VIAJES /// Tumbos

Paco Bator con Pilar, su mujer, a su derecha, y su cuñada Mirentxu ante la Universidad de Moscú.

De Moscú a Caracas persiguiendo sueños

Al final de su vida laboral mi padre realizó dos viajes que le llevaron no sólo a miles de kilómetros de Pamplona, sino hasta el fondo de sí mismo. Durante buena parte de su existencia anheló realizarlos y cuando pudo, ahorró para permitírselos. Una vez que tuvo los billetes de avión en el bolsillo, disfrutó con la mera idea de imaginarse allí donde le requerían sus querencias políticas y sentimentales, pero a la postre, gozó y padeció esos viajes en idéntica proporción. Ya se sabe que aventurarse a salir de casa implica correr riesgos. Muchos, si, como le pasó a mi padre, uno está cerca de cumplir 70 años y se pone en camino persiguiendo recuerdos, mitos, ideales, sueños, fantasías…No hay turismo posible en los universos quiméricos de cada uno.

 

Tampoco puede decirse que mi padre volviera de esos dos viajes arrepentido de haberlos hecho ni que manifestara a las claras su decepción por lo que había visto o sabido. Pero no demostró el entusiasmo que era de esperar, quizás porque en ambos casos sufrió indisposiciones pasajeras que condicionaron su ánimo. Claro que, por otro lado, tampoco hay que ser muy perspicaz para deducir que esos malestares, impropios de una persona tan saludable como él, pudieron estar originados por la sobrecarga emocional con la que debió afrontar los viajes. En el primer caso porque iba a cumplir el deseo de comprobar personalmente las conquistas del comunismo en la patria de Lenin y en el segundo, porque iba a reencontrarse con Julio, el hermano exiliado al que no había vuelto a ver en 54 años.

 

Pasaporte de Paco Bator.

Unión Soviética (1987)

La expedición a la Unión Soviética la realizó mientras todavía permanecía en activo, aunque en su pasaporte figuraba ya como “jubilado”. En realidad, estaba jugándosela a la Seguridad Social sin asomo de mala conciencia, sólo temor a que lo cazaran por tramposo. Tenía 66 años y era un jubilado ful con la supuesta coartada moral de la minucia que era su paga de pensionista. También había otra razón que no verbalizaba, pero que nos resultaba evidente a sus próximos. Sintiéndose fuerte y sano, no estaba preparado para dejar de trabajar. Era lo único que había hecho desde que cumplió 25 años (de los 15 a los 25 curró lo suyo, pero, por  expresarlo con una de esas palabras pacatas tan propias del franquismo, con margen para el “esparcimiento”). Mi padre no tenía una cuadrilla de amigos ni aficiones conocidas o por desarrollar. Y tampoco había expresado otros deseos que subirse algún día a sendos aviones con destino a Moscú y Caracas.

 

El viaje a la Unión Soviética suponía el mejor colofón a su trayectoria de trabajador autónomo vinculado, por origen y elección, con lo que en los manuales marxistas se definía como proletariado. Según la idea inicial, debía haberlo emprendido ya libre de la faena, pero al decidir continuar con la peluquería, se concedió dos semanas de vacaciones en agosto de 1987 para realizarlo.


A mi padre, por mucho que fuera “su” viaje, jamás se le habría ocurrido hacerlo sin su mujer, y a ellos dos les habría costado mucho más convertirlo en realidad sin la complicidad de Juanjo Bernal y Mirentxu Zaragüeta, que se apuntaron con entusiasmo a descubrir las entonces todavía ignotas tierras soviéticas. El papel del hermano de mi madre fue, además, fundamental en la financiación del viaje.


