Traductora de profesión, inveterada viajera y helenófila desde su juventud, María Belmonte ha tenido la deferencia de derivar hacia La Simiente Negra una crónica inicialmente destinada a las páginas de un libro suyo sobre el Mediterráneo que aparecerá dentro de unos meses. El recuento de hazañas y masacres de la Segunda Guerra Mundial, la rememoración de las legendarias figuras del arquéologo Arthur Evans y del escritor Patrick Leigh-Fermor, la pormenorizada descripción del agrestre entorno de Creta y el disfrute de la amigable compañía de los isleños enmarcan el empeño de la autora por desvelar un enigma: el destino del contingente de soldados republicanos españoles que combatió en penosas condiciones contra los alemanes protegiendo la retirada de las fuerzas británicas de Creta en 1941. Un relato sutil, convincente, perfectamente pautado para mantener la emoción hasta el final de la lectura. Una excelente mixtura de literatura de viajes e investigación histórica centrada en la isla del Minotauro.             

VIAJES /// Tumbos

Yerakari.

Creta entre héroes y tumbas

Durante la Segunda Guerra Mundial el escritor británico Patrick Leigh-Fermor, que entonces estaba enrolado en el servicio de inteligencia británico, fue enviado a Creta con la misión de secuestrar al general Heinrich Kreipe, comandante general de las fuerzas alemanas que ocupaban la isla. Ese secuestro es una de las historias más asombrosas de la contienda en Grecia. A base de arrojo, temeridad, inconsciencia y una considerable dosis de suerte, él y un puñado de hombres no sólo lograron en 1944 capturar a la máxima autoridad militar alemana en Creta, sino que se las arreglaron para atravesar indemnes las filas enemigas lanzadas en su persecución, llegar a la costa, contactar con el barco inglés enviado en su busca y desembarcar sanos y salvos en el litoral egipcio una semana después con el atribulado general germano. La hazaña fue descrita por uno de sus participantes destacados, Billy Moss, en el libro Mal encuentro a la luz de la luna (de próxima aparición en editorial Acantilado) y también en una película dirigida en 1957 por Michael Powell con Dirk Bogarde encarnando a Leigh-Fermor.

Mientras visitaba los lugares más emblemáticos de la prolongada y decisiva relación de Leigh-Fermor con Grecia (entonces yo estaba escribiendo un libro con él como uno de los protagonistas), unas líneas incluidas en La batalla de Creta, de Anthony Beevor, me animaron a variar la ruta que había planeado para visitar los lugares del secuestro de Kreipe y de la propia batalla. Cuenta Beevor que el 28 de mayo de 1941, en plena retirada de las tropas aliadas hacia Sfakiá, al sur de Creta, donde serían embarcadas hacia Egipto, un grupo de republicanos españoles entró en combate junto con dos compañías de maoríes en las escaramuzas que se mantuvieron con las unidades de montaña del ejército alemán, que estaba a punto de ocupar toda la isla. Un poco más adelante el historiador observa que, antes de entrar en combate, los maoríes realizaban un baile llamado Haka para inspirar valor en los guerreros y aterrorizar al enemigo (actualmente la selección de rugby de Nueva Zelanda, conocida como los All Blacks, conserva la poco tranquilizadora costumbre de ejecutar ese ritual antes de disputar sus encuentros).


Como ocurre en toda retirada, ese día se les debió hacer muy largo y confuso a aquellos hombres huidos de la España de Franco y que, por una para ellos seguramente incomprensible sucesión de casualidades, habían ido a parar a una isla griega para luchar codo con codo con guerreros venidos de las antípodas y de los que quizás nunca habían oído hablar.


La fina pluma de uno de los testigos, Theodoro Stephanides, que luego aparecerá como el bondadoso sabio de Mi familia y otros animales, de Gerald Durrell, permite barruntar el ambiente que se respiraba: "Me costaba creer que estaba tomando parte en lo que probablemente sería un acontecimiento histórico. Más que una retirada, aquello recordaba a una muchedumbre que saliera de un estadio de fútbol después de un partido y comprobara que no había trenes en funcionamiento".


¿Una tropa de republicanos españoles luchando mano a mano con maoríes que realizaban danzas rituales? ¿En Creta? Me entró una enorme curiosidad por saber de ellos, quiénes eran, cómo habían llegado hasta allí y cuál había sido destino. ¿Habrían conseguido llegar sanos y salvos a Egipto?

El museo bélico de Heraklion

Mi investigación comenzó en Heraklion y para entrar en ambiente me dirigí al Museo de la Batalla de Creta y de la Resistencia, inaugurado en mayo de 1994. A diferencia de los miles de visitantes que acuden al despampanante Museo Arqueológico de la ciudad, el modesto edificio que lo alberga, no muy lejos de ese Goliat del turismo, apenas recibe visitas. No hay tecnología multimedia, ni exhibe lo último en técnicas museísticas. Todo se reduce a unas cuantas salas con vitrinas de cristal y madera de las de toda la vida. Y su iluminación tal vez diste de ser perfecta, pero no tiene precio la emoción que despiertan los objetos y fotografías que allí se muestran. Como, por ejemplo, la imagen del joven oficial alemán y su maletín lleno de libros, uno de ellos, los Himnos a la noche de Novalis. O las fotografías de sonrientes y confiados soldados alemanes antes de embarcar en los Junker 52 para ser lanzados sobre la isla y los rostros demudados de esos mismos soldados vagando entre los viñedos, una vez llegados a tierra. O la fotografía del padre y el hijo cretenses instantes antes de ser fusilados.

 

A la sala especial sobre el secuestro de Kreipe le dediqué un buen rato: dos enormes fotografías de Paddy Leigh-Fermor y Kