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Diarios del camión (a modo de epílogo)

Cuarenta días por México en 1982

Dos meses después de dar el paso, todavía me extraño de haber incluido en esta web el diario del viaje a México. No tuve un motivo claro ni una razón contundente, pero tampoco sufrí un repentino ataque de importancia. Pensé que debía colgar contenidos variados en la sección de viajes, y no disponía de mucho material del que echar mano. Por eso, orillando las objeciones dictadas por el pudor y rebajando el nivel de exigencia pretendido en LSN, tardé poco en concluir que: 1º, el redactor de aquel diario no soy yo; 2º, trata de México, país que se ha convertido en tema recurrente de esta web; 3º, como testimonio viajero vale poco, por no decir nada, pero refleja la empanada progre de la época; 4º, podía reproducirlo tal cual, sin retoques ni mejoras, porque la docena de posibles lectores serían todos amigos míos, e incluso del Juan Pedro solitario, rijoso y dispéptico del otoño de 1982.


Quizás convenga conocer algunas de las circunstancias de aquel individuo para comprenderlo mejor. Con 32 años, residía en San Sebastián y trabajaba en Egin, diario amenazado de cierre desde casi su creación, cinco años antes, y que, aunque seguía reclamándose la “voz de los sin voz”, no era otra cosa, tras un par de vueltas de tuerca periodísticas y empresariales, que el órgano de Herri Batasuna. Como jefe de la sección maría del periódico, “Cultura y Sociedad”, acostumbraba a retrasar mis vacaciones hasta el último trimestre del año, una vez cubiertos los festivales de jazz y cine, los sanfermines, las semanas grandes, las fiestas de pueblo y todo el resto de mojigangas en las que se coreaba a voz en grito jaiak bai, borroka erebai. Había llegado a la redacción de Hernani en 1979, quisieron echarme en 1980, me nombraron responsable de sección en 1981 y me fui, por propia voluntad, en 1983. Me sentía incómodo, profesional e ideológicamente, aunque Egin no era aún el ariete informativo de la izquierda abertzale en que se convertiría poco después.


El viaje a México surgió por si solo. Uno de mis mejores amigos, A., (el Apantallado de Conexión Tequila) se había establecido un año antes allí con ganas de olvidar el periodismo, Euskadi, alguna novia y una corta pero muy desagradable estancia en la comisaría de policía de Pamplona. Y Menci, mi pareja desde hacía diez años, no había parado de contarme maravillas tras recorrer ese verano, junto a unas amigas, buena parte del país. Yo tenía algún ahorro y cuarenta días de vacaciones por la recuperación de los festivos trabajados. No lo dudé un segundo: en México iba a resarcirme de los largos meses de privaciones que habían seguido al diagnóstico de una hermosa úlcera de duodeno.

 

Mi reacción al leer el diario después de tanto tiempo fue renegar del tontorrón que lo perpetra. ¿Así era yo entonces? No, no, no… Pero sí, joder, sí. Ese, o uno muy parecido, viajaba con mi pasaporte, mandaba postales a mi familia, tenía la misma novia, frecuentaba idénticos amigos y guardaba en el pisito de la calle Nueva mis libros y discos. Descubrir las escasas luces que alumbraban mis 32 tacos cuarteó retroactivamente mi autoestima, pero esa triste constatación no tenía ya remedio. Sólo podía contextualizar el diario sin añadir garbo a mis pasos mexicanos ni lustrar el redactado. A otro perro con el hueso de la ficción.

      

