalla las características y las consecuencias de la erupción del volcán Eyjafjalla en la primavera de 2010, cuando Islandia volvió a ser noticia mundial tras la ruina a la que parec condenada dos años antes por la filibustera gestión de bancos de inversión privados.

 

Justo enfrente de ese bien montado chiringuito técnico-turístico, sigue en pie, y por lo que parece en plena actividad, una de las granjas afectadas por la erupción, no muy diferente de las que luego observamos en el trayecto hasta Vik, donde se supone debemos alojarnos. Y no, nada de Vik. La reserva la tenemos en Eyvindarhólar, pueblo que casi ni aparece en el mapa y hemos dejado 40 kilómetros atrás, así que antes de volver damos un corto paseo por la playa de arena negra de Vik, famosa por el perfil de los Reynisdrangur, tres promontorios en medio del agua con un perfil más picudo que el de una etapa reina del Tour. Según la leyenda son trolls convertidos en roca, y puede que ellos, tan malignos, tengan la culpa de que se enmarañe la búsqueda de nuestro hospedaje, hasta que ya pasadas las nueve accedemos a dos cabañas de madera construidas en un piedemonte de Eyvindarhólar, al lado de la pista que conduce al suroeste del glaciar Myrdals-Jökull y por la que paseamos después de cenar.

Alojamientos con derecho a cocina

Tercera noche en Islandia, tercer tipo de alojamiento y de nuevo complicaciones para dar con el sitio reservado casi medio año antes. En Keflavik (foto 1) dormimos y desayunamos (por primera y última vez a costa de la casa) en una guest house por completo anodina. El hostel de Laugarvatn (2) era mucho más elegante, espacioso y cómodo, con varios espacios comunes: cocina, comedor, bar-restaurante, biblioteca, sala de juegos...En Eyvindarhólar (3) ocupamos dos cabañas de madera, en Vallanes (4) una más y en Hvammstangi (6) otras tres, siempre en pleno campo, aunque en el último caso a sólo un par de kilómetros del pueblo. A esa distancia de Höfn se encontraba la guest house de Hafnarnes (5), destartalada por fuera, pero acogedora dentro. Desde la de Akureyri (7), ligeramente elevada, se llegaba enseguida a lo que con laxitud de criterio puede considerarse el centro de una ciudad, la cuarta de Islandia. Y los apartamentos de Reykjavik (8) estaban en el mismísimo corazón de la capital, a una docena de metros de la famosa calle Laugevegur.

 

Ocho alojamientos de distinto tipo, como corresponde a la variedad de localizaciones, pero con bastante en común: precios no disparatados, la imprescindible reserva meses antes del verano, lo complicado de dar con ellos si estaban lejos de núcleos de población, la utilización de la cocina por los clientes (generalizada ante las prohibitivas tarifas de bares y restaurantes), la amabilidad de dueños o encargados (cuando aparecían, ya que a veces conseguíamos la llave obteniendo una clave con el móvil) y la comodidad de camas e incluso literas, habituales en las cabañas. O cottages, que queda más fino.

19 de julio: Eyvindarhólar-Höfn

De glaciar en glaciar por el sureste

De camino otra vez a Vik, la población más meridional de la isla, llueve y hay rachas de viento, pero no tan fuertes como para disuadirnos de tomar el desvío que, a escasos diez kilómetros de Eyvindarhólar, conduce al glaciar Kötlujökull. Para la mayoría del grupo, es el primero que pisamos, aunque exagero al emplear ese verbo, ya que tan solo nos acercamos a una de sus puntas, donde flotan témpanos oscuros entre promontorios blanquinegros, un paisaje liminar, casi inquietante en comparación con la morrena de atrás, idéntica a los dibujos del viejo bachillerato. El glaciar nos fascina, tira de nosotros hacia su corazón helado. Querríamos explorarlo, pero no contamos con la equipación necesaria, cada vez hace más frío y durante el resto de jornada tenemos previsto husmear, ya que no hollar, otros.

 

Retomada la Ring Road, avanzamos entre coladas de lava y ramblazos de cantos rodados. El sol, que aparece y desaparece, varía los tonos azul del mar, a nuestra derecha, y marrón, verde y blanco de las montañas, a la izquierda. La belleza del paisaje, y tanto o más su contundencia, convierte la camioneta en una jaula rodante. Queremos parar, y lo hacemos de inmediato por partida doble. Primero para observar desde un mirador el glaciar Sekeiðarárjókull y luego para descender hasta la vaguada que forma en uno de sus extremos. Con tanto que ver, son casi las cuatro cuando comenzamos a comer en el solitario paraje de Sandfell, pocos kilómetros más al este, ya en el Parque Nacional de Skaftafell. Allí sólo queda una mesa de picnic para turistas junto a un pequeño cementerio, pero hasta 1973 hubo un villorrio fundado hace casi un millar de años y reconstruido en los siglos XIV y XVIII tras la erupción del volcán Grímsvötn. Como ocurre en muchos lugares de Islandia, una placa y un panel recuerdan a quienes lo habitaron, con especial mención de Þorgerdur, la viuda que tras perder a su marido Ásbörjn Henyangur-Bjarnson en el mar construyó allí la primera granja, según figura en el Landnámabók, el Libro de los Pobladores, joya bibliográfica del siglo XII que documenta las primeras familias, de origen nórdico, asentadas en Islandia entre los años 874 y 930.

 

El resto del día (sin noche, cuesta utilizar la palabra “tarde” al no poder acotar el espacio de tiempo comprendido en ella) lo dedicamos a ver más glaciares, aunque en realidad desde nuestro acercamiento al Sekeiðarárjókull sólo vamos y venimos del enorme Vatnajókull, que se extiende por el 13 % del territorio de la isla. En la especie de playa que forma donde tomamos contacto con el de Fiallsjökull sólo hay docenas de visitantes, pero Jökulsärlon, el cercano lago glaciar en que acaba el de Breiðamerkurjökull a orillas del océano, está tomado por cientos de personas, algunas guardando cola para surcarlo entre témpanos como iceberges y focas que se esconden de la marabunta bajo el agua. Nosotros, conociendo el percal, ni siquiera preguntamos por el precio. Debe ser una experiencia difícil de olvidar. Sí, ¿pero qué es fácil olvidar tratándose de Islandia?

 

Cuando reiniciamos el trayecto a Höfn son las nueve y al llegar, una hora más. En esta ocasión encontramos con facilidad la guest house y todo parece ir bien hasta que reparamos en que, de glaciar en glaciar, no hemos tenido tiempo de comprar pan. Afortunadamente, el dueño de la casa de Hafnarnes nos da, sin cobrarlas, un par de bolsas de pan de molde, y después de la cena concluimos la jornada admirando el estuario de Höfn, con ocasionales giros de cuello para divisar el Flájökull, otra lengua del imponente Vatnajökull, nombre que en islandés significa “glaciar de las aguas”.

Un país cada vez menos pesquero

Hay agua de sobra en Islandia. En estado líquido, sólido o gaseoso tiene ahora una reseñable incidencia económica, pero hasta hace un cuarto de siglo solo fue fundamental en el primer caso y, dentro de éste, en su forma más densa: el agua salada. Conforme avanzaba nuestro viaje constaté cuantísimo ha mejorado un país que de manera insconsciente, por mucho que hubiera seguido su deriva política, económica y cultural en la prensa, seguía creyendo pesquero. El que conocí en 1974, justo entre la segunda y la tercera “guerra del bacalao”, se redujo a barcos, peces, factorías, salazones, cadenas de frío...En el actual, con una economía más rica y diversificada, manda el turismo, sobre todo en verano, cuando apenas hay actividad en las lonjas.

