VIAJES /// Tumbos

Diarios del camión (IV)

Cuarenta días por México en 1982

>>Mérida, 26 de noviembre, viernes

 

Hoy hace un mes que llegué a este país, cada día más desvelado por mis ojos, más comprensible para mis oídos y más enigmático en mi modesto cerebro navarro. El viaje está in crescendo. Al acercarme al mar han desaparecido las molestias que sufría desde hace varias jornadas. Igual es cosa de la altura. O simplemente del sol, del que me proclamo ferviente adorador. Por cierto, poco a poco me voy despellejando, desaparece el moreno del Pacífico. Me quedan, a partir de mañana, seis días para recobrarlo en el Caribe. Después, el reventón de despedida en casa de A. y a…Barcelona. A Menci, sobre todo a Menci. Con un poco de organización podremos pasar toda una semana juntos. Tengo ganas de sentirla entre mis brazos y de quererla por dentro. Esta tarde pensaba en qué gran medida nuestro amor ha sido alimentado, y salvado, por la palabra, por nuestra convicción de que hablar era siempre necesario, por mucho que no diéramos con las expresiones justas o de que dudáramos de que correspondieran a nuestros verdaderos sentimientos o temiéremos herirnos el uno al otro. Al menos en esto se hace evidente nuestro sustrato cristiano: en el principio era el verbo.

 

El día de hoy ha vuelto a comenzar mal y ha terminado bien. Por la mañana no he encontrado unos huaraches a mi gusto, así que he debido adentrarme en la península del Yucatán con los botines de cuero. Luego, me he aventurado a buscar por la carretera general, distante unos 30 kilómetros de Palenque, un camión para Mérida. Me ha costado, pero finalmente, a primera hora de la tarde, he podido montar en uno a 60 o 70 kilómetros de mi punto de partida, dentro del término de una de las muchas poblaciones que tienen el nombre del revolucionario Zapata.

 

En la primera hora del trayecto he leído la Canastilla de cuentos mexicanos, de Bernard Traven, una obra en la que se desentrañan aspectos interesantes del alma india, aunque lastrada por el barniz entre didáctico y naif de ese extraño autor, supuestamente alemán. Con El diosero, de Francisco Rojas González, forma una pareja de libritos que deberían ser leídos por toda esa manada de europeos que recorren el sur de México a la búsqueda de las sendas luminosas por las que supuestamente se desenvolvían los indios. De semejante caterva de guiris, en las que muy a mi pesar me integro, me impresiona su estar tranquilo, desapasionado, pulido, pasmado. No sé si todos tienen treinta años y úlcera, pero lo aparentan. Parecen buscar sólo las emociones con las que les tientan las guías, de las que hacen un celoso acopio. Los gringos se comportan de modo diferente, pero no mejor. Quizás sean el dinero y el alcohol los que les hagan ir por ahí con un aire inaguantable de perdonavidas.

 

En la parada para comer del autobús he abordado a un par de pasajeras mexicanas que me han ofrecido del canuto que estaban fumando. Y la mota me ha sentado de maravilla, sí señor. Luego he oído a Lou Reed, David Bowie, Van Morrison, Lonnie Liston Smith y Rolling Stones aprovechando por primera vez de verdad los walkman. Antes lo había intentado, pero sin éxito porque las pilas, que me debían vender ya usadas, duraban poco más de media hora. Hoy me he resarcido.

 

Hacia las cuatro y media de la tarde, todavía bajo los estimulantes efectos de la maría, nos hemos acercado al mar. Ha sido una sorpresa gozosa, multiplicada poco después cuando el sol, ya bajo pero todavía reluciente, ha sido tapado por una nube estrecha, alargada y negra, pero no tanto como para impedir que se reflejara en una inmensa bahía, convertida en una balsa plateada, sobre la que volaban en fila india pequeñas formaciones de gaviotas. Creo que pasábamos por el golfo de Campeche, donde poco después el conductor ha realizado un frenazo brusco detrás de un vehículo de los que llamamos camión en la península, y al mirar hacia adelante me ha parecido que la parte trasera estaba pintada con un verismo extraordinario. Pero al instante me he apercibido del error: no era una pintura ni un dibujo, sino una familia numerosa, con personas mayores y niños, que viajaban en la caja junto con todos los enseres de un hogar.