Los dos matrimonios comenzaron a planearlo en la primavera de 1984, cuando decidieron ahorrar 2.000 pesetas por semana y pareja. Juanjo, dueño de una boyante tienda de recambios de automóvil, fue invirtiendo ese dinero en acciones y logró una rentabilidad que ahora ni siquiera parece al alcance de tiburones del parqué mundial como George Soros. Sin duda, mi tío acertó al comprar acciones del Banco Hispano-Americano cuando el tipo de interés bancario superaba con creces la frontera de los dos dígitos, pero también jugó a su favor que entonces la bolsa española pareciera el Shangri-la de los inversores. Justamente, ese trienio en el que mis padres se iniciaron por delegación en el denominado capitalismo popular, entre agosto de 1984 y 1987, está considerado el más rentable de la historia de la bolsa española, con una rendimientos del 337%.

 

Lo curioso de esta venturosa experiencia bursátil es que acabó condicionando el recorrido por la Unión Soviética con cambios que desorientaron a mi padre. Según el minucioso estadillo presentado por Juanjo poco antes del viaje, y milagrosamente conservado por mi madre, las dos parejas habían ahorrado en 161 semanas 644.000 pesetas, una bonita cantidad que, tras el manejo en bolsa, se convirtió en todo un pastón: 827.502 pesetas. Y al contar con más dinero del previsto, convinieron sobre la marcha en extender el periplo turístico, inicialmente circunscrito a Rusia, hasta un par de repúblicas soviéticas del Asia Central.

Pasaportes y justificantes de compra de dólares y francos.

El 14 de agosto de 1987 mis padres y mis tíos volaron con Austrian Airlines de Madrid a Viena y desde allí, con Aeroflot, a Moscú. No hay mejor estación para visitar cómodamente el Este europeo que el verano, pero ese año no era el idóneo para corroborar sobre el terreno la vigencia del ideal comunista. Mijail Gorbachov, secretario general del PCUS desde 1985, había impulsado una política revisionista ineludible ante su pública denuncia de la herrumbre del sistema comunista. “Perestroika”, que podría traducirse por transformación, era la palabra clave en 1987 no sólo en la Unión Soviética, sino en el resto del mundo, expectante ante la corrección del rumbo que marcaba la cabina de mando del Kremlin.

 

En plena “perestroika”, o más exactamente en el momento en que Gorbachov trabajaba con denuedo para hacerla posible, aterrizó mi padre en Moscú. Los camaradas Lenin, Stalin, Kruschev, Breznev, Gromiko, Suslov y otros muchos capitostes a los que él había concedido un más que generoso crédito político, por no decir revolucionario, cotizaban a la baja en el partido al que habían servido y del que se habían servido. Y altos funcionarios con gran visión de futuro, como el baranda del PCUS moscovita, Boris Yeltsin, urdían el desmantelamiento no sólo del chiringuito comunista, sino también del improbable federalismo que había alumbrado la llamada Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.

 

Mi progenitor era consciente de que iba a visitar un país en proceso de cambio, pero ni por asomo podía hacerse una idea del verdadero calado de la crisis ideológica, política y económica que aquejaba al “paraíso del socialismo” por él imaginado. Siempre optimista, estaba convencido de que la apuesta reformadora de Gorbachov tendría éxito y de que redundaría en una brillante reconducción de los destinos de la Unión Soviética. Tan seguro se sentía, que pocos meses antes de realizar el viaje tuvo la ocurrencia de enviarle una carta a Gorbachov (“Primer Secretario del Partido Comunista de la Unión Soviética, Palacio del Kremlin, Moscú, Unión Soviética”, escribió en el sobre) para mostrarle su apoyo y, de paso, ponerle sobre aviso de un posible error que debía evitar a toda costa. Señor Mijail Gorbachov, le previno con una profunda sabiduría de barbero, haga usted las reformas que quiera, pero no se le ocurra tocar el Ejército Rojo, ya que en caso contrario quedará a los pies de los caballos de las potencias capitalistas occidentales.

 

Ése era, pues, el espíritu de mi padre cuando llegó al aeropuerto de Domodédovo, pero el azar quiso que no lo hiciera en las mejoras condiciones físicas posibles. Según su relato, el aire acondicionado del hotel en el que se habían alojado los cuatro turistas en Madrid le causó una indisposición que le amargó el inicio del viaje, hasta el punto de que no pudo visitar la tumba de Lenin en Moscú y de que apenas disfrutó de la estancia en la impresionante Leningrado, actual San Petersburgo.