 

De los ocho puertos que pateamos, en el de Keflavik (foto 1) subí, durante nuestras primeras horas islandesas, a la cubierta semicorroida de un pesquero con síntomas de abandono. La flota del de Grindavik (2) me parec moderna pero, empeñado en perseguir sombras del pasado, apenas le presté atención. Ya camino de Egilsstaðir, el puerto de Höfn (3) fue un visto y no visto, igual que un par de horas después el de Djupivogur (4), aunque en este caso por culpa del frío traicionero que nos asaltó al llegar. En Akureyri (5), donde de buena mañana estaban amarrrados tantos barcos dedicados al avistamiento de ballenas como pesqueros, presencié el complicado atraque de un gigantesco crucero cuya eslora casi ocupaba la anchura del fondo del fiordo Eyjafjördur. Al día siguiente no sólo era notable la flota pesquera amarrada en Dalvik (6), pueblo situado en la orilla oeste de ese mismo fiordo, sino el olor que impregnaba el muelle, tan intenso como el de los días de Grindavik. En el puerto de Hvammstangi (7) había además de barcos de pesca, una muy desafortunada reproducción, a modo de monumento antropológico, de la salazón tradicional de peces y mariscos. Reykjavik (8) tiene un reseñable pasado como plaza pesquera, pero no llegamos a apreciarlo, puesto que apenas nos acercamos al puerto nuevo tras sucumbir al encanto arquitectónico del centro turístico-comercial Harpa. El edificio, pretendidamente inspirado en las auroras boreales, se levanta junto al muelle de los guardacostas islandeses, orgullo nacional por la astucia y la valentia que demostraron frente a la poderosa Navy inglesa en la tercera “guerra del bacalao”.

20 de julio: Höfn-Vallanes

Playas negras y montañas de lava

Aprovisionados en un super antes de abandonar Höfn, desistimos de acercarnos al cabo Stokksnes y recorremos treinta o cuarenta kilómetros por una serpenteante carretera costera. Picudas montañas marrones, laderas con campos de heno recién empacado, un océano calmo y gris, el pedregoso delta del río glaciar Jökulsa i Lóni...y, de repente, mientras las nubes decienden cada vez con mayor rapidez, la playa negra de Eystrahom, primera parada del día. Como nosotros, unos pocos turistas observan araos aliblancos, fotografian el impresionante monolito rectangular que hay en la orilla u otean desde los peñascos la línea de esta parte de la costa islandesa, particularmente enigmática.

 

Más adelante la carretera discurre en paralelo a una barra que sobresale sobre el agua a escasos metros de la orilla. ¿Fenómeno de la naturaleza? ¿Obra humana? El grupo especula al respecto, pero llegamos a Djupivogur sin una conclusión. El pueblo, antaño especializado en la pesca del salmón, nos recibe con frío y viento. Solo apetece tomar algo caliente en el Langabud, bien conservado edificio de madera del siglo XVIII convertido en museo-bar, pero está repleto, igual que el galpón cercano donde se venden carísimas baratijas. Visitamos el puerto a la carrera, volvemos al coche y salimos sin decidir qué rumbo tomar. Podemos ir al norte por los fiordos que siguen al de Berufijördur, donde está el pueblo, o acortar por la pista que lleva a las montañas de Öxi, grafía casi calcada de la que ha hecho mundialmente famosa la palabra griega “no”, y que, mira por donde, en islandés significa “hacha”.

 

Tras optar por la segunda opción, la ruta va tomando altura con rapidez mientras surge un debate rodante sobre el “no” trucado en “sí” de Tsipras al ultimátum de Merkel y compañía. Como avisaba un anuncio radiofónico de medio siglo atrás, habría “mucho que hablar del bacalao Dimar”, pero no procede. Un asunto tan complejo, y de tan capital importancia, reclama un análisis sosegado en un escenario neutro, o al menos no tan impactante como el que estamos atravesando, por lo que, a mitad de los 600 metros de las Öxi, se abre paso primero el silencio y luego algo similar al pasmo tras abandonar la furgoneta. A nuestra espalda, la sinuosa pista de gravilla por la que hemos ascendido, varios picos nevados, pastizales pespunteados de pacas circulares de color blanco, monte bajo de intenso verde y el azul cobalto del fondo marino del Berufijördur. De frente, la inquietante sucesión de farallones grisáceos de estratos formados por coladas de ceniza volcánica entre los que se abre paso una catarata a la que no prestamos casi atención. Un impetuoso salto más. La Islandia acuática aparentemente infinita que, de una manera u otra, nos acompaña hasta que, sin dar las tres, llegamos a Vallanes, donde tenemos reservado alojamiento, no lejos de la ciudad de Egilsstadir.

 

Tras acabar las dos últimas botellas de Rioja en la comida, decidimos explorar la zona, peculiar por el lago Lagarfljót, estrecho y largo como un fiordo, y por el bosque “nacional” de Hallormsstaður, repoblado con hasta 50 tipos de árboles diferentes. En torno al primero y en el interior del segundo, donde abundan los abetos, hay senderos señalizados, pero nos decantamos por otro que, a través de una pendiente, lleva desde la orilla izquierda del lago hasta Hengifoss, cascada de 128 metros de altura que cae, imperial, sobre un fondo de estratos horizontales basálticos veteados de capas rojas de arcilla. El salto de agua ha ido creando un paraje espectacular que, en sentido contrario al de nuestra marcha, toma forma sucesiva de circo lunar, riachuelo brioso, cañón de ranura y, antes de la desembocadura en el Lagarfljót, otra cascada, la de Litlanesfoss, en este caso entre columnas basálticas, verticales y regulares, ligeramente parecidas a tubos de órgano. La excursión nos lleva algo más de dos horas, pero recorremos con cierta prisa el camino de vuelta a Egillstaðir. Falta poco para que den las nueve, hora de cierre los supermercados. A falta de vino, buena es la cerveza, incluso el placebo islandés de poco más de dos grados.

Banda con alien

Joanna, simpática propietaria de las cabañas de Vallanes, pasó a saludarnos mientras preparábamos la cena, y aprovechamos para interrogarle sobre la Islandia rural y sobre la posibilidad de contratar una excursión a la caldera volcánica de Askja (donde en la década de 1960 se entrenaron los astronautas estadounidenses del proyecto Apolo), algo que desaconsejó por las previsiones de ventiscas de nieve. Ella, sorprendida al toparse con semejante cuadrilla, también hizo preguntas. ¿De dónde veníamos? ¿Qué lazos nos unían? ¿Por qué viajábamos juntos? Éramos amigos, le explicamos: siete habían sido profesores antes de jubilarse, y cinco incluso compañeros en un instituto de formación profesional del cinturón de Barcelona. La conversación fue corta, pero quizás no tanto para que ella no acabara reparando en algunos rasgos personales.

