VIAJES /// Tumbos

Diarios del camión (III)

Cuarenta días por México en 1982

>>Zihuatanejo, 12 de noviembre, viernes

 

Quizás es el momento de hacer balance, siquiera para apuntalar este diario, escrito a matacaballo y, a veces, tabla de salvación de mi naufragio turístico. Resulta tristísimo reconocer la escasa habilidad para transcribir mis sensaciones. Pero por momentos pienso que no debo exigirme demasiado. Es la primera vez que acometo una escritura de este tipo, y me queda la posibilidad de arreglarla después, si en verdad vale la pena, con alguna intención que ahora no alcanzo a vislumbrar.

 

Soy consciente de que apenas hago referencia al paisaje, las gentes, el marco social por el que me muevo. Por un lado me faltan palabras, las palabras del conocimiento, sobre todo de la naturaleza. Por otro, me sobra pudor e indolencia. Sobre el primero no cabe entrar en detalles; en todo caso, es un pudor anidado, también, en el desconocimiento de mi mismo. Investigo sobre mí, me planteo cientos de cuestiones, circundo mi pasado, extiendo las coordenadas de mi presente sobre un tapete pretendidamente analítico, pero sólo llegó a la conclusión de que cada día me desconozco más. Esa única certeza no me provoca angustia. Admito de buen grado la existencia de cientos de Juan Pedros posibles. Posibles e…indolentes. Desde que abandoné el cuadro acabado de la infancia he sido indolente. Con la adolescencia llegaron las grandes preguntas y mi convicción de que casi ninguna tenía una única respuesta. Desde entonces he estado entre Pinto y Valdemoro, más allá del bien y del mal, en esa tierra de nadie tan acogedora que media entre la realidad y el deseo. ¿Pretendo abandonar ese estar? ¿Cambiarlo por otro más definido? Tajantemente no. Hasta ahora he funcionado con algunas patentes de corso existenciales que no siempre cuadraban con mis sentimientos, y así seguiré haciéndolo, espero que con una creciente armonía interior. Sólo el amor ha pasado por encima y ha dado un sentido a este vivir en puntillas. Sólo el amor ha sido pura necesidad. Lo demás, filfa.

 

A veces creo que la única enseñanza que me va a deparar este viaje es la desasosegante conciencia de que todo está predeterminado, la convicción de que el azar nos maneja a su antojo, sin que eso implique que debamos sentarnos a esperarlo. Cada uno forjamos nuestro propio azar siendo nosotros mismos, moviéndonos al compás de nuestro ritmo. Pero en ocasiones hay que forzarlo, y eso es algo que me cuesta aceptar. Durante los dos últimos días, la constatación de que no exprimo el suficiente jugo a la estancia en un lugar tan alejado y diferente como México me ha creado ansiedad. Ahora estoy tranquilo. Me ha bastado considerar esta larga excursión en sus justos términos. Sólo disfruto de unas vacaciones. Simplemente soy el viajero, el paseante, el turista o el pinche gachupín que quiero ser. Y cuando no soy el que quiero, soy otro levemente distinto.

 

Conservo una imagen física de mi apegada a una juventud de la que renegué hace ya tiempo. Esta contradicción me perturba. Me veo aparentemente joven pese a mis 32 tacos. El rostro, el pelo, la mirada, la sonrisa, los brazos… son jóvenes en la imagen que me proyectó de mi mismo. Sin embargo, me siento gastado, baqueteado, experimento al ineludible proceso de envejecimiento. Soy ahora un hombre hecho y derecho con ínfulas juveniles como fui antes un joven con pretensiones de madurez. Intento ser todo al mismo tiempo: joven y viejo, duro y tierno, inteligente y estúpido, capaz e incapaz, posesivo y desprendido, audaz y cuitado, racional y sentimental. Seguro que casi nunca lo consigo, pero a veces tengo la sensación de entrelazar esas antinomias en una sola realidad. Y entonces me parece que transito por el camino de la verdad.