 

Hemos llegado a Mérida a las ocho y media, he encontrado un birrioso hotel junto a la terminal, me he duchado y me he acercado al Zócalo, donde he admirado la fachada renacentista de la catedral antes de comprarme una cassette de Ella Fiitzgerald y comerme una tortilla de jamón, acompañada de una cerveza. Hacia las once he vuelto al hotel, y aquí estoy, escribiendo, escuchando blues y pensando en que mañana debo levantarme a las cinco y media. Después de todo, me estoy administrando un tipo de viaje de los que me gustan: al trote.

 

Cuando he salido del hotel, me he encontrado con las mexicanas del camión y una ha insistido en que nos veremos en Cozumel. Está muy buena, pero no me hago ilusiones. La experiencia con M. resultó suficiente. Las dos veces que la llamé estaba fuera. El tipo que hacía de espantapájaros tuvo a bien en la segunda ocasión ir a preguntar y al volver me dijo que “se había retirado”, así, sin especificar, al más puro estilo mexicano…

 

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>>Cozumel, 28 de noviembre, domingo

 

El sol se pone entre las nubes sobre el mar y la luna, casi redonda del todo, aparece por el extremo opuesto mientras escribo en la terraza del Hotel López, y cuando digo terraza me refiero a la del tejado, no a la de algún bar.

 

Estos últimos días de viaje tienen otro sabor. No sólo por el hecho de destinarlos al relajo más despatarrante. También cuenta, y mucho, la inminencia del regreso, la vuelta a la cotidianidad oteada sin prevención ni sofoco. Igual suena estrambótico, pero en ocasiones he echado en falta algo que no sé muy bien concretar de lo que soy en mi casa, en mi trabajo, en las relaciones con gente a la que no me une un afecto especial. A las personas a las que quiero de veras no las he dejado de tener presentes, en cierta medida han viajado conmigo, sobre todo la rubia, con cuyos ojos he mirado lugares y cosas sin alcanzar, para mi pesar, su profundidad. Es el caso de la naturaleza, que sólo soy capaz de sentir, y por supuesto distinguir, si estoy en su compañía. En este viaje me han faltado muchos conocimientos y algún que otro entusiasmo. No me cuesta constatarlo. Al revés, me parece positivo hacerlo. De vez en cuando conviene reconocer los límites, o, por qué no decirlo, las incapacidades.

 

Estoy en Cozumel un poco a mi pesar, aunque, a la postre, resulta idóneo para dejar correr plácidos estos estertores viajeros. La isla no es nada del otro mundo. Un destino turístico con mucho guiri, sobre todo gringos, y cientos de tiendas de artesanía con precios carísimos. El ambiente es apestoso, pero necesito de su fetidez para quejarme y chotearme sin sentirme demasiado soleras. Además, si tengo ganas, podré realizar alguna excursión por los alrededores –Isla Mujeres, sobre todo– y, lo más importante, volar desde aquí al DF el jueves por la noche. Ayer pasé por las oficinas de Aeroméxico y no había billetes, pero soy el primero en la lista de espera. Si mañana me confirman un pasaje, perfecto. No quiero ni pensar en una vuelta en camión a la capital.

 

El Caribe me ha dejado un tanto frío. Doy por seguro que existen lugares espléndidos, pero será necesario realizar otro viaje para conocerlos. Ayer me levanté de madrugada e hice el trayecto hasta Playa Carmen en unas seis horas, alguna pasmado ante la belleza de una serie de nubes a baja altura que presentaban formas graciosas. Pensaba quedarme un día en Playa Carmen, pero hacía viento y el cielo se había nublado del todo, así que tomé el transbordador hasta aquí.

 

Cozumel también estaba encapotado y hasta llovió mientras hacía la siesta, necesaria por lo poco y mal que dormí en Mérida. Fue la segunda vez que escuché lluvia en todo el viaje, coincidiendo con un temporal que cruza el suroeste del país. La primera, en San Cristóbal de las Casas, no pasó de ser un chaparrón brioso, que no duró ni media hora, aunque en ese tiempo llegó a formar pequeños ríos en algunas calles.

 

Parte de la tarde de ayer la ocupé husmeando en las tiendas, sin encontrar nada de lo que busco sin buscar. Lo de los regalos me tiene frito. Sobre todo, quiero conseguir algo de verdad guapo para la nueva casa de Menci. Estuve considerando la compra de un juego de café en cerámica de Jalisco, pero no me acabó de convencer. Es un asunto que debo ventilar cuanto antes, y decididamente no aquí, donde sólo encontraré artículos y precios turísticos, sino en el DF. Lo mejor será ir el viernes a tiro fijo, a sitios que me recomienden los amigos de allá.

 

Lo que si me agencié ayer fueron unos huaraches. Otra prueba más de mi incuria. Hasta ahora he utilizado unas zapatillas y los botines de cuero fino, y se me ocurre comprar los huaraches cuatro días antes de irme. De todos modos, estoy contento porque he esperado hasta dar con unos que de verdad me gustaran, sin que eso quiera decir que no los hubiera podido encontrar antes.

 

La noche de ayer se desmadró un poco por culpa de las cervezas que fui tomando durante toda la jornada, ocho o nueve, liberado de las prevenciones de hace una semana. El caso es que cené unos espaguetis a la napolitana con una salsa bastante picante, y luego estuve en varias discotecas. El ambiente no podía resultar más chungalí, pero anduve de una a otra durante cuatro horas, al final tratando de dilucidar si eran más gilipollas los gringos o los mexicanos, sin descartar que yo les superara en ese triste campeonato a todos ellos. Y me parece que, a los puntos, pero me alcé con la corona, así que para celebrar semejante éxito al llegar al hotel me hice una paja que me requirió cierto esfuerzo. Este viaje va a tener el insospechado efecto de laminar mi libido. El balance no puede resultar más miserable. Después de 35 días, todos mis logros sexuales se reducen a una paja. ¡¡¡¡Viva lo pior!!!!

 

De hoy tengo poco que escribir. Me he levantado, he desayunado, he alquilado una bicicleta, he recorrido tres kilómetros, me he tumbado al sol, me he bañado, he devuelto la bicicleta, pinchada, y aquí estoy. Ahora me ducharé, iré a comer algo, quizás decida ir al cine y luego volveré a alguna de las discotecas de ayer para, aprovechando que es luna llena, ligar alguna…botella de Superior o Bohemia. Un plan fantástico. Insuperable.

 

La putada del trópico es que los días son cortos y las noches demasiado largas para los corazones solitarios. Queda el recurso de la lectura. Hoy he acabado El tesoro de Sierra Madre, de Traven, pero todavía cuento con dos libros a los que hincar el diente, uno de Sthendal y otro de Valle-Inclán.

 

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>>Cozumel, 29 de noviembre, lunes

 

El libro de Sthendal ha resultado un fiasco, la mayoría de cuentos estaban en el otro volumen y además la traducción es mala. Durante todo este tiempo he comprobado el enorme influjo de las lecturas en la marcha de mis horas y días vacacionales. Si la obra despierta mi interés, o mejor aún, activa el mecanismo de admiración, me encuentro de excelente ánimo. En caso contrario, me siento inquieto, propenso a la insatisfacción. Ahora paso por uno de esos momentos, aunque no tiene la culpa Sthendal ni el pendejo traductor de las Crónicas italianas. Las últimas horas me las he desorganizado a conciencia.

 

Sólo son poco más de las ocho de la tarde y ya he cenado. Cansado de dar vueltas por el pueblo, llamado San Miguel según me he enterado hoy, he venido al hotel con la idea de acostarme pronto, pero esto supera cualquier tope razonable, y más con luna llena. Dudo que resista la tentación de orearme. Y eso que las últimas salidas están resultando peligrosillas. Ayer estuve en un tris de volver borrachín a las tantas de la madrugada. O incluso de no volver o… hacerlo acompañado.

 

La historia, como todas las que tienen relación con mujeres en este viaje, me deja en mal lugar. El sábado vi en una tienda a tres españolas, a no dudar madrileñas, por deje y pintas. Pensé que serían azafatas, en torno a los treinta, sin que me despertaran mayor interés, pese a que podían ser catalogadas con toda justicia de macizas. Por la noche pasé por donde estaban cenando y detecté que me marcaban. Más tarde coincidimos en un antro modernito de una cadena yanqui que se llama Carlo´s, Charlie´s o alguna memez por el estilo, con una decoración pretenciosa y música pasable. Después de cenar bien y haberme tomado un café escocés, quizás dos, estaba vacilón. Me acerqué a su mesa, conectamos fácil y enseguida la más joven, y la más guapa, comenzó a quedarse conmigo. Luego dimos unas vueltas y acabamos en una discoteca. Yo fui replegando velas. La chica, que trabaja como grafista de una agencia de publicidad en el DF, no me acababa de gustar. Era, es, o eso me pareció, demasiado madriles, de familia bien, mente simple y buena gente. En otras circunstancias habría paso por encima de esa estúpida clase de escrúpulos, pero todo me pareció de repente complicadísimo, entre otras cosas porque debíamos desembarazarnos de las otras dos y marchaba hoy de buena mañana hacia Cancún. En cierto sentido ella había llevado la iniciativa y esperaba que yo pusiera las cartas sobre la mesa, pero en el momento decisivo me llamé andana. Tanto que hasta hice oídos sordos cuando en la discoteca me espetó un directo “bueno, ¿qué?”.