 

Si la ocasión lo requería, Víctor (1) oficiaba de conducator, avalado tanto por su carácter resolutivo como por el manejo del wikiloc y del útil mapa de Garrigós (amigo suyo) que todos podíamos mirar pero apenas tocar. Mariaje (2), organizadora del viaje (billetes, hospedajes, trayectos, camioneta, manduca...), controlaba con similar eficacia el fondo en coronas islandesas y los pagos con tarjeta de los alojamientos, siempre atenta a las necesidades que iban surgiendo. Jorge (3) se había revelado una fuente inagotable de información, el tipo de conversador capaz de abordar, generalmente con humor, desde los temas de mayor enjundia a los más nimios. Pepa (4) rajaba menos, pero su afán por sacar el máximo partido de cada jornada y su mirada sobre Islandia y los islandeses, a menudo desarmante, obtenían notable eco. Gran amante del ciclismo, y cada tarde inquieto por lo que acontencía en el Tour, Luis (5) demostró tablas para representar, también con éxito, el papel de turista ciclotímico: cordial y renegón, entusiasta y desdeñoso, voceras y reservado, tan munificente en versos como en imprecaciones. Antonia (6) parecía darle la réplica con un estar complacido, activo y diligente, el propio de quienes en cualquier circunstancia, por complicada que sea, actúan en favor del grupo. A Menci (7) la contemplación de la naturaleza le provocaba un gozo que cabría catalogar de indecible sin su empeño en compartirlo y, cuando lo consideraba necesario, racionalizarlo para confrontar percepciones menos entusiastas. Del octavo pasajero (8) poco debo decir, si acaso que era el alien de la tripulación del Opel Vivaro, ya que no había vuelto a viajar en comandita desde el verano que siguió a la estancia en Grindavik, cuatro décadas atrás: por eso tendí a moverme con pies de plomo y de ahí la cara de palo en las dentonas fotos de a ocho.

 

La cuadrilla incluía una pareja de hermanos, otra matrimonial, dos viudas y dos abuelos. Cinco de los viajeros ya habían recorrido juntos otras partes del mundo (Vietnam, Sicilia, Benín...) y dos acababan de regresar de Estados Unidos, donde habían visitado el Parque Nacional de Yosemite y la ciudad de San Francisco. Del cuarteto masculino, un par eran ingenieros de formación y el otro, hombres de letras, que se decía antes (curiosamente, los únicos interesados en el deporte). Dos mujeres se habían licenciado en carreras de ciencias puras (Química y Biología) y las dos restantes, en una ciencia tan aplicada como aleatoria: gestión empresarial. En definitiva, una banda curiosa, por una vez con equilibrio de sexos, conocimientos e intereses, aunque más proclive a disfrutar en una central geotérmica que con el último disco de Björn.

 

Nacidos en Lleida, Guipúzcoa, Navarra, Salamanca, Ávila y Mendoza (Argentina) todos nos sentíamos catalanes en algún grado, sin olvidar que durante un tiempo, según Jordi Pujol, lo fueron todos cuantos vivían y trabajaban (o robaban, se sobreentiende) en Cataluña. Hablamos en varias ocasiones sobre el procès, e incluso discutimos, pero civilizadamente, con el ardor imprescindible para no aburrirnos, dada la firmeza de las convicciones de cada cual. Nada semejante al tremendismo con el que se despidió un líder independentista, ex-compañero de claustro, de las dos viajeras con las que se cruzó en el aeropuerto del Prat: tras el 27-S, predijo, la libertad o la Modelo. A miles de kilómetros de Barcelona y dos meses de los comicios, su disyuntiva sonaba extemporánea, pero nunca se sabe en qué, ni cuándo, acaba la erupción de un volcán, ya sea en Islandia o la Garrotxa.

21 de julio: Vallanes-Akureyri

Del desierto Hðlfsjöll al lago Mývatn

Retomada la ruta al norte, en la salida de Egillstaðir hay tres o cuatro autoestopistas, casi seguro islandeses por lo exiguo de su impedimenta. Los cicloturistas que avanzan con dificultad por la carretera sí que van pertrechados. Llueve a ratos y en ciertos tramos el viento amenaza con tumbarlos pero, igual que el resto de los que recorren la isla, se empeñan en cumplir etapas haga el tiempo que haga, la mayor parte en parejas, como la alemana, ya talludita, que plantó su mini-tienda al lado de las cabañas de Vallanes. Una con las que nos cruzamos podría ser la de unos amigos, el barcelonés Sergio Fernández Tolosa y la madrileña Amelia Herrero Becker, audaces viajeros por medio mundo y excelentes narradores de sus aventuras en libros, programas de televisión y la web “Con un par de ruedas”. (Ya en casa supe que habían llegado a Islandia un día después que nosotros y aún pedaleaban por parajes tan salvajes y hermosos como inaccesibles para el común de los mortales).

 

Pese a haber recorrido un centenar de kilómetros cada vez más desolados, el desierto de Hðlfsjöll constituye una sorpresa, otra más en un territorio como el islandés, tan diverso como juvenil geológicamente. ¿Quién puede esperar ese arenal negro tras las inagotables torreones de agua, los campos floridos y el alegre trote de la peculiar caballería islandesa por los herbazales? Son 900 km² de pura nada en verano y helado vacío en invierno. Hasta fines del siglo XVI los cubría un espeso manto vegetal, pero el proceso de erosión y desertización iniciado hace dos siglos ha resultado imparable. Y las causas, como se explica en unos paneles a pie de carretera, hay que buscarlas lejos en el tiempo y, de algún modo, también en el espacio: el mar de ceniza que siguió a la erupción del volcán Vatnajökul en 1477 y los sedimentos de piedra y arena depositados por las inundaciones que provocaban más tarde las explosiones en el glaciar del Jökulsá á Fjöllum. Precisamente, el río al que nos dirigimos, tras desviarnos por una pista de casi 40 kilómetros, para admirar su ruidoso desparrame en las cataratas de Deltifoss y otear, desde su ribera derecha, el largo cañón de herradura de Asbirgy, a través del cual desemboca en el mar de Groenlandia.

 

De nuevo en la Ring Road comprobamos que la vía fetén a Dettifoss es la que conduce a la otra orilla, pero ya da igual. El viaje exige un ritmo vivo, ahora toca llegar a la zona del lago Mývatn, donde en pocos kilómetros hay un muestrario casi completo de la iconografía turística islandesa: volcanes, campos de lava, picos nevados, una estación geotermal con piscina al aire libre y las calderas, solfataras y fumarolas de Námafjall y Hverir, donde comienza nuestro periplo entre efluvios malsanos. Luego comemos un plato combinado en la central geotérmica de Krafla (la primera vez que pisamos un restaurante) y mientras Antonia y Pepa se bañan en la piscina, el resto nos dirigimos al campo de lava de Dimmunbotgir, desde donde ascendemos hasta el enorme cráter del Hverfjall, lo que dicho así supone una redundancia, puesto que su nombre significa “montaña cráter”. Los expertos, que datan la erupción hace 2.700 años, lo consideran un cono volcánico perfecto, y a esa característica hay que añadir una privilegiada ubicación cerca del lago, con sus curiosos pseudocráteres, y de otras montañas volcánicas también de primoroso dibujo, como la que vemos de frente durante la bajada.

 

Con el grupo al completo y las bañistas contando maravillas, volvemos a la carretera. Akureyri es el destino final de la jornada, pero nos tomamos un tiempo para dilucidar el plan de ruta. ¿Vamos de un tirón? ¿Sin escala en Godafoss, la “catarata de los dioses”? Por lo general basta el firme deseo de ver o hacer algo de cualquier pasajero para que se convierta en realidad. Así hemos funcionado y así de generosos queremos seguir sintiéndonos. De no llevar cinco días en Islandia, y de no haber visto tantos saltos de agua, incluido Dettifoss unas horas antes, nos faltaría tiempo para desviarnos a Godafoss, pero esta vez la facción del no, mayoritariamente masculina, hace valer su criterio y hora y media más tarde entramos en el fiordo donde se asienta Akureyri. Mientras nos aproximamos al centro urbano, construido en el fondo oeste del Eyjafjördur, intento infructuosamente tararear la cancioncilla sobre la ciudad que martilleaba mis noches de borrachera en 1974. Fracaso, pero no me doy por vencido. Vamos a pasar dos noches en Akureyri.