 

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>>Zihuatanejo, 14 de noviembre, domingo

 

Es constante en mis sueños la aparición de la cuadrilla de amigos de Pamplona, algo extraño, pero congruente con la impresión que tengo de haber vuelto en México a escenarios de mi adolescencia, a un tiempo sumamente amorfo lastrado por el peso de la tradición. Aquí casi todo tiene el sello de la costumbre, la convención y la reverencia a mitos tan poderosos como antiguos, y no parece que la gran mayoría de habitantes del país cuestionen la vida que les ha tocado en suerte, diríase que están ultimados como proyectos desde que nacen. Esto es lo que me retrotrae al tiempo de mis quince o dieciséis años, pesado y lento. También la vestimenta de muchos jóvenes, en cierto sentido similar a la que yo llevaba entonces, y hasta la vigencia de algunos de mis primeros ídolos musicales. Cuando tenía trece años Enrique Guzmán me fascinó con su Dame felicidad. Todavía me veo con unos vaqueros, una camisa blanca con varios botones abiertos y unas bambas berreando esa canción por la calle Goroabe e imaginando un futuro imposible como cantante de rock melódico. Exageraría si dejara que Guzmán es todavía una estrella, pero tiene su propio show en televisión, y al verlo, engolado y fondón, no he podido reprimir un evocación de aquel verano en el que su cancioncilla me hacía vibrar. De todos modos, Credence Clearwater Revival, Beatles y otros santones de los sesenta se oyen a todas horas.

 

En fin, detecto muchos detalles que me remiten al pasado. Algunos los he olvidado, aunque no uno que sería imperdonable no consignar. Esta mañana casi me caigo de espaldas leyendo un periódico. Con toda seguridad, la información respondía a intereses publicitarios, y posiblemente estaba manipulada, pero según no recuerdo qué editorial, el segundo libro más vendido durante el mes de octubre ha sido…, casi ni me atrevo a escribirlo, bueno, el segundo libro más vendido en todo México, un país de 70 millones, fronterizo con Estados Unidos, ha sido, tachín, tachín, tachán…¡¡¡Edad prohibida!!! Sí, Edad prohibida, el bodrio de Torcuato Luca de Tena con el que algunos nos hicimos las primeras pajas.

 

¿Quién encuentra explicación a todo este sinsentido? Yo no, desde luego. Bastante tengo con afrontar la penosa realidad de haberme ido de vacaciones a mi pasado con un equipaje equivocado. Si lo llego a saber, me habría preparado recuperando las técnicas masturbatorias y la imaginería erótica del tórrido 1963. Cristine Keller, principal protagonista de las orgías al borde de la piscina que yo era capaz de recrear a partir de las confusas y pudibundas noticias del prensa, hubiera resultado un buen recurso para soportar esta movida vacacional en la que el sexo sólo se manifiesta como carencia. Con ella en la mente, preso de un mórbido frenesí adolescente, debí correrme más veces que el mismísimo Profumo, el defenestrado ministro de Defensa de su graciosa majestad británica.

 

Si la teoría de no sé qué científicos es cierta, si mi amigo Javier P. la expresó de forma correcta y si yo la entendí bien, mañana o pasado mañana me toca una nueva polución nocturna, la segunda del mes. Las mujeres, según esa pamema bio-sexual, siempre están dispuestas, sólo hay que excitarlas convenientemente, pero a los hombres nos basta con follar dos días al mes para satisfacer las exigencias del cuerpo. Menuda memez.