La primera de las omisiones del diario que debo subsanar es la relacionada con el dinero. Al referir lo que voy gastando, cuánto me cuesta esto o aquello, empleo un tono relajado, casi displicente, propio de un acaudalado turista del Primer Mundo en un país-bidonville. No fue exactamente así, aunque nunca he vuelto a viajar con tanta holgura. El 1 de septiembre, ocho semanas antes de mi llegada, el presidente mexicano saliente, José López Portillo, de ancestros navarros, había nacionalizado la banca tras un gravísimo ciclo de depreciación del peso y, dada la escasez de dólares, existía un pujante mercado negro en el que obtuve provecho sin un atisbo de mala conciencia. El tolosarra X., a quien jamás he vuelto a ver, me condujo a la trastienda de una panadería o una zapatería asturiana en el centro del DF, y allí, sin mediar palabra, de un modo harto peliculero, multipliqué por cuatro el valor de cada uno de mis dólares, que al cambio oficial se cotizaban a unos 50 pesos. Desde entonces caminé sobre decenas de miles de pesos convertidos en plantillas de mis botines. Debía preservar aquel pastón ante cualquier contingencia: un despiste, un robo, un asalto… Y, por supuesto, tuve claro que sobraba la más mínima referencia al asunto en el cuaderno que iba escribiendo.

He echado a faltar otros muchos detalles en el diario. Me extraña que no aparezca una sola mención al huachinango, pez parecido a la merluza que comí en abundancia, y que apenas las haya a mi persistente escrutinio de la prensa del DF y de las ciudades por las que pasé. Casi no digo nada, tampoco, del condominio “Rincón de Guanajuato” en el que vivía A., junto con J., un amigo suyo huido tras verse implicado en un atentado de ETA en Pamplona; C, una guapísima médico donostiarra que se especializaba en dermatología y O. y A., una pareja, también giputxi, aunque a él no llegué a conocerlo porque andaba vendiendo libros por remotos estados de la República. La casa, de dos plantas, amplias cristaleras y un jardincillo próximo a la piscina comunitaria, no habría desentonado en una película sobre la dorada California estadounidense de los sesenta. Y los vecinos, aún menos, ya que eran profesionales de izquierda, docentes de universidad y artistas de los dos sexos en torno a los cuarenta tacos, muchos argentinos y chilenos exiliados. Había también estudiantes europeos de postgrado, y entre ellos una chica francesa que interrumpió varias mañanas mi sueño en el sofá-cama de la sala, el único profundo tras la marcha de los residentes de la casa a sus ocupaciones. La chavala, mona y jovial, aparecía acuciada por extrañas urgencias: un repelente antimosquitos, un cortaúñas, un esparadrapo…Yo, en gayumbos, apenas podía complacerla, puesto que desconocía dónde se guardaban esas cosas. Pero, pánfilo de mi, ni siquiera olí la tostada. La chica, según me reveló un par de años después A., que acabó ligando con ella, trataba de tirarme los tejos. ¡Vaya gilipollas que estaba hecho! Y, encima, poco después no iba dejar de padecer por la larga abstinencia sexual…

        

En Coyoacán, el distrito en el que se levantaba el condominio, pasé buenos ratos durante mis primeros y últimos días en México. Tomé antojitos en la plaza Hidalgo, curioseé por el bazar, bebí jugos de frutas en los puestos callejeros, compré libros en Gandhi… No visité la casa azul de Frida Kalho ni tampoco la fortificada mansión en la que fue arteramente asesinado León Trotsky. Sabía que una de las glorias vivas del barrio era Luis Buñuel, de quien acababa de leer sus magníficas memorias, publicadas solo unos meses antes con el premonitorio título de Mi último suspiro, pero ni se me ocurrió pensar que podría verle, entre otras razones porque le horrorizaban las multitudes y los sombreros mexicanos. De todos modos, Coyoacán es inmenso. En la zona donde me alojaba, el Costado del Atrio de San Francisco, al que se accedía por una cuesta levemente empinada, coexistían, aparentemente sin problemas, una relativa clase de opulencia con la rotunda expresión de la miseria: familias numerosas durmiendo al raso, chamizos destartalados en los que se desarrollaba un comercio incierto, basurales donde jugaban niños que casi no levantaban un palmo, grupos de indígenas con la cabeza clavada en el suelo…Esa vida al margen era más fácil de distinguir de noche, cuando la iluminaban hogueras y lámparas de petróleo, como ocurría con los retenes de huelguistas que, según observé en el resto del viaje, se apostaban con sus banderas rojinegras ante fábricas, talleres y otros centros de trabajo.