Impronta religiosa en cemento, piedra y madera

Ni dos ni doscientos días, con o sin noche. Imposible seguir el rastro de esa huella sonora. Y mejor así. Mejor callejear por Akureyri sin interferencias del pasado. El que entrevimos en una primera incursión tras dejar los bártulos en la casa de huéspedes Amma no se asemejaba ni pizca al que imaginé escuchando la canción: cuatro casas, viento ululante, frío extremo y un puñado de personas moviéndose a paso lento entre la nieve. En realidad, Akureyri ya tenía entonces 8.000 habitantes (ahora 17.500) y el clima veraniego era tan bonancible como el de nuestra estancia. Y en cuanto a las casas, sin duda existían buena parte de las que, construidas en madera u hormigón, se alinean en una loma de aire californiano. Todas unifamiliares, pintadas de diferente color y en julio con jardines floridos.

 

No lejos de ese barrio residencial se levanta, sobre una colina a la que se accede por una escalinata, la iglesia de Akureyri (1), emblema de la “capital del norte”, pero sin la carga simbólica del gran templo islandés, la Hallgrimskirkja (2), o iglesia de Hallgrímur, en Reikyavik, llamada así en honor del pastor y poeta Hallgrímur Pétursson, autor de cientos de himnos en el siglo XVII. El peso histórico y el influjo social de la Iglesia Nacional de Islandia, evangélico-luterana y con una obispa como máxima autoridad actual, se percibe en la ambición arquitectónica de esos edificios de imponente piedra gris y en el privilegiado emplazamiento de otros menos ostentosos. Las iglesias de Vik (3), de techo rojo, y Dalvik (4), blanca con ribetes azules, se alzan en laderas junto al mar a modo de refugio algo más que espiritual, y las torres coronadas con una cruz constituyen la única referencia comunitaria en pequeños núcleos de población (5), e incluso destacan junto a espacios tan poco sacros como el camping de Hvammstangi (6).

 

La impronta religiosa abunda en Islandia. No sorprende detectarla en el recoleto cementerio de Sandfell (7), único rastro de la epopeya colonizadora de la viuda Þorgerdur, pero sí en pleno desierto de Hðlfsjöll, por donde transcurre la Biskupavördur (8), o ruta de los obispos, que remite a una disputa de comienzos del siglo XVI por una heredad que se extendía en la muga de dos de las cuatro regiones en que había sido dividida la isla. Ambos epíscopes consideraban suya la propiedad de un granjero muerto sin testar y, reunidos en las tierras del contencioso, decidieron resolverlo al estilo harrijoizale: mediante una competición de erección de túmulos. Por supuesto, el paso del tiempo los fue derribando, pero la leyenda, como tantas otras islandesas de mayor o menor sustento histórico, ha pervivído y ahora se puede atravesar el desierto siguiendo los túmulos de piedra reconstruidos en el itinerario llamado en inglés Bishops´ Cairns.

 

Aquellos señores obispos, seguro que de armas tomar, eran todavía fieles a la iglesia de Roma. Apenas unas décadas después Dinamarca, la potencia colonial, impuso la Reforma Luterana y desde entonces apenas ha habido hitos religiosos reseñables, excepción hecha de la creación en 1973 de la iglesia Ásatrú, basada en las ancestrales creencias, los belicosos dioses y los animados ritos paganos de Escandinavia. En esa curiosa religión, reconocida por el estado islandés, pensé el último día de nuestro viaje cuando, callejeando por Reikyavik, reparé en un individuo vestido con una extravagante doble túnica. En otro contexto habría pensado que se trataba de un fraile mendicante o un hechicero new age, pero su rostro le delataba como un gran bebedor y eso me hizo recordar que los rituales de la iglesia Ásatrú se basan en sacrificios, comilonas y brindis regados con abudante alcohol.

22 de julio: Akureyri

Parada y fonda en la costa norte

Sin etapa de viaje ni actividades programadas, el relajo reina en el comienzo de la jornada en Akureyri. Casi son las once cuando nos aventuramos por la carretera que bordea la orilla oeste del Eyjafjördur con la mera intención de acercarnos a la costa norte. Estaría bien llegar hasta Siglujörður o al menos Olafsfjörður, pero nos quedamos en Dalvik, a sólo 60 o 70 kilómetros. Y como tampoco tenemos muy claro para hacer qué, aparcamos cerca de la iglesia y subimos por el primer sendero que sale al paso. Da igual ese que otro, sólo importa el rumbo. Queremos ganar altura para disfrutar del paisaje a nuestras espaldas. En primer término, el moderno caserío de Dalvik y su puerto pesquero, con algunas granjas a la izquierda y una playa de guijarros en la pequeña bahía de la derecha. Luego, el estrecho brazo de océano, doblemente gris por el color de sus aguas y las espesas nubes bajas que hay encima. Y al otro lado del fiordo, una cadena de montañas de similar altura, forma y neveros de sugestiva geometría.

 

La primera parte del paseo termina en un riachuelo que corta el tupido musgo de un valle con crestas también blancas. Durante la vuelta, ya cerca del pueblo, reencontrarnos la chorlita gris que antes había planeado amenazante sobre nosotros en defensa de sus crías. Ahora nos controla desde un lado del camino en una vigilia tan encomiable como inútil. Durante la bajada hemos negociado un papeo, pero a base de pescado, nada de volatería, y mucho menos producto de una rapiña. Ya que estamos en Islandia, vamos a comprar filetes de bacalao y salmón en Akureyri y freirlos en la guest house. Pero antes debemos apresurarnos para comprar cerveza en la Vínbuðin de Dalvik. Ya son casi las tres de la tarde y las tiendas estatales de alcohol y tabaco sólo abren unas pocas horas al día. Finalmente, llegamos a tiempo, conseguimos las birras y de nuevo en Akureyri todo transcurre según el plan previsto, excepción hecha de la tufarada a fritanga que asciende desde la cocina subterránea hasta el resto de la casa. El pescado no es fresco, pero sí muy sabroso y a un precio menos caro de lo que pensábamos. Son casi las siete cuando nos levantamos de la mesa.

 

La ciudad ya ha echado la persiana al día laborable. Sus habitantes se recluyen en casa o se desperdigan por bares y restaurantes, una moderna biblioteca que hay junto a la calle principal o las piscinas de agua caliente. Nuestra congregación también se disgrega: siesta tardía, paseo junto al fiordo, repaso del correo, lectura de la prensa digital... Pensada como punto de partida de alguna incursión al corazón más salvaje de la isla, Akureyri ha derivado en simple parada y fonda. El viaje ha cambiado el paso. Ya no avanzamos ávidos y como a zancadas, en permanente deslumbramiento. Es como si nos diéramos por satisfechos no sólo por lo que vemos, sino por lo que podríamos llegar a ver si tuviéramos menos años, más capacidad de gasto, una camioneta todoterreno, conocimiento profundo de la tierra y la cultura islandesa...