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>>México DF, 16 de noviembre, martes

 

Otra vez estoy en la ciudad cuyos límites, tan imprecisos, se pierden en el horizonte, estés dónde estés, vayas a dónde vayas, subas a dónde subas. Esta madrugada ha vuelto a fascinarme, y horrorizarme al mismo tiempo, cuando desde el camión he atisbado, en la misma curva del día de la excursión a Taxco, una inmensidad pespunteada de lucecitas. Ser un paseante cualquiera en este universo urbano implica una experiencia intensa, a veces incluso sobrecogedora. Puedes tomar metros, autobuses, taxis, cualquier medio de locomoción y pasar horas antes de que la ciudad te abandone. Sin embargo, no me queda más remedio que reconocer que soy más rata de alcantarilla que halcón, paloma, coyote o perro salvaje. La ciudad, al fin y al cabo, es uno de los mayores logros civilizadores. Incluso en una como ésta, o precisamente en una como ésta, me siento más cómodo que en un paraje campestre, por muy bucólico que sea.

 

Hoy se cumple la mitad del viaje si respeto el programa, como parece que no hay más remedio, pese a que me gustaría acortarlo una semana. Esta vuelta al DF quizás es un poco gratuita, pero me va a permitir circular más ligero de equipaje. Permaneceré aquí poco tiempo y marcharé a Oaxaca y al Caribe, al principio con A,, quien parece decidido a abandonar sus estudios el próximo fin de semana.

 

El día de ayer comenzó chungo y terminó…normal. Me levanté tarde, después de correrme al final de un sueño mañanero en el que estaba con una mujer gorda que no me gustaba demasiado. Fui a desayunar y no logré otra cosa que exasperarme ante la tardanza, más de 40 minutos, en servirme un café aguachinado y dos tostadas con mantequilla, pero sin mermelada. Entre tanto, escribí unas postales y después de enviarlas me pegué un hostión al chocar la cabeza una viga muy baja de la puerta del propio edificio de Correos. Y aún no sé cómo pudo suceder, porque mi 1,74 de estatura no exige dinteles de especial elevación.

 

Poco después, decidido a bañarme en la playa de las Gatas, situada frente al muelle de Zihuatanejo, me confundí de barca y me llevaron a un trasatlántico fondeado en la bahía. Finalmente, algo chasqueado, llegué a esa playa, donde disfruté con los baños en un agua limpísima y con la comida a base de gambas en un chiringuito. De vuelta, me duché, recogí la bolsa y subí a un camión, que me traslado al DF en doce horas vía Acapulco.

 

Viajar sin mapa resulta más divertido, pero a veces te genera no pocos problemas. No pensaba ir a Acapulco, pero una vez allí me dio rabia no haberme quedado al menos un día para hacerme una idea del lugar. Para mi estaba más que claro que existía una carretera a México desde Zihuatanejo. De todos modos, tampoco sirve de mucho preguntar. Casi nadie está en condiciones de darte respuestas fiables. Casi nadie sabe más allá de dónde queda su casa y cómo se llama su madre. Incluso los taxistas ponen cara de ignorancia supina cuándo les solicitas información sobre un hotel de precio medio. El viajero se las tiene que apañar por su cuenta. Si se busca una dirección o cualquier otra referencia, lo más indicado es recabar varias respuestas e intentar llegar a la verdad utilizando una serie de baremos que las medien. Aunque para eso se necesita evaluar bien el significado de cada palabra. Lejos acostumbra a ser cerca; pronto, tarde; ahorita, nunca; mucho, poco…Todavía me pasmo al recordar la respuesta de un joven padre de familia, acompañado de su numerosa prole, a quien pregunté en La Mira si quedaba lejos la caseta de teléfonos. El hombre me dijo que sí, que era preferible que intentara llamar desde una mueblería cercana. Pues bien, la caseta estaba exactamente a dos cuadras, a unos 150 metros, a dos o tres minutos de paseo. Evidentemente, el mano no pretendía vacilarme. Para él, aquella distancia era lejos.