 

Poco a poco fue reponiéndose pero para entonces el grupo con el que viajaban recorría Tayikistán y Uzbekistán, donde mi padre experimentó un fuerte choque al toparse con unas sociedades muy diferentes de las que había supuesto que habrían fraguado tras décadas de comunismo. Las bellezas de las mezquitas, madrasas, palacios, mausoleos y yacimientos de Dushanbe, Samarcanda, Bujará y Tashkent le dejaron tan frío como la barra de hielo que compró el 19 de julio de 1936 en Pamplona para llevarla a casa de sus padres en Huarte. Le desorientó detectar el fantasma del subdesarrollo en las calles, los comercios, la vestimenta, el aire sumiso de las mujeres, la persistencia de la religión islámica…Y hasta se conmocionó al ver un tullido mendigando en la calle, algo que nunca hubiera creído posible en una sociedad comunista.

 

El final del viaje en Crimea permitió a mi padre experimentar sensaciones más satisfactorias. Visitó en Yalta la sala del palacio de Livadiya en la que en 1945 Stalin, Churchill y Roosevelt reordenaron el mundo, paseó por el puerto de Sebastopol, bebió vino de Masandra y pudo apreciar las comodidades de algunos de los balnearios en los que durante muchos veranos habían cargado las pilas Santiago Carrillo, La Pasionaria, Ignacio Gallego y otros personajes de su particular olimpo político. Lo que conoció de la península ucraniana le dio un respiro al responder con bastante exactitud a sus expectativas.

Tarjetas identificativas de hoteles soviéticos.

De vuelta a Pamplona, evidenció una vez más lo bien que había aprendido a callar durante sus muchos años como peluquero. Pero al mostrarse tan poco locuaz, y nunca eufórico, dejó traslucir cierto desencanto. En el relato del viaje siempre enfatizaba los problemas físicos que le habían impedido disfrutarlo a tope, y al valorar la realidad soviética no se manifestaba entusiasmado, pero menos aún crítico. Excepción hecha de su visión negativa de la vida en las repúblicas asiáticas, para todo lo que no acabó de convencerle encontró una excusa o una justificación. Y, por supuesto, la experiencia del viaje no le indujo a cuestionar su convicción de que el comunismo era superior moralmenteal capitalismo.

 

Mi padre no lo admitió entonces, ni lo admite ahora, pero juraría que el tour por la Unión Soviética le decepcionó. Una prueba de ello es el extraño aspecto que luce en las fotografías realizadas por mi tío durante los 14 días de viaje. La expresión de su rostro, un tanto consumido a causa de la indisposición inicial y de sus persistentes melindres ante el exotismo de la cocina regional soviética, refleja unas veces ensimismamiento y otras estupefacción. En ningún momento aparece alegre, interesado o satisfecho. Resulta perfectamente posible que el hecho mismo de viajar le desmadejara, ya que nunca había estado tanto tiempo fuera de casa y tampoco había hecho turismo, ni salido de España, salvo alguna excursión dominguera al País Vasco francés. Eso pudo condicionar su estar en la Unión Soviética, pero su desazón debió obedecer a causas más íntimas de carácter ideológico, que se guardó para él.

 

Otra prueba de su desilusión fue que sólo patentizó un verdadero gozo al narrar sus contactos con la gente del oficio. Como era de imaginar, traspasó la puerta de bastantes de las peluquerías que fue encontrando en el viaje y entabló animadas relaciones por señas con sus colegas. Contra todo pronóstico, en la Unión Soviética se sintió más cómodo el peluquero que el simpatizante comunista. Curiosamente, en el viaje que haría tres años después a Caracas iba a volver a caerse del caballo engualdrapado con la hoz y el martillo.