 

Lamentablemente, he debido dar en panoli con tanto tiempo para pensar y tan pocas ocasiones de dar cumplidas satisfacciones al cuerpo. Y lo único que me faltaba era tener remilgos políticos, o, peor aún, pujos de progre. De hecho, me espantó un poco comprobar el funcionamiento de lo que me pareció un trío de folclóricas. De las otras dos, una era hermana del ligue frustrado y la tercera, sí, azafata y militante de Alianza Popular. Cuando les dije que trabajaba en Egin se quedó perpleja, pero a sus amigas no pareció importarles gran cosa. En fin, otro episodio que sigue la senda desmadejada y esperpéntica de mi relación con el mujerío en México. Justo la noche anterior había pasado un buen rato hablando con una gringa que también era grafista. La madrileña insistió en que la llame cuando vuelva al DF y yo, al modo mexicano, dije que iremos a cenar y saldremos de marcha. No lo voy hacer, pero qué más da. La moza, de buen tipo y con unos ojos preciosos, vive en una galaxia distinta a la mía. Insisto en que para ligar necesito algo más que deseo, puede que ganas de que me sorprendan o, sin más, una complicidad instantánea. Eso antes no me pasaba.

 

Hasta la hora de la cena, como ya he escrito excesivamente temprana, la jornada de hoy ha sido un calco de la de ayer. La misma playa, a la que he ido en bus, la misma comida y la misma gente alrededor. Me repito más que el ajo. Había decidido ir a Isla Mujeres, pero ya tengo confirmado el pasaje de avión para el jueves. No sé si me animaré a volver a la península o iré de excusión a otro sitio. Me siento como encerrado aquí. Cozumel se me ha agotado. Creo que debo marchar aunque me las tenga que apañar para volver el jueves para las siete de la tarde. Lo consultaré con la almohada si sigo en mis trece de no beber esta noche.

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>>Isla Mujeres, 30 de noviembre, martes

 

Sombras nada más, en la versión de Héctor Lavoe, que oigo ahora en el walkman, es la canción de este viaje. Sé que un bolero no pega ni con cola, pero me basta el lastimoso fraseo de su “peeerrdidoooo en mi soleeeedad…” Así justamente me he sentido a veces pateando los Estados Unidos Mexicanos, y eso me ha obligado a reflexionar en muchas direcciones.

 

Ahora, cerca de medianoche, acabo de volver de la playa. La luna iluminaba el agua, algunos pescadores tiraban rudimentarios fuegos artificiales y el mogollón de turistas jovenzanos, de otro estilo que los de Cozumel, se reunían en cónclave fiestero en un chiringuito. Yo he tomado allí la última de un buen número de cervezas, me he acercado a la orilla y, con los pies tapados de arena, me he dedicado a sensuales ensoñaciones de Menci, para la que he recogido una preciosa caracola en forma de cucurucho.

 

Me ha llevado toda la mañana llegar aquí desde Cozumel viajando en transbordador, camión y ferry. Cuando esperaba este último he estado hablando con una niña de siete años, Blancaflor Velázquez Velázquez, a la que el taxista ha recogido en la carretera cuando me llevaba desde Cancún a Punta Sam. Una preciosidad de chavala, realista y revoltosa. Había que verla intentado desprender un coco de una palmera para llevárselo a su mamá. Por eso, porque había que verla, firmemente decidida a no aceptar ayuda, no le he echado una mano, y ha tenido que subir al ferry sin haber logrado su propósito.

 

Me pena no haber venido antes a esta isla, aunque dado su nombre resulta más que comprensible que me haya retraído inconscientemente. Es cien veces más enrollada que Cozumel, a donde por cierto, viajaré en avión desde Cancún tres horas antes de que despegue el que me llevará al DF. Igual me voy mañana por la tarde o el jueves por la mañana, porque tengo miedo de que haya algún retraso si espero al ferry de las tres de la tarde. En ese caso me encontraría con un embolao de aúpa, aunque, claro, ese punto de suspense también me tienta.