 

En realidad, el visitante no sólo está indefenso ante un cúmulo de desinformación, sino que tropieza de continuo al interpretar las apariencias. Si ayer decidí desayunar en aquel establecimiento en concreto, fue porque había mucha gente en la terraza. Para mí, eso indicaba que daban un buen servicio, y me equivoqué de lleno, puesto que todos aquellos clientes simplemente esperaban a ser atendidos. La tardanza en cumplir con los pedidos era tanta que una tras otra se iban ocupando todas las mesas. La primera impresión no siempre es la verdadera en México y cuando lo es, tampoco te lo acabas de creer. Al montarme en la barca para ir a la playa de las Gatas me extrañé de su excelente estado de conservación; de lo impecable de la indumentaria marinera del patrón, un güero de indiscutible aspecto sajón o germánico; de su nombre, “Pacific Princess”…En realidad, me pareció imposible que fuera aquella la barca en la que debía subir, pero unos individuos me hacían gestos afirmativos con la cabeza y me senté en ella rodeado de gringotes, pasajeros del trasatlántico de nombre principesco y pacífico, ¡¡¡¡el de la serie televisiva Vacaciones en el mar!!!! Sólo me apercibí del despiste cuando estábamos al lado del paquebote, pero todos, absolutamente todos, los indicios anunciaban mi equivocación desde mucho antes. Por un momento estuve tentado de dejarme ir, de convertirme en un polizonte turístico. Eso sí que hubiera sido una aventura merecedora de ser explicada con todo lujo de detalles en este aburrido diario.

 

Zihuatanejo me ha deparado momentos de una bonanza insuperable. En la playa de la Madera, sucia y destartalada pero con un genuino encanto, llegué a sentirme en paz de un modo absoluto. Acostumbraba a levantarme pronto, alrededor de las siete, para dar un paseo hasta el centro del pueblo, distante unos dos kilómetros. Luego leía, me bañaba, comía, leía, me bañaba y volvía al pueblo para recorrer una y otra vez las mismas calles antes de cenar y retirarme a dormir, casi siempre para las diez de la noche. Ese era el único momento difícil, pero lo solventé leyendo a Sthendal, en concreto los cuentos sobre uno de sus temas favoritos: la pasión amorosa. Los libros de este viaje me han hecho aún más evidente la falta de amor y sexo. Pero conozco el síndrome. Cuando decidí dejar de beber, leía casi a un tiempo Bajo el volcán y El gran momento de Mary Tribune, con dos o tres borracheras en casi cada una de sus páginas. Ahora Crónica de la intervención está a punto de pasar al desván de libros leídos. Será un descanso, pese al evidente interés de su lectura, dejar de envidiar a los cuatro hombres entre los que se mueven dos mujeres, Mariana y María Inés, que son una, según cómo se mire. De la novela, algo redundante, me ha gustado el cántico a la libertad del otro-a en el amor, única forma de “poseer” a alguien que no deja de ser él mismo por el hecho de estar enamorado-a.

 

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>>Jutchitán, 21 de noviembre, domingo

 

Llevo un montón de días sin abrir el diario. En el DF tuve tiempo para escribir y en Oaxaca también, pero lo desaproveché. Ahora lo hago incómodamente en un camión aparcado frente al patio de un restaurante en el que se celebra una boda. Suena una música discotequera mientras un numeroso grupo de indígenas, todos circunspectos, beben sentados en semicírculo y una docena de jovencitos se mueven sin gracia al compás del chom-tapa-chom-chom-chom. Mi destino es Tuxtla Gutiérrez, una ciudad de la que todo el mundo que conozco aquí echa pestes. Los imponderables me dirigen hacia ella camino de San Cristóbal de las Casas.

 

Esta mañana he salido de Oaxaca con la idea de pernoctar en La Oyaga, un lugar del istmo del que me habló B. P. en el DF, pero me he enterado de que no hay hotel y he desistido de ir. Tras una parada en Tehuantepec he recalado aquí, al parecer el único lugar de México en el que pervive alguna clase de matriarcado. El sitio no me ha gustado, así que he decidido tomar este camión. Sólo me pena que al ser domingo no puedo comprar una blusa como las que las mujeres llevan aquí, las más bonitas de todo el viaje. Pero tampoco es cuestión de perder todo un día por eso.