 

Mis padres y mis tíos recorrieron la Unión Soviética en compañía de una veintena de personas que, con la mediación de diferentes agencias, habían contratado una ruta ofertada en España por Viajes Idiomas y Cultura. Este nombre condenaría ahora a la ruina a cualquier clase de empresa turística, pero entonces no sólo tenía gancho, sino que hasta servía de coartada a determinadas mentalidades para visitar el “imperio rojo” sin cargo de conciencia. De hecho, en 1987, a diez años de los primeros comicios democráticos y tras cinco de gobierno socialista, los lazos entre España y la Unión Soviética eran escasos. Había relaciones diplomáticas, pero poco más. El referente de los eslavófilos en el ámbito económico seguía siendo el presidente del Real Madrid, Ramón Mendoza, quien había labrado su fortuna comerciando con Moscú en pleno franquismo. Y resultaba palmario el nulo interés en seguir los pasos del librero y editor madrileño Antonio Rubiños, impulsor de los intercambios culturales hispano-rusos desde 1960.

 

La agencia estatal soviética Intourist tenía poca experiencia en el trato con españoles, pero la organización y gestión del tour satisfizo a mis padres y sus compañeros de viaje, la mayoría de Madrid, Cataluña y Aragón. En la expedición había parejas de profesores, comerciantes, oficinistas… todas más jóvenes que la formada por mis progenitores. Entre ellas fraguó la episódica amistad característica del turismo en grupo, y al regreso a España ocurrió lo acostumbrado: se intercambiaron fotos, alguna carta, felicitaciones navideñas y promesas incumplidas de volver a verse. Todo normal, salvo un pequeño detalle: en las cartas nunca se mencionaba a mi padre por su nombre, sino como Ulán Bator. Y eso denotaba que, más allá de indisposiciones físicas y chascos políticos, mi progenitor había sido el de siempre.

Montaje de fotos del viaje.

 

Caracas (1990)

En 1990, tres años después del viaje a la Unión Soviética, mi padre pudo cumplir el segundo de sus dos únicos grandes deseos: abrazar al hermano que no había visto en más de medio siglo. Franco llevaba ya tres lustros muerto y Julio, el tercero de los Bator Valenciano, había contado con tiempo de sobra para viajar desde Caracas a Pamplona, pero ni realizó la visita ni demostró mayor interés en hacerla. Por las razones que fueran, prefirió no volver sobre sus pasos.

 

Hasta entonces la relación entre los dos hermanos se había reducido a una cuantas cartas, tres o cuatro conversaciones telefónicas y el intercambio de pequeños regalos cada vez que Josefa, la hermana que también vivía en Caracas, cruzaba el charco. A pesar de ello mi padre había tenido muy presente a Julio. Creo que se sentía el guardián de su memoria. ¿Quién sino él iba a recordar su fuga de Huarte (el 21 de julio de 1936, ¡el día en que Julio cumplía 21 años!), sus andanzas en Barcelona, su estancia en los campos de concentración de Argelès-sur-Mer y Gurs, y su azarosa supervivencia tras los penosísimos años de trabajos forzados en las minas de Estrasburgo controladas por los alemanes? Mi padre tenía 15 años la última vez que vio a mi tío. Y, por supuesto, había idealizado al único de sus hermanos que luchó en las filas de la República. Le admiraba por haberse mantenido fiel a sus ideales, por haberse batido con los fascistas, por haber conseguido sobrevivir tras pasarlas realmente putas…Qué menos que volar hasta Caracas para escuchar de su voz las historias que sobre él había ido conociendo durante años de manera indirecta.

 

Mi padre siempre ha mantenido que su hermano tomó la decisión correcta al escaparse, porque durante los meses previos a la revuelta militar había protagonizado varios enfrentamientos con jóvenes de derechas. Al parecer, poco antes del 18 de julio había tenido un altercado con un destacado carlista cuando se estaba bañando en Burlada. El carlista, que iba acompañado de más gente, le debió hacer algún comentario amenazador, y Julio, según el admirativo relato paterno, le contestó que “ya sabía que llevaba una pistola en el bolsillo, pero que si se le ocurría hacer un gesto, lo mataba a hostias”. Por eso, siempre se ha mostrado convencido de que “habría corrido la desgraciada suerte de los 18 asesinados de Villava, algunos de su edad y amigos suyos”.