 

He conocido a dos chicas donostiarras, enfermeras psiquiátricas, igual que los franceses de San Cristóbal. Otra extraña coincidencia: todos los europeos con los que me cruzo son abogados, loqueros o grafistas. El encuentro me ha supuesto un encuentro anticipado con mi mundo en el otro lado del charco. Pero, vayamos por partes. Poliki, poliki. Cada cosa a su tiempo. Mañana comienza diciembre y durante un tercio de ese mes estaré todavía de vacaciones. Aquí paz y después gloria (aunque sea doméstica).

 

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>>Isla Mujeres, 1 de diciembre, miércoles

 

¡Qué escena hace un rato, volviendo de la playa al hotel! Llevaba el tejano con el botón de la cintura desabrochado, andaba con el paso tambaleante de los borrachos y de tanto en tanto, instintivamente, mis manos se posaban en la riñonera, temeroso de doblarme hasta dar de bruces en el suelo. No venía de celebrar la ceremonia del cambio presidencial con muchos tequilas. Tampoco acababa de abandonar una larga partida de bolos. Volvía de una especie de cita amorosa, pero mi desgalichado porte no era consecuencia de una enloquecida jodienda, sino de otro durísimo parón intestinal, cuya inoportunidad ha confirmado el maleficio de este viaje: no follar ni a la de tropecientosmil.

 

La historia se cuenta en un decir amén. A primeras horas de la tarde he conocido en la playa a una chica suiza con un rostro atractivo, un tipo más que potable y un par de tetas deslumbrantes. Hemos quedado a cenar en un restaurante recomendado en su guía de viaje, el local estaba cerrado desde hace un par de años –por eso me resisto a cargar con guías– y hemos acabado encontrándonos por ahí, algo no demasiado difícil dada la densidad de población de Isla Mujeres. La muchacha tiene 19 años, es secretaria y muy maja. Ella me gustaba. Esta vez sí. Ninguna duda. Pero todo ha resultado un desastre. Sin paliativos.

 

Antes de encontrarme con ella, he notado molestias en el estómago que preludiaban lo que ha venido después. He pensado que se me pasarían, pero, muy por el contrario, han arreciado después de cenar y han alcanzado su cénit a la puerta del bungalow de la hermosa D., al borde mismo de la playa. Era el momento. En condiciones normales sólo habría bastado un gesto mío, un par de palabras, alguna caricia… Todo habría resultado fácil, estoy seguro. Y si no hubiera sido así, al menos lo habría intentado. Pero ya me encontraba fatal, hecho trizas, con el estómago como un bebedero de patos y el intenso dolor de cabeza que me asalta en esas ocasiones. No tenía otro remedio: le he dado ceremoniosamente la mano, le he deseado unas buenas vacaciones y he llegado al hotel retorciéndome de dolor y de la guisa que he explicado antes. Hace un rato, dos horas y dos supositorios de glicerina después, me he pedido como un jabalí y ahora comienzo a recuperar el color. El ánimo, no. Lo tengo por los suelos.

 

Creo que sé cuál ha sido el origen de la catástrofe: dos vasos de agua helada que he tomado a media tarde al volver de la playa en una especie de albergue juvenil que parecía un calco de los que existían en Europa durante los felices sesenta. Ojalá no me hubiera puesto en ese rumbo el abarrotero al que he preguntado dónde podía comprar cigarrillos. ¡Pinche su madre! Hoy la isla ha hecho honor a su nombre. Me ha parecido que podría haber ligado hasta con el lucero del alba. Hasta he fantaseado con la existencia de una niebla erótica parecida a la del cuento de Boris Vian. He detectado claramente el deseo de muchas chavalas hacia mi modesta, y por ende enfermiza, persona. Menos mal que me voy mañana…Mis posibilidades de volver a hacer el ridículo quedan así reducidas. Deberé conformarme con ser objeto de deseo. Y no digo oscuro, por no caer en el tópico, y porque, ajustándome a la verdad, sería en todo caso negro, tanto por el color de mi piel como por mi malhadado destino. Me parece que me he pasado de rosca tomando el sol. Ahora comienzo a despellejarme como un polluelo en las fauces de un zorro. Ni siquiera voy a poder fardar con el bronce ligado aquí en la destartalada Europa. Seré capullo…

 

Estas penas resultan tan imbéciles que, ahora, ya en franca recuperación, comienzan a regocijarme, y hasta me devuelven parte de la placidez con la que he pasado el día, por la mañana en la playa y por la tarde, antes de reunirme con la suiza, de compras. En un plis-plas, y por solo 600 pesos, he adquirido en unas rebajas dos pantalones atómicos para Menci –que los podrá llevar si se los arregla–, dos camisas supersónicas para mi y una guayabera pintona para vete a saber quién.