 

Finalizo la jornada refitoleando por las cercanías de nuestro alojamiento, y no me resisto a seguir las señales que conducen a las casas-museo de dos escritores de la región. En la primera, Daviðshús, de inspiración racionalista, residió durante décadas el novelista y poeta Davíð Stefánsson. En la segunda, Sigurhæðir, construcción en madera de 1903, vivió el también poeta, dramaturgo y pastor luterano Matthías Jochumsson, fallecido en 1920. Para entonces, Stefensson, nacido 25 años atrás, debía haber recitado a menudo el poema, escrito por Jochumsson en 1874 para celebrar los mil años de poblamiento de la isla, que acabaría convirtiéndose en el himno islandés. Unos versos sin duda insólitos en el de por sí estrambótico himnario patriótico universal, como demuestra la primera de sus tres estrofas, única que se acostumbra a cantar:

¡Oh, Dios de esta tierra! ¡Oh Dios de esta tierra, Señor!

Adoramos tu santísimo, santísimo nombre.

Todos los soles te imponen una corona.

Tus legiones son las eras del tiempo.

Porque para Ti un día son mil años,

y mil años, sólo un día.

Una flor de eternidad que llora una lágrima.

Reza a su Dios y muere.

¡Los mil años de Islandia!

¡Los mil años de Islandia!

Una flor de eternidad que llora una lágrima.

Reza a su Dios y muere.

La Islandia de los libros

La acendrada religiosidad y el aliento poético del himno confirma la pasión islandesa por la escritura. Antes de programar nuestro viaje, sólo había leído un par de autores contemporáneos, pero tenía noticia de la pujanza de una literatura por completo excepcional tratándose de la lengua de un país de 330.000 habitantes, más o menos los de una ciudad como Valladolid. Por supuesto, existen explicaciones del fenómeno. Las sagas y la tradición mitológica transmitida de generación en generación constituyen un venero incomparable. La práctica entusiasta de la lectura permite acortar, o como poco acotar, la larga noche invernal. Y seguro que supone un estimulo en toda regla el reto de reelaborar literariamente el flujo cotidiano de la existencia en un entorno natural tan extraordinario. Todo eso se entiende, pero aún así sorprende la variedad y calidad de las letras islandesas. Incluso hay notables escritores de novela negra (con el superventas Arnaldur Indridason de mascarón de proa) que han dejado en mal lugar a colegas que, como Einar Örn Gunnarsson, estaban convencidos de que resultaba imposible ese tipo de ficción en un país en el que los habitantes se conocen entre si y lo saben casi todo de los demás, como argumenta en La isla secreta. Un recorrido por Islandia (foto 1), el libro con el que Xavier Moret ganó el premio Grandes Viajeros en 2002.

 

Cuando programamos nuestra expedición había leído ese libro y a dos autores del país. De la novela del primero, Ólafur Ólafsson (2), apenas recordaba el título, Camino a casa (3), y que no transcurre por completo en la isla. La otra me había gustado mucho. Incluso sabía algo de quien la había escrito: Gudbergur Bergsson (4). Nacido en ¡Grindavik!, residente durante décadas en Barcelona, pareja del editor Jaime Salinas y amigo de Ferrater, Barral y Gil de Biedma (quien le llamaba Han de Islandia), ya era uno de los narradores más destacados de su país cuando publicó en 1997 la “bionovela”, según definición propia, Faðir og móðir og dulmagn bernskunnar, literalmente, “El padre, la madre y el misterio de la infancia”. Siete años más tarde apareció en español como La magia de la niñez (5), sin que el título dejara traslucir la soberbia rememoración de los primeros años de Bergsson en unas condiciones materiales y afectivas durísimas. De sus páginas aún guardo memoria del dramático desenlace de la caminata que realizan la madre del autor, aún niña, y su abuela, acarreando una máquina de coser y pesados bultos desde Keflavik hasta Þorkðtlustaðir, el barrio de Grindavik donde trabajé. Un penoso trayecto por el malpaís islandés que, como cualquier zona kárstica, da la sensación de ser llano, pero está repleto de agujeros y hoyos y es mil veces más largo de lo que parece”.

 

En La magia de la niñez se dice que ese territorio “es gris cuando el cielo está azul, pero cambia de color, igual que algunos animales, y se torna verde bajo la lluvia y el cielo plomizo”, descripción válida para el escenario próximo a Reykjavik en que se desarrolla El concierto de los peces (6), libro con el que intenté paliar mi desconocimiento de la cultura islandesa antes de emprender el viaje. Curiosamente se trata también de una recreación de la infancia, aunque antitética de la de Bergsson: alegre, con ramalazos surrealistas, repleta de personajes maravillosos e impregnada de una irreverencia tan zumbona como demoledera. Gracias a esta extraordinaria narración de Halldór Laxness (7), premio Nobel de 1955, entendí que el carácter islandés incluye la extravagancia como componente sustancial, aunque por fortuna ya nunca se expresa con la ferocidad que aletea por la Edda Menor (8), el clásico islandés de Snorri Stúrlusson (9), él mismo un extraordinario personaje del siglo XIII, que dejé a medio leer poco antes de subir al avión de Vueling con destino a Keflavik. La poesía éddica, los escaldas, la versificación partida, el olimpo nórdico, los héroes, los monstruos, las brujas, los enanos...Uff. Difícil, muy difícil, el paladeo de la gran literatura antiguo-islandesa sin pertenecer a la estirpe lectora de los Gigantes de la Escarcha o, como mínimo, a la Sociedad Mundial de Amigos de Jorge Luis Borges.

 

De nuevo en casa, sí pude leer, y con fruición, Entre cielo y tierra (10), novela publicada en 2007 con el título original de Himnaríki og helvíti, o sea, cielo e infierno. Una fascinante narración de Jón Kalman Stefánsson (11) que se desarrolla a comienzos del siglo XX (como la de Laxness) en pequeñas poblaciones de los fiordos del noroeste, única zona de la isla que no llegamos ni a otear. Hondura y lirismo. Detallada reconstrucción de un tiempo no lejano en el que el mar dictaba inapelables sentencias. Pasión narrativa. Prosa deslumbrante. Fidelidad a la vida y la literatura. Todo eso hay en Entre cielo y tierra. Y además, brillantes apuntes sobre el país: “La mayor parte de los pueblos islandeses se construyeron sobre huesos de bacalao, que son los pilares de la bóveda de los sueños”. “El mar a un lado, montañas rotas y altísimas al otro: he aquí toda nuestra historia”. “En Islandia no hay nada que ver, sólo montañas, cascadas, terrenos agrestes cubiertos de hierbajos, y esa luz que puede atravesarte y convertirte en poeta”.

 

Para cuando los británicos Wystan Hugh Auden (12) y Louis MacNeice (13) llegaron a Reykjavik en plena guerra civil española ya eran poetas, jóvenes poetas, pero el país les impactó tanto que decidieron escribir al alimón uno de esos libros de viaje que los especialistas tildan de “originales” porque rebasan límites o retuercen normas que solo ellos establecen. Con su Cartas de Islandia (14) pretendía también inspirarme para redactar esta crónica (¿?), pero la edición española del año 2000 está descatalogada y las raras opciones de descarga online huelen a chamusquina. Así que, mientras busco el modo de leerla, he decidido hincarle el diente a Lo que tengo que contarte (15), novela de la pamplonesa Julia Montejo que pivota sobre una matanza de 32 balleneros vascos en 1615, que ya inspiró uno de los álbumes de la serie Justin Hiriart (16), de Fructuoso y Harriet, en la década de 1980. En el cuarto centenario de aquella despiadada cacería al hombre por los fiordos del noroeste, durante la primavera se celebró un congreso en la Biblioteca Nacional de Reikyavik y se instaló una placa conmemorativa frente al Museo de la Brujería en Hólmavík. Justamente, y por contarlo todo, la localidad en la que Lola Clavo, hija de Maite, amiga y colaboradora de La Simiente Negra, participaba mientras nosotros viajábamos por el país en un encuentro de jóvenes cineastas independientes que concluía con el Turtle Filmfest Hólmavík. El festival de cine de la tortuga. Nada de ballenas ni balleneros. Ni arpones. Ni sangraderas. Cine de rompe y rasga en el noroeste de Islandia...