 

Julio Bator se fugó a Francia con un vecino de Huarte, José Nievas, trabajador de la papelera Onena, de treinta y tantos años, al que mi progenitor define como “un hombre muy leído que discutía con los carlistas en la peluquería o donde fuera”. Por el monte llegaron a un lugar cercano a la frontera, donde se refugiaron en un caserío de un primo de Nievas, quien les facilitó el paso de la muga tras mantenerlos unos días escondidos de las patrullas falangistas que vigilaban la zona.  Una vez en Francia, los dos se las apañaron para llegar a Barcelona, donde mi tío permaneció hasta la derrota de la República. Según la versión de mi padre, que pudo contratastar con Julio, en la huída participó  también otro joven, Joaquín Echeverría, al que se conocía como el “cojo de Ruperto”, pero desistió y volvió a Huarte. Poco después fue detenido y fusilado, aunque no en el pueblo ni por vecinos del pueblo, por lo que a Huarte se le considera una de las localidades en las que no hubo fusilamientos.

 

Por supuesto, durante la guerra civil a mi padre no le llegó la menor noticia de Julio. Sólo supo algo de él mientras estuvo recluido en el campo francés de Gurs, a donde le escribió alguna carta. Perdió de nuevo su rastro en los años de la Segunda Guerra Mundial y lo recuperó, tras la victoria aliada, gracias a un par de escuetas notas enviadas desde Francia en las que Julio comunicó primero que se había casado con Aurora, una joven de Irún, y después que se iban a vivir a Venezuela. Una vez en América los contactos fueron los suficientes para saber que había tenido dos hijos varones, que iba trabajando en diferentes oficios, que no parecía importarle ya la política, que seguía siendo un hombre capaz de cantarle las cuarenta al más pintado, que no se llevaba del todo bien con la hermana emigrada a Caracas, que sus hijos habían estudiado en la universidad, que la muerte de Franco le había producido una moderada satisfacción, que le habían hecho abuelo, que su primogénito había muerto en accidente de coche sin cumplir 30 años, que se había jubilado, que se le hacía difícil creer que España hubiera cambiado tanto como le decían, que se hacía viejo…

Pasajes de los Bator-Bernal a Venezuela.

Mi padre quiso ir a Caracas para confirmar todo eso y poder abrazar a su hermano. El viaje tuvo, además, unos estimulantes prolegómenos. Pocos días antes de subirse al avión comuniqué a mis padres que me habían nombrado director de Navarra Hoy, el diario de Pamplona en el que llevaba un tiempo de subdirector. Desde luego, el hecho era socialmente irrelevante (además de un regalo profesional envenenado), pero ellos se sintieron satisfechos y orgullosos. Iban a poder contarle a Julio Bator que su sobrino dirigía un periódico que tenía la redacción en Huarte, el mismo pueblo del que escapó para salvar la vida.

 

Cuando se reencontraron los dos hermanos, Julio tenía 75 años, buena memoria y pocas ganas de explayarse sobre sus actividades en Barcelona durante la guerra civil. Era más explícito, aunque ni mucho menos locuaz, al contar sus experiencias como refugiado en los campos franceses, minero en Estrasburgo y exiliado político en Venezuela. Pero sólo si mi progenitor le reclamaba confirmaciones y detalles de hechos que debió conocer por Josefa Bator, como la vez en que un guardián alemán le salvó del pelotón de fusilamiento tras haber provocado un apagón en Estrasburgo al hacerse pasar por electricista para eludir las terribles condiciones del trabajo-esclavo en la mina.