                                                                                                               

Ahora, tras haber conseguido adelantar mi vuelta cuatro días, tengo la impresión de que no me queda mucho tiempo. Claro que una vez desechado el istmo de Tehuantepec solo me resta visitar, de acuerdo a mis planes, Chiapas y el Yucatán. Y quizás también Veracruz, ciudad que cada día que pasa se me presenta más atractiva. Cuando llegue a Tuxtla seguiré escribiendo. Quedan diez minutos para las cinco, hora de salida del camión. Quiero mear y estirar las piernas.

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>>San Cristóbal de las Casas, 22 de noviembre, lunes

 

Tengo tanto que reseñar que me entra una gran pereza. Pero no se trata sólo de vagancia. También cuenta, y mucho, el bajón físico. Desde el último día en Zihuatanejo no me han abandonado los ácidos, los parones intestinales, las malas digestiones, los dolores de cabeza…toda la conocida secuela de malestares ligados con la úlcera.

 

Soy consciente de que me he pasado un pelín. Los primeros días anduve con tiento, pero enseguida relajé mi vigilia, sobre todo en lo que se refiere a cervezas y cafés. Todo lo que como, salvo los asépticos pescados a la plancha, me sienta mal. Ahora estoy bebiendo una manzanilla, como he hecho otra media docena de veces, una de ellas para mitigar la destemplanza que sufrí en Oaxaca, donde una serie de síntomas me hicieron temer una tarde aciaga que finalmente eludí tras devolver rastros apenas perceptibles de una sopa de acelgas con tomate. Ayer, en la última hora de viaje desde Jutchitán, fue peor, ya que debí pechar con un parón intestinal que me dobló de dolor sobre el asiento. Era como si un puñado de gnomos estuvieran pateando un balón de acero en mis entrañas.

 

En parte me gano a pulso esta rueda de sufrimientos. Soy incapaz de regular las comidas, sobre todo cuando me desplazo de un punto a otro. Ayer sólo comí, al margen del desayuno, dos sándwiches de jamón y queso, a uno de los cuales le añadieron chile y unas cuantas galletas revenidas. Para acompañar semejante almuerzo bebí un jugo de coco, una abominable horchata que dejé a la mitad y un vaso de leche con hormigas grandes como melindros. Supongo esto último me causó el parón intestinal. No digiero la leche, lo tengo comprobado. Investigaré qué tal me sientan las hormigas…


Al principio no comía nada en los viajes largos, con bastante buen resultado, pero eso tampoco era plan. Este asunto me jode especialmente porque he dejado al margen de mis deseos la apetitosa gastronomía mexicana, y ni así consigo desenvolverme con normalidad. Intento comer en sitios de cocina internacional, algo no siempre posible. En esos casos ayuno durante muchas horas y acabo engullendo lo que tengo a mano cuando me aprieta el hambre. Este mediodía he tapiñado un arroz blanco y una tortilla de jamón y queso. ¿Qué puedo encontrar más inocuo? Pues bien, ahora es media tarde y no estoy católico. Voy a tener que regresar a la costa a comer más pescados a la parrilla. Claro que eso no servirá de nada si sigo bebiendo cervezas y cafés, y fumando diariamente treinta cigarrillos dicen que americanos, los peores que he probado en mi vida, con toda seguridad elaborados con los excedentes del tabaco ya caduco que los yanquis desvían hacia el Tercer Mundo. Menos mal que aquí fuma muy poca gente, así que se salvan de la intoxicación programada en Washington o Virginia. Cada noche yo me juro que dejo el vicio, pero cada mañana caigo en él sin remisión.