23 de julio: Akureyri-Hvammstangi

Turistas, caballos, fiestas, fútbol...

De camino al puerto durante un corto paseo matinal, me sorprende la actividad que se despliega frente al hotel Edda, donde media docena de empleadas uniformadas acarrean maletas hasta dos autobuses mientras los clientes japoneses tiran las últimas fotografías. Reina un ritmo frenético, impropio de la hora y de Akureyri, pero las jovencísimas doncellas (¿todavia se dice así tratándose de un hotel?) parecen pasarlo bien. Serán estudiantes que aprovechan el verano para ganar algunas coronas, como las decenas de adolescentes e incluso niños que realizan sencillas tareas en gasolineras, supermercados y cámpings. Se toma pronto contacto con el trabajo en Islandia. Debe tratarse de una herencia de los tiempos duros, aunque dudo que ahora se repita algo que me chocó en Grindavik: cuando las capturas de bacalao eran extraordinarias, cerraban la escuelita para que los niños ayudasen a las mujeres, los viejos y los pardillos que currábamos en la cadena de salazón. Los hombres del pueblo, y otros venidos de quién sabe dónde, estaban todos embarcados, y de vez en cuando las pasaban tan canutas como los pescadores de Entre cielo y tierra.

 

En el puerto hay una mastodóntica nave en plena maniobra de atraque. Se trata de un crucero que acaba encajado en uno de los muelles del estrecho fondo del fiordo, pero no me espero a comprobar qué pasaje transporta. Debo volver con el grupo. Es hora de desayunar, recoger el equipaje, despedirnos de Teo (el baranda de la guest house, tan contento de habernos conocido como de librarse de nosotros) y seguir hacia el oeste. ¿El oeste? No. Nanay. Ya en ruta la facción femenina propone por sopresa ir a Godafoss, y lo hace con tal énfasis que Víctor, con quien alterno la conducción de la Opel, se detiene en un arcén y cambia de dirección. Cuando una hora más tarde llegamos al lugar lo encontramos tomado por la marabunta rusa que surca los mares árticos en el megacrucero. Las cataratas son musicales, caudalosas, anchas, con dos cuerpos de excepcional simetría. Espectaculares, cierto, pero ¿tanto como para, habiendo ya estado en varias, dar la vuelta para visitarlas a riesgo de que te peguen un codazo en el hígado o sintiendo el aliento de un prójimo en el cogote?

 

El regreso a Akureyri no depara sorpresas, y tampoco la carretera que conduce hasta nuestro próximo destino, distante 200 kilómetros. Atravesamos una zona montañosa, luego otra de marismas y por último una llanura donde hay granjas desperdigadas y abundantes caballerías pastando en pequeños grupos. El trayecto es tan anodino, por no decir aburrido, que sólo realizamos una leve parada a petición de Antonia y Menci, que llevan días queriendo acariciar los peculiares caballos islandeses, retacos pero fortachones, de crin vistosa y con un trote característico llamado toet, ideal para las excursiones. Cuando llegamos a la pequeña localidad de Hvammstangi, otra vez junto al mar, las casas están decoradas en azul, rojo, amarillo y naranja, según calles o barrios. Como en anteriores ocasiones, nos cuesta dar con las cabañas que tenemos reservadas pero las idas y vueltas sirven en esta ocasión para enterarnos de que celebran una fiesta y de que el programa incluye un concurso de pasteles con degustación pública.

 

Nos alojamos a un par de kilómetros del pueblo, junto a un cámping, una iglesita, un campo de fútbol y un cercado donde corretea, sin ahorrar cabriolas, una yeguada de doce o quince briosos ejemplares. El sitio es ideal para dormir, sólo para eso. Tras la apañada comida-cena no tenemos nada que hacer y antes de las ocho ya pululamos entre las mesas al aire libre en las que aún quedan porciones de dulces preparados según la cuatricomía festiva, imperante también en los disfraces de los niños y algunos adultos. La repostería, según quienes la prueban, bascula entre insípida y empalagosa. Los gorjeos de un grupo musical con guitarra y batería apenas depiertan interés entre las decenas de personas que han respondido a la convocatoria frente a la casa consistorial. El ambiente es relajado y familiar, recatado como una cuchipanda parroquial. Cuando al cabo de un cuarto de ahora caminamos hacia el puerto, me asalta el recuerdo de las borracheras salvajes en el Festi, la discoteca de Grindavik. Durante los fines de semana solían actuar grupos de rock duro y, ya de madrugada, bailábamos una suerte de anticipado pogo sobre una pista repleta de botellas vacías de brenivin, whisky y ginebra. El estado tenía entonces el monopolio del alcohol, a la venta sólo en días concretos, y durante la mañana del viernes pasaba por la factoría un propio al que encargábamos la priva que íbamos a consumir antes de ir al Festi y una vez allí, donde los precios eran desorbitantes, tras haberla introducido escondida entre la ropa de invierno.

 

Seguro que ahora también se bebe con ganas en Islandia, pero nosotros no lo hemos hecho, ni hemos visto hacerlo. Diríase que la templaza se ha abierto camino en una sociedad históricamente proclive a la ingesta desaforada de alcohol, a la borrachera como paliativo de la soledad, el frío, la oscuridad, la muerte acechante en el mar. Existe un indicador: lo generalizado de la práctica deportiva y, en paralelo, el reconocido nivel del balonmano, el baloncesto y ahora también el fútbol islandés. Durante el viaje hemos visto en cada pueblo, por pequeño que fuera, campos como el aledaño a las cabañas de Hvammstangi donde, al regresar hacia las 23 horas siguen jugando un grupo de niños y niñas. Un cuarto de hora después un haz de luz naranja ilumina la entrada del fiordo, quién sabe si en honor del barrio ganador del concurso de pasteles...(Nota quizás ilustrativa: pocos años antes de la pavorosa crisis bancaria que los arruinó en 2008, los ricachos islandeses compraron equipos de la Premier, entre ellos el West Ham y, en plena enajenación construyeron estadios de fútbol como el de Grindavik, con capacidad para 2.000 espectadores en un pueblo de entonces 1.500 habitantes. En Islandia, en España y en cualquier parte del mundo donde corra, o haya corrido, alegremente el dinero hay tres burbujas siempre entrelazadas: la bancaria, la inmobiliaria y la futbolística).

Ventanas y más ventanas

Viajar en sentido contrario a las agujas del reloj resultó nuestra primera chiripa. Ese cara o cruz antes de reservar alojamientos nos libró de una semana seguida de viento, lluvia y frío, según contaron dos decepcionadas portuguesas que recorrían la Ring Road en el otro sentido. Pese a que hubo días y momentos, tuvimos la fortuna de disfrutar de los mejores al principio, cuando todo nos hacía los ojos chiribitas. Entonces la naturaleza captaba toda nuestra atención, pero conforme pasaron las jornadas hubo otros aspectos de Islandia en los que, según los intereses de cada cual, fuimos reparando. Desde las existencias en los supermercados hasta los cultivos hidropónicos, el aprovechamiento de la energía geotérmica en la vida doméstica o la tendencia al sobrepeso de los jóvenes, muy evidente en el caso de las mujeres.