      

Durante el largo recorrido por el Pacífico percibí un persistente maltrato. Menci había descrito el mismo país, pero con otros habitantes: afables, generosos, educados, roceros, juerguistas…No esperaba ser tan entusiásticamente acogido como aquel grupo de güeras de buen ver, pero tampoco el trato de “pinche gachupín” que se me dispensaba por doquier. En un chiringuito apartado de Cabo San Lucas, cuando tres borrachos reiteraron ese insulto con indisimuladas esperanzas de que respondiera a lo macho, me libré de una golpiza con mucha paciencia y algo de labia. En esa ocasión debió jugar a mi favor lo que, según supe luego, propiciaba las continuas desconsideraciones de las que era víctima: mi modo de hablar. La voz grave, lo duro y golpeado de la dicción peninsular y el empleo de frases cortantes respecto a los usos mexicanos, constituían algo parecido a una afrenta verbal a la que todo cristo daba cumplida respuesta. “Aquí –me aleccionó A. en Oaxaca– no puedes ir a una ventanilla y decir simplemente: `¿me da un billete para Puerto Escondido?´ Hay una reglas ineludibles de cortesía. Lo suyo es que preguntes, tan suave y meloso como te sea posible, y tu voz no representa precisamente una ventaja, `buenos días, señor/señora/señorita, ¿sería posible que me consiguiera un boleto para Manzanillo, si me hace el favor?´ Sólo así hay posibilidades de que no te den el peor asiento del camión y la recámara pegada al aparato central del sistema de refrigeración del hotel”.

      

Los días en territorio mexicano se alargaron lo suficiente para detectar los momentos en que llevaba el paso cambiado, pero no para variar mi comportamiento. Ni siquiera llegué a desterrar del vocabulario el verbo coger, que allí equivale, o equivalía, a follar. Guardo fiel recuerdo de las veces en que J, entonces lo que se definía como exiliado vasco y ahora conocido periodista en el DF, me espetaba, jocoso, “¿por dónde?, ¿por el tubo de escape?”, cuando yo comentaba que iba a coger un autobús a tal o cual sitio. No sé si ahora las televisiones han acabado implantando un español más o menos universal. Quizás sí, aunque me temo que serán incesantes las fracturas lingüísticas en una sociedad en la que se ha multiplicado la desigualdad. No creo que los hispanohablantes que visitan México comprendan a los habitantes del país y se hagan comprender por ellos mejor lo que yo lo hacía en 1982. Y doy por seguro que no ha variado la reserva secular de los indígenas, tan silenciosos en los camiones como apesadumbrados en su peregrinaje por las carreteras.


Supongo que sí habrá cambios perceptibles respecto a un asunto que me causó perplejidad: la mirada insinuante, o como poco retadora, de las mujeres que paseaban del bracete de sus parejas y la invariable bajada de ojos de las que iban solas cuando trataba de establecer contacto visual con ellas. Me sucedió durante todo el viaje, tanto al norte como al sur, en la Baja California como en Chiapas, en el DF como en Tuxtla Gutiérrez, por la costa del Pacífico como por la del Caribe. Ese obvio contraste lo detecté sobre todo en el cruce ocasional de miradas que entabla cualquier paseante solitario, y más si se trata de un viajero. Pero algunas veces eran las mujeres acompañadas las que me buscaban los ojos. Y cuando era yo el que lo hacía, no las iba desnudando con la vista, ni siquiera las observaba con fijeza. Por supuesto, en alguna ocasión debí lanzar miradas pretendidamente seductoras, pero respecto a esto poco debo añadir a lo que desvela, con penoso detalle, el diario. Ni toda el agua del Jordán podría lavar mi imagen, tanto más deplorable conforme avanzan los días. Me importa bien poco reconocer que llegué a estar así de salido, pero me sonroja haber desperdiciado de forma tan patosa las ocasiones en que pude haberlo remediado. De hecho, todas menos una. La última.