 

¿Y si abandono este tono quejica ante la desaparición, confío que no definitiva, de la salud? Puedo intentarlo. Por lo menos, ahora estoy tranquilo, no tengo dolores, sólo molestias. Acaba de anochecer. Quiero dar una vuelta antes de que el frío despeje las calles de San Cristóbal. Además, hay música desde el mediodía junto a la catedral y quiero escucharla. No sé que se celebra, pero varios conjuntos, agrupaciones de marimbas y mariachis, se turnan con sus interpretaciones ante un grupito de curiosos. Me voy para allá.

 

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>>San Cristóbal de las Casas, 23 de noviembre, martes

 

Después de tanto penar y crujir de dientes por mi deficiente salud, ayer bebí una copita de tequila con unos franceses a los que conocí en el autobús de Manzanillo a Playa Azul y durante todo la noche he ardido por dentro, aunque no me he levantado para tomar Silimag o la última pastilla que me queda de Pepsamar. Me he infligido ese autocastigo por mi estupidez. Ahora son las siete y media de la mañana y prometo que hoy no habrá cervezas ni café ni, por supuesto, tequila.

 

Los gabachos han alquilado un coche para recorrer la región, y me he apuntado tras convencerles de ir hasta las lagunas de Montebello, en la misma frontera con Guatemala y un lugar precioso, a tenor de lo que he visto en fotografías y de lo que me han contado diferentes personas.

 

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>>San Cristóbal de las Casas, 24 de noviembre, miércoles

 

Acabo de levantarme después de una larga noche en la que he dormido bien. Tal y como prometí, ayer me cuidé hasta el punto de fumar sólo diez cigarrillos. Hoy voy a dedicar el día a escribir en este deslucido diario y a realizar compras. Hubiera querido volar desde aquí al Caribe, pero no es posible. Quizás vaya mañana hasta Palenque en el coche que han alquilado dos barceloneses con los que me topado en la ciudad. Si de mi dependiera, prescindiría del todo de los camiones. En fin…soy inconstante hasta como drogado. Me quedan diez días de viaje y tengo dinero. Me parece una gilipollez perder el tiempo viajando incómodamente. Voy a la calle para concretar el asunto de mi partida con los de Barcelona.

 

Ahora debe ser mediodía, pues las dos campanas de la ermita o iglesia dedicada a la Virgen de Guadalupe repican cuando comienzo a escribir en un banco situado junto a su puerta. El templo, cuyos muros, columnas y campanarios combinan en azulete y blanco, se alza en una pequeña loma, a la que se accede por una escalinata de idénticos colores, desde la que se divisa esta pequeña y tranquila ciudad de 35.000 habitantes, peculiar por la presencia constante de los indígenas que habitan en localidades próximas, el poso colonial en la arquitectura religiosa y su privilegiado emplazamiento en un valle rodeado de montañas.

 

El camino desde Tuxtla impresiona. Las montañas se presentan de improviso. Las casas tienen tejados de dos aguas y en ocasiones hasta de cuatro. Parece como su accedieras a un espacio que integrara con armonía lo alpino con lo ecuatorial. Lástima que el chófer del camión condujera con la suficiente brusquedad para impedir una contemplación tranquila del paisaje. Mitad por su culpa y mitad por el interés que me había despertado el libro, en ese trayecto acabé el lunes la lectura de El fuego fatuo, de Drieu La Rochelle, buen escritor de trayectoria abominable y final suicida, como el protagonista de ese cuento largo, un gigoló fracasado y adicto a los estupefacientes.

 

Los franceses con los que visité ayer las lagunas de Montebello vienen precisamente de La Rochelle, pero no sabían nada de Drieu. Son un matrimonio y una amiga, todos enfermeros de un hospital psiquiátrico y de unos 25 años. Los conocí en el camión que me llevó a Playa Azul y los volví a ver en Oaxaca, cuando estaba con A. El tío es majete, su mujer, una tumba y la amiga, un poco desconcertante. Las dos mujeres sólo hablan para responder, con monosílabos, algo que hayas preguntado. De todos modos, me gusta la manera de sonreír de la amiga. Me recuerda a N. S. He intentado flirtear con ella, pero sin ningún resultado. Y no me ha importado. Cada vez tengo más claro que a estas alturas de la vida sólo vale tratar de ligar a alguien que me atraiga de verdad.