 

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>>Cozumel, 2 de diciembre, jueves

 

Otra vez estoy aquí, sin vencer la tentación de rascarme todo el cuerpo, y mucho más dormido que despierto. También tengo el estómago revuelto, pero no le hago mucho caso, son los rescoldos del parón flamígero de ayer. Para colmo, he pasado una noche de perros, atacado por los mosquitos y sin poder dormir.

 

Ahora pongo cara de circunstancias mientras espero el avión que antes de llegar al DF hará escala en Mérida y Villahermosa. No pasa por Tehuantepec de puro milagro. Me parece que prefiero el camión.

 

Esta mañana me he cabreado al darme cuenta de que los dos pantalones que compré ayer no le van a caber a Menci. No sé que haré con ellos, seguramente tirarlos. Mañana es el día clave para las compras. A ver qué pasa. Hasta ahora sólo he pillado titos. Parezco un buhonero tonto.

 

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>>DF, 4 de diciembre, sábado

 

En el aeropuerto todo parece king-size, super-luxury, espléndidamente aburrido. Unos van y otros vienen en un trasiego loqueras. Yo soy de los que me voy. Contento por haber hecho el viaje y contento porque ha terminado. No sé que me deparará el destino en los próximos meses, pero intuyo que notaré el influjo beneficioso de estas vacaciones que han acabado en plan descocado. El reventón en casa de A. ha resultado tal y como lo había figurado. No me ha sorprendido nada, ni siquiera que haya acabado ligando con una de las invitadas. Casi hasta me da algo de rabia. Me destroza el relato de mis tribulaciones sexuales. Joder, ¡me había ganado a pulso la vuelta como viajero virgen y, casi, casi, mártir!

 

Cuando llegué de Cozumel, estuve hablando un buen rato con A., y esa noche dormí también poco. Por la tarde, después de invitarles a comer a él y a C., fui con ellos de compras, mareándoles a modo. En un rapto de inconsciencia, decidí comprar un pequeño servicio de mesa de cerámica compuesto por seis platos, seis bols, una ensaladera, un perolo, una tetera, cuatro tazas de té con sus correspondientes platillos y un azucarero.    El problema se me presentó al empacar todo aquello, y finalmente lo metí en una bolsa sin almohadillarlo con ropa porque pensé llevarla conmigo en el avión. Una carga pesada que se completaba con una bosa de plástico con veinte elepés. En el mostrador de KLM me han informado de que no podía subir con ese peso y me han prometido que no le pasaría nada a la vajilla si lo metían en una caja especial de cartón que utilizan en estos casos. Quizás si hubiera insistido habría conseguido conservarla, pero he desistido. Pesaba mucho y estaba cansado. Sólo me queda esperar que todo transcurra como los eficientes empleados de la aerolínea holandesa me han asegurado. Veremos.

 

Ahora, momentos antes de emprender el viaje de vuelta, me siento agotado. Ayer bebí y fumé mucho. En el avión contaré cosas del reve, al que por poco asiste M., la chica del ferry de La Paz a Mazatlán. Fue ella la que llamó por la mañana, asegurándome que lo había hecho otras veces sin que nadie contestara. Me dijo que tenía enormes ganas de verme y se quedó muy decepcionada al enterarse de que me iba hoy. La moza me explicó que la voz masculina que me decía invariablemente por teléfono “ha salido” o “no se encuentra” era la de un compañero de trabajo, porque a donde le llamaba era a su curro, y ya no se qué pensar. Juraría que no confundí los números, aunque quién sabe. M. tenía también una fiesta de despedida del trabajo –aquí con el inicio de un sexenio presidencial unos consiguen trabajo y otros lo pierden– y me dijo que intentaría acercarse luego al reventón. Por la tarde, me volvió a llamar para insistir en la pena que le daba que no nos viéramos para “charlar y otras cosas”. Incluso llegó a anunciarme que me llamaría esta mañana. Todo un largo adiós sin que haya habido casi un hola.

 

La crónica del reventón la dejaré para el avión después de que consiga dormir un rato. La resaca asoma por el lado izquierdo de mi cabeza.

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(Continuará)