 

Cabe echar la culpa de esto último a las cadenas de de comida rápida, con una de los cuales topamos nada más salir del primer alojamiento en Keflavik. Posiblemente no me hubiera fijado en ella de no ser por su nombre, “Hlölla bátar”, que hace referencia al tipo de grandes bocadillos o sandwiches a los que denominan “barcos”, y de ahí bátar, plural de bátur, o sea, barco. El establecimiento, de una única planta, como tantos edificios de Islandia, tenía una docena de ventanas, número a todas luces (¡¿?!) tan excesivo que algunas habían sido inutilizadas (1). Fue mi primer escrutinio de las construcciones del país, mejoradas respecto a lo que recordaba y con muchas, muchísimas, ventanas de considerable tamaño. Gran productor de aluminio, el país debe beneficiarse de una carpintería metalizada a precios asequibles...

 

Las sumarhús o casas de verano constituyen una peculiaridad islandesa tan fácil de detectar como imposible de tipificar, ya que las hay de variados tamaños, ubicaciones, materiales y estilos. La primera que observé, durante una parada camino de Laugarvatn, era de madera y había sido levantada en la ribera de un río, con tejado rojo de dos aguas y porche circundante, junto a dos jóvenes abetos (2). Techados similares tenía el grupo de edificios de una granja situada no lejos de Eyvindarhólar (3), donde pasamos la tercera noche. La altura de sus almacenes y silos, los bosquecillos cortavientos, la variedad y tamaño de la maquinaria agrícola, las pacas en perfecta alineación y envueltas sin una arruga...el conjunto, visto también a distancia, sugería orden y productividad durante los días felices del verano. Por lógica también los de mayor actividad en la peluquería instalada en un sencilla edificacion prefabricada a la entrada de Höfn (4), pueblo ubicado junto al estuario que forman los ríos glaciales provenientes del Vatnajokull, único navegable del país.

 

Navegable es, como muchos otros, el fiordo de Akureyri, donde la casualidad compuso una suerte de temporama islandés: la casa-museo de Matthías Jochumsson y a menos de cien metros, el crucero turístico cuyo nombre prefiero seguir ignorando (5). También cabía interpretar en clave histórico-económica el agudo contraste entre la vieja edificacion azul aún habitada cercana al puerto de Hvammstangi (6) y la segunda residencia de algún potentado amante del acero corten que vimos, al día siguiente, en una zona rural de la península de Snæfellsnes (7). Esa tensión entre lo viejo y lo nuevo alcanza su máxima expresión en Reikyavik, que ha crecido extraordinariamente en barrios periféricos con construcciones de varias alturas, pero que aún conserva, en torno a la céntrica calle de Laugavegur, otras antiguas con resonancias modernistas como la de la fotografía (8).

24 de julio: Hvammstangi-Reykjavik

Aproximación al volcán Snæfellsnesjökull

No hay más plan para el último día en ruta que llegar a Reykjavik. El viaje, tan intenso en sus comienzos, acaba al desgaire, sin otra intención que aproximarnos al volcán Snæfellsnesjökull, donde inician la bajada al centro de la tierra los personajes de Julio Verne. Si fuéramos a acabar en Stromboli, seguro que alguien propondría precipitarnos por el cráter para escudriñar las entrañas del planeta, pero hace décadas que no leemos novelas de aventuras. Nuestro periplo islandés está terminando. Mejor despedirlo con un baño en las piscinas naturales del valle de Reykholtsdalur, por donde debemos pasar camino de las fuentes termales de Deildartunguhver. Sí, mucho mejor, solo que no damos más que con un balneario de pago, así que seguimos hasta los manantiales, poco espectaculares, pero que propician una peculiar combinación de formaciones rocosas y vegetación, incluido un helecho desconocido en el resto de la isla. De ese agua, la de mayor flujo en su clase de Europa, se surten los invernaderos aledaños y también, tras ser canalizada un centenar de kilómetros, los sistemas de calefacción de Akranes y Borgarnes. La visita no da mucho de sí, pero nos vamos con tomates para la cena y la mirada agradecida del perrillo que reclama pitanza y carantoñas a los turistas.

 

Cerca de Deildartunguhver nació, vivió (cuando no adulaba o conspiraba en la corte de Oslo) y fue asesinado en 1241, a los 62 años, Snorri Stúrlusson, autor no sólo de la Edda Menor, sino también de las sagas sobre reyes noruegos reunidas en la monumental Heimskringla, fuente de inspiración de Julio Verne. La mejor adaptación cinematográfica de su Viaje al centro de la tierra la protagonizaron el lechugino Pat Boone y el turbio James Mason en 1959, cuando los viajeros de la Opel Vivaro éramos unos pipiolos asombradizos, condición en cierta manera recuperada durante los primeros días en Islandia. Ahora, de vuelta a nuestro ser, un pelín resabiado e inevitablemente sesentón, el cuerpo sólo pide otra parada para estirar las piernas. Y eso es lo que hacemos, ya en la península de Snæfellsnes con la intención de llegar hasta unas cataratas que divisamos de frente. Son casi las tres de la tarde y nadie ha mencionado la palabra “comer”. ¿Qué nos pasa, doctor?

 

Tras una hora de marcha por un valle que se abre a un campo rebosante de algodoncillos floridos damos la vuelta cuando el agua encharcada impide avanzar hasta el salto del que procede. Para entonces el tiempo se ha echado encima. Solo nos queda el suficiente para aproximarnos al volcán Snæfellsnesjökull y verlo, a lo lejos, desde la carretera de la vertiente norte que comienza junto al puerto de Olafsvik. En realidad, se trata de un avistamiento fallido porque ascendemos ocho o diez kilómetros, paramos en un recodo, tiramos unas cuantas fotos y nos damos la vuelta habiendo solo columbrado el pico entre las nubes. Luego vamos a Olafsvik y desde allí cruzamos la península para tomar la dirección a Reykjavik, donde llegamos tras recorrer unos 150 kilómetros por un territorio insulso, llano y crecientemente urbanizado conforme bordeamos los fiordos de Borgarfjörður y Hvalförður. Hay bastante tráfico, pero el acceso a la capital resulta fluido. También aparcamos con facilidad cerca del céntrico alojamiento que hemos reservado. Ahora sí tenemos hambre, toca preparar la cena, dar buena cuenta de ella y, puesto que es viernes, salir a comprobar qué queda de la famosa noche reykiavikesa de la última década del siglo XX, cuando la frecuentaban estrellas de rock, escritores, cineastas y borrachuzos adinerados de las dos orillas del Atlántico.

Alfombrados de flores silvestres

Según quienes se animaron a husmear en la calle Laugavegur, que desde hace siglos pulsa el latir del país, la animación era notable, la gente bebía en el exterior de los bares, se veían numerosos turistas...Lo que cabía esperar en una cálida noche de verano nórdica. Claro que también yo debería haber previsto, pero me cogió del todo por sopresa la cantidad, variedad, extensión y espesura de herbazales y arbustos rebosantes de flores que vimos durante buena parte del viaje. Una apotéosis de formas y colores en terrenos volcánicos fácil de imaginar azotados durante meses por la cellisca. Musgos y brezos entre coladas de lava. Mantos vegetales sobre estratos de ceniza. Tomillo en los intersticios de columnas de basalto... Todo eso sin contar henares y otros campos de forraje donde primaba el verde. Por supuesto, también bordeamos el traidor karst, cruzamos por carretera enormes ramblas pedregosas y desiertos de grava, paseamos por terrenos negros, grises y rojizos con formaciones de lava que atestiguaban erupciones recientes. Llegamos a sentir la huella de la Islandia invernal, intuimos el yermo gélido en que se convierte. Pero solo eso. Recorrer en julio la isla por su perímetro garantiza, si no buen tiempo, alfombrados sucesivos de flores silvestres.