 

Lo que ha supuesto una gran decepción ha sido constatar mis dificultades para hablar francés. Con benevolencia podría decirse que lo chapurreo. Sé que han pasado una buena ristra de años, pero en mi juventud llegué a dominarlo. Algo no acaba de funcionar bien en mi cerebro. Tengo la impresión de que olvido las cosas con la misma facilidad con la que creo aprenderlas. Es como si nada se asentara, como si conocimientos y sensaciones se evaporaran más antes que después. Debería repasar la consistencia de mis procesos cognoscitivos. Aunque a buenas horas, mangas verdes…

 

Ya es otra vez de noche. He vuelto a pasar toda la tarde con los franceses, que acaban de tomar un autobús para el DF. Al final, nos hemos intercambiado las direcciones, plegándonos a un rito absurdo y por completo vano, ya que nadie tiene la menor intención de escribirse y menos de volver a verse. Me han parecido gente aburrida, más neutra que el agua sin gas. Eso no quita para que te dejes llevar y permanezcas junto a personas así, sin otra pretensión que sentirte menos solo. Los últimos días me están deparando una frenética actividad social: definitivamente voy mañana a Palenque con los dos catalanes, un médico y un abogado treintañeros, típicos barceloneses y no sé hasta qué punto gays.

 

Por la mañana he comprado varios regalos: blusas, bufandas, anillos y demás. La idea es un buen regalo para Menci, otros pequeños para ella, alguno para su nueva casa y el mogollón habitual para familiares y amigos. Un rollo, un asunto complicado a más no poder. No tengo la menor idea de qué llevar. Por momentos, me obsesiono con que debo comprar, pero ¿qué? Mucho de lo que he ido observando a lo largo del viaje, sobre todo ropa, está más que visto. He aquí la clase de nimio asunto que se acaba convirtiendo en problema cuando no debes hacer frente a alguno real.

 

Estos tres días en San Cristóbal han sido sositos, pero relajantes, al margen de los bajonazos de salud. Los cielos que se ven aquí son excepcionales. Hoy, por primera vez desde que estoy en México, ha llovido y las calles se han convertido rápidamente en impetuosas riadas, Al parar la lluvia, todo ha relucido, y en especial las cuatro iglesias que se levantan en los puntos cardinales de la ciudad, dos de ellas en sendas promontorios.

 

Para definir la excursión a Montebello sólo se me ocurre una palabra: acojonante. No la excursión, si consigo expresarme adecuadamente por una vez, sino el paisaje, tupido y agreste, verde como el mar y horadado por lagunas de diferentes tamaños y colores. El nombre en esta ocasión le viene al pelo: Montebello. En aquel marco selvático sólo desentonaban los poblados con campos de fútbol y pistas de baloncesto. Esas deben de ser las grandes realizaciones del PRI en materia de la integración de la población indígena. El sábado pasado, en Oaxaca, presencié el desfile conmemorativo de la Revolución Mexicana. Me recordó a las celebraciones sindicales franquistas de San José Artesano, pero por la calle, con aire de carnaval popular. Todo lo que se me ocurre acerca del tinglado político de este país queda fuera del diario porque en caso contrario lo monopolizaría. Creo que debo escribir algo al respecto cuando esté de vuelta. Éste es un régimen único en el mundo. Toda una aportación mexicana a la ciencia política la de un partido revolucionario institucionalizado.