   

Poco antes de subir a la aeronave de KLM que me devolvería a casa (también con escalas en Frankfurt y Terranova, pero no en Houston, como a la ida), escribí que reseñaría el reventón durante el vuelo, pero no lo hice. De hecho, ni lo intenté. Me lo impidió una resaca de calibre proporcional a lo animado de la fiesta. Me había comentado A. que quizás habría una invitada especial, así que no me sorprendí cuando, antes de comenzar el sarao, me presentaron a Yoyes, la exdirigente de ETA que sería asesinada cuatro años más tarde por sus antiguos compañeros en Ordizia, su pueblo natal. Tras platicar con J. y un par de personas más, ella se retiró pronto, sin que hubiera comenzado propiamente la fiesta. Para entonces, yo había realizado un par de visitas a un cuartito donde se guardaba una gran bolsa de mota olvidada semanas antes por alguien de paso. Podía fumarla, pero, me previno A., siempre a escondidas y en solitario. Los invitados, en su mayoría periodistas y profesores universitarios de izquierda, detestaban a los marigüanos, como pude comprobar en la mirada que me dirigieron las tres mujeres que entraron en al cuartito, mientras liaba un porro, para utilizarlo de guardarropa. Ahora sólo guardo un recuerdo difuso de todas las horas transcurridas entre el comienzo del reventón, alrededor las ocho de la tarde; su apogeo, hacia la medianoche, con todo el mundo bailando salsa; y el violento final, hacia las cinco de la madrugada, cuando J. echó de la casa a gritos y empellones a la docena de borrachos irreductibles que no sólo armaban un alboroto de mil demonios, sino que andaban con ganas de pelea. Dos de ellos, que llevaban un buen rato voceando su inquebrantable amistad, comenzaron a golpearse con saña, y cuando me dispuse, junto con otro invitado, a separarlos, la chica que estaba conmigo me agarró fuerte el brazo a la par que decía “ni se te ocurra, fulanito (uno de los dos contendientes) acostumbra a cargar pistola”. Por supuesto, le hice caso y luego seguí haciéndoselo hasta dar por terminada, con la amanecida ya en puertas, mi mala racha con las mujeres. Quedaban dos o tres horas para tomar el camino del aeropuerto. La muchacha, secretaria en una empresa periodística del DF, tenía un bello rostro de aire veracruzano, y un talle rotundo, aboterado incluso, ceñido por un vestido de seda blanca con puntillas. De esa guisa, y cargando dos de mis bultos, me acompañó a pie aquel domingo por la mañana hasta el cruce con Miguel Ángel de Quevedo, una de las vías rápidas que atraviesan Coyoacán, para conseguir un taxi a la terminal.

    

Una vez allí, y pese a trasladarla en un carrito, me costó manejar toda la impedimenta. En una bolsa de lona de tamaño mediano, la única valija en el viaje de ida, iban mi ropa, unos huaraches, el neceser… En otra de plástico llevaba la veintena de elepés, varios dobles, que había adquirido en el mercado de San Ángel: Sonora Matancera, Sonora Santanera, Bienvenido Granda, Daniel Santos, Julio Jaramillo, Bola de Nieve, Toña la Negra, José Alfredo Jiménez… un tesoro musical retro. En un macuto guardaba libros y la media docena de cassettes que no habían acabado en la basura. En otra aparatosa bolsa de plástico se agolpaban las compras de última hora para familiares y amigos. Y, algo que aún me asombra, en un saco tipo militar transportaba la vajilla de cerámica compacta, peso considerable, color terroso y diseño moderno de inspiración precolombina, que, contra todo sentido de la medida, me obstiné en traer para la nueva casa de Menci, a quien también regalé una Carmela pelirroja de papel maché rudimentariamente articulada en hombros y caderas.


Las promesas de KLM no se cumplieron, por supuesto, pero aun así el 80% de las piezas llegaron a Barcelona en perfectas condiciones. Ahora sólo conservamos dos tazas y tres platillas de toda la vajilla, que ya estaba en las últimas cuando la rubia y yo comenzamos a vivir juntos de forma ininterrumpida. Afortunadamente, no pudimos arrojárnosla a la cabeza. Y en 2002, veinte después de nuestras respectivas estancias, volvimos a México para celebrar que nos habíamos casado. Pero ese viaje, nada nupcial, merece otra crónica. El que amenaza no es traidor…

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