 

Mi padre obtuvo de Julio algo más que un relato preciso de sucesos que él inevitablemente había debido redondear, para explicarlos en familia, con dosis variables de imaginación y sentido común. También le regaló una sorpresa morrocotuda: él había sido miliciano anarquista. ¡Menudo palo! Todo un torpedo en la línea de flotación del Potemkin soviético en el que el hermano pequeño había enrolado al mayor. Mi padre nunca había dudado en adjudicar a Julio una activa militancia en la izquierda marxista, sin adscribirle a unas siglas concretas. Daba por hecho que en Barcelona habría andado entre el PSOE, las Juventudes Socialistas Unificadas, el PSUC, e incluso el POUM. Jamás se le había pasado por la cabeza imaginar que hubiera sido anarquista, y mucho menos, miembro de la FAI, de cuyas filas formó parte durante la guerra. Antes de viajar a Caracas (y después también, con matices) tenía una pésima opinión de los anarquistas, el anarcosindicalismo y cualquier tipo de postulados libertarios. Por supuesto, es lo que cabe esperar de un simpatizante comunista, pero la beligerancia y el desdén con el que reaccionaba al tratar este asunto resultaban por completo impropios de él. Yo mismo pude comprobarlo cuando, rondando los 20 años y viviendo ya en Barcelona, le comuniqué mi interés por el ideal anarquista y la admiración que me despertaban personajes como Bakunin, Malatesta, el Noi del Sucre y Durruti, a los que había descubierto en libros y opúsculos clandestinos. La noticia no le hizo ninguna gracia. Y lejos de conducirse con la genuina templanza con la que ocho años antes había neutralizado mi precoz falangismo contagiado en el colegio, me lanzó, furibundo, toda la caballería roja encima. Ya no era un padre educando a un niño, sino un hombre maduro en defensa de su verdad política frente a un joven marisabidillo, tocapelotas e inficionado por los delirios libertarios del reciente Mayo francés. En el frente de Aragón, los anarquistas habían corrido como ratas, me dijo. Y por culpa de ellos, aseguró, se había perdido la guerra. Si no hubieran estado jodiendo la marrana con sus colectivizaciones, su revolución y sus milicias, Franco, estaba seguro, nunca habría podido con el Ejército Popular.

 

Para cuando viajó a Caracas, el paso de los años había amortiguado el rencor político que mi padre sentía contra los anarquistas, pero darse de bruces con el pasado de Julio debió de ser un sapo difícil de tragar. Y no sólo lo tragó. También lo digirió bien, porque de vuelta en Pamplona se limitó a mencionar el hecho de pasada, sin el menor asomo de censura y enmascarando su decepción, como ya se condujo al regreso de la Unión Soviética. Cuando yo le hacía preguntas sobre las actividades de su hermano en Barcelona, las eludía con habilidad. “Tu tío Julio –se limitó a comentar– estaba integrado en algún grupo de información o contrainsurgencia de la FAI, así que estuvo en todo tipo de fregados, pero no me explicó gran cosa. Lo que sí me contó es que varios periodistas venezolanos han querido escribir sobre él, y a todos les ha dicho lo mismo: que tiene un sobrino periodista en España y que sólo está dispuesto a contarle cosas a él. Así que ya sabes…”.

Julio Bator, derecha, el día de su boda en Francia en 1945.

Pero no, no supe aprovechar la ocasión. Entonces, a mis 40 años, el presente exigía toda mi atención, así que no me preocupé por saber más de la vida de Julio Bator. De tener ahora esa oportunidad, volaría a toda prisa a Caracas para escuchar lo que quisiera rescatar de su memoria e indagar sobre aquello que quizás prefiriera mantener oculto. De todos modos, no creo que consiguiera enterarme de lo que hizo o dejó de hacer en sus años barceloneses en la FAI. Lo del sobrino periodista me sonó desde el principio a coartada. Yo diría que mi tío no quería rememorar de ninguna manera aquella época terrible ni enfrentarse, tanto tiempo después, con el joven, seguramente sectario e implacable, que fue. Y la visita de su hermano tampoco le puso en ese disparadero. La curiosidad de mi padre menguó sobremanera en cuanto conoció la antigua querencia ácrata de mi tío. Él había ido a Caracas con la idea de cantar en una animada sobremesa La Internacional, no A las barricadas.

....................