 

En realidad dejo muchas cosas fuera de este diario, que ni siquiera tiene un objetivo o pretexto claro. No sé qué pretendo al escribirlo. Es igual. Quizás me sirva como guion para cuando quiera contar lo que he hecho durante 40 días a 10.000 kilómetros de casa. Por cierto, anteayer me encontré con un tipo de Pamplona. El mundo sigue siendo un pañuelo que no sirve ni para un pequeño constipado. Se trata de M., un jambo que era el dueño o el hijo de los dueños de un bar de la calle Caldedería al que mi familia servía cajas de leche y de batidos porque era amigo de mi hermano Patxi. Entré en un local de progres -artistas, gente con aspecto intelectual, hippies tardíos…una fauna humana muy visible en San Cristóbal- y allí estaba M., calvo como una bola de billar y con un bigotón. Nada más reparar en él, recordé que Patxi me contó años atrás que se había casado con una americana y se había ido a vivir a México. Así pues, dejé pasar un tiempo prudencial, me presenté, hablamos tantito y, a propuesta suya, quedamos para cenar ayer. La cita era de siete y media a ocho, yo me presenté puntual y me di el piro tras cumplirse el plazo. Por una parte, supuse que M. se habría contagiado, después de seis años en el país, de la informalidad mexicana respecto a ese tipo de compromisos, y por otra, me apetecía estar solo tras haber pasado toda la jornada con el trío gabacho. De camino a la pensión, recordé de pronto el rostro del M. que yo conocí en Pamplona, rebosante de jovialidad y sonrisas, borradas ahora con el paso del tiempo.

 

Me gustaría contar algo más sobre los días con A. en Oaxaca, pero tengo pereza. Los disfrutamos, hablamos mucho y, de nuevo, se me hizo patente algo así como una regresión adolescente, quizás porque las conversaciones sobre el mujerío acapararon gran parte de nuestras confidencias de amigos. Sentir su amistad, confirmarla en un nuevo escenario, resultó especialmente gratificante. Un tío de una pieza A. El viaje hubiera merecido la pena sólo por estar con él.

 

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>>Palenque, 25 de noviembre, miércoles

 

Son las diez de la noche, hora en que casi siempre estoy en la cama, como ocurre ahora. El hotel, en consonancia con el lugar, tiene nombre maya. Es barato, más incluso que uno en el que he renunciado a alojarme porque ninguna de las cuatro habitaciones que me han enseñado tenía luz eléctrica. La recepcionista, una mujer guapa, no se ha inmutado, y ni siquiera ha ensayado una excusa. Parecía acostumbrada a desenvolverse en ese tipo de circunstancias.

 

Los 200 kilómetros que hemos recorrido desde San Cristóbal han resultado interesantes. Una especie de selva apacible, si se puede decir así. El trayecto ha transcurrido entre valles frondosos y verdes. El canuto que nos hemos liado en la parada de Agua Azul ha reforzado la sensación de haber sido catapultados a un pequeño paraíso: las cascadas de agua en medio de la placidez del paisaje parecían una ensoñación más que un lugar real. Desde allí a Palenque el paisaje ha ido cambiando poco a poco, como la facha de los caminantes, con la desaparición paulatina de los indígenas con sus cargas a la espalda de maíz y leña.

 

Palenque es la puerta natural a la llanura que anuncia el Yucatán. No he tenido tiempo de visitar con detenimiento el recinto arqueológico, pero la primera impresión ha sido suficiente. El paraje en el que está situado fue cuidadosamente escogido. Sabían bien lo que hacían los mayas a la hora de erigir los templos a sus dioses.

 

Los dos catalanes con los que he viajado son progres barceloninos de mi generación. Al llegar he preferido alojarme en un hotel distinto al suyo tanto para ganar libertad como para forzarme a marchar mañana temprano hacia el Caribe. De pronto, tanta compañía me abruma. Desde que me he separado de ellos, después de cenar a las seis de la tarde, me lo he pasado rechulamente leyendo Pedro Páramo, indiscutible obra maestra por ritmo narrativo y riqueza simbólica.

 

(Continuará)