 

Por contra, apenas hay bosques en Islandia, y casi todos son abetales, como el plantado en una zona próxima a Geysir, donde también observamos, ya el primer día de nuestra estancia, algunos abedules, única especie árborea autóctona (1). En la jornada siguiente, durante la parada en Selfoss dimos un corto paseo junto al impetuoso Ölfusá, en cuyos riberas había más abetos y tupidos matorrales entre los que sobresalían unas vistosas flores violetas que abundan en el país (2). Los pastizales de la granja Vorbær (3), situada algunos kilómetros más allá de Selfoss en dirección sureste, tenían una cenefa multicolor, como todos los del sur del país (3). Las mismas, o parecidas, hierbas, matas y flores crecían a tropel kilómetros a la redonda de cataratas como la de Seljanlansfoss (4), y no sólo allí sino también en los márgenes de la Ring Road, como ocurría en una curva (5) situada cerca del centro de interpretación del volcán Eyjfjalla, junto al que se extendía, tocando al océano, una enorme superficie de altas flores amarillas, puede que cultivadas (6). Esa sensación de contemplar campos floridos hasta donde alcanzaba la vista se repitió en el de diente de león fructificado cercana a las cabañas en que nos alojamos en Eyvindarhólar (7) y, ya el penúltimo día, frente a las cataratas de la península de Snæfellsnes, a las que no pudimos llegar por un terreno inundado y rebosante de algondoncillos (8). Las flores de algondoncillo, como las que se movían al viento junto a un botón de oro (9), crecían a menudo entre abundante cola de caballo, igual que las de diente de león y geranio silvestre (10). Tampoco era extraño encontrar tomillo (11) y collejas (12) en lechos de piedra o margaritas (13) y amapolas árticas (14) en otros de ceniza. Y no faltaban flores que, como la angélica (15), parecían arbustos y arbustos en plena floración, como el sauce llorón (16).

25 de julio: Reykjavik

Entre el pescado fresco y el latín

La jornada de despedida en la capital comienza con un paseo en grupo por el centro y sigue con una desbandada que acaba llevándonos a todos al puerto moderno, atraídos por el luminoso centro cultural Harpa (premio Mies van der Rohe de 2013) y el drakkar vikingo recreado por el escultor Jon Gunnar Arneson. Algo más tarde también coincidimos en la Hallgrímskirkja, el icono la iglesia luterana construido entre 1945 y 1986 en una colina cercana a donde hemos dormido. Su aire de cohete espacial parece evocar el espíritu aventurero de los islandeses, rememorado tanto en la escultura de acero del drakkar, llamada con toda intención Sólfar (“viajero del sol”), como en la de granito que, frente a la Hallgrímskirkja, rinde tributo a Leifur Eriksson, segundo hijo de Erik el Rojo y primer europeo en alcanzar las costas americanas a través de Groenlandia allá por el año 1000. La estatua, regalo del gobierno estadounidense con motivo del milenario del Alþingi, es de Alexander Stirling Calder, hijo de Alexander Milner Calder y padre de Alexander (Sandy) Calder, todos escultores y el último famoso por sus creaciones móviles.

 

La estatua de Leifur Eriksoson, pétreo concentrado de épica y testosterona, no tiene nada de móvil, ni tampoco asomo de la vivacidad, colorido, desinhibición y firmeza que transmite la muchedumbre congregada a su alrededor para iniciar una marcha en defensa de la libertad de las mujeres para vestir como les venga en gana, sin que su atuendo ímplique invitación o consentimiento sexual. A la convocatoria del SlutWalk (“paseo de fulanas” o algo así, nombre de un movimiento feminista que hace chirigota de la insultante recomendación de un jefe policial de Toronto en 2011 para evitar violaciones) han respondido unas 2.000 personas de ambos sexos, pero las que más se dejan notar son las chicas jóvenes que proclaman su activismo con poca ropa o atuendos, actitudes y pancartas nada convencionales (por emplear un adjetivo sin connotaciones sexistas). Dado el censo, el número de manifestantes no sólo representa un éxito en comparación con los SlutWalk de otros países, sino también una muestra del empuje progresista en buena parte de la sociedad islandesa, la primera que, al margen de gobiernos e instituciones, se movilizó para acoger refugiados sirios. Entre finales de agosoto y primeros de septiembre diez mil personas ofrecieron sus hogares en un ejemplo de generosidad que cobra aún mayor relevancia si se considera que, durante la década de 1940, en la negociación para instalar la base estadounidense en Keflavik las autoridades de entonces exigieron que no hubiera soldados negros.

 

De nuevo en ochote, malcomemos en un céntrico bar-restaurante sólo reseñable por su sonoro nombre afrocubano. Luego deambulamos por unas calles de lo más animadas, pero nos cansamos pronto y como los bares, algunos con terrazas (¡en Reykiavik!), están repletos, acabamos en el Ayuntamiento, donde se exhibe una gran maqueta de Islandia. Algún compa hasta echa allí una cabezadita en unos sillones mientras Pepa y yo volvemos al Babalú a reunirnos con Einár, que estudió cine en Barcelona y trabaja ahora como camarógrafo free-lance. Precisamente ha estado cubriendo el SlutWalk con unos periodistas chinos, y no ha quedado libre hasta las seis. A la cita también se une su novia, una chica argentina, y los dos responden a nuestras preguntas sobre Islandia. Las condiciones de vida, cuentan, resultan cada día más difíciles para los jóvenes, pero no se ha reducido la alta tasa de natalidad, a la que van a contribuir en pocos meses con su primer hijo. Einár considera que en su país hay ahora mayor desigualdad por la carestía de la vida, los insuficientes salarios, la precaridad laboral y la reciente instauración del copago sanitario. Pero modula sus críticas. No sería elegante enfatizarlas conociendo la realidad española. Por supuesto, se muestra orgulloso de la reacción popular que en 2008 impidió que toda la población pagara por los desmanes cometidos por media docena de sedicentes banqueros. Y también tan preocupado por el galopante crecimiento del turismo que incluso baraja la conveniencia de cupos restrictivos durante el verano.

 

A nosotros nos toca ya dejar la isla. Tras despedirnos de Einár y Marí Ángeles, picamos algo con los amigos, recogemos las pertenencias guardadas en la guest house, nos subimos a la Opel y enfilamos hacia Keflavik. El viaje ha respondido con creces a nuestras expectativas. No cabe esperar más circulando sólo por la Ring Road y tomando cortos desvíos. Estamos contentos con todo lo visto y vivido. Pero apenas hemos vislumbrado Islandia, en verdad extraordinaria por clima, territorio, población, historia, cultura y dinamismo social. Un destino que, más allá del obvio condicionante del dinero, reclama una larga estancia. Si vas solo para ocho días, no pasa uno sin planear el regreso. En mi caso, para visitar lugares que quedaron a trasmano y para realizar actividades que no cupieron en nuestro programa, como contemplar el Alþingi, cruzar la zona volcánica de Askja, caminar por la garganta de Asbirgy, avistar ballenas cerca de Husavik, recorrer los fiordos orientales...y, en definitiva, conocer algo más de un soprendente país en el que, según Halldór Laxness, “donde termina el pescado fresco empieza el latín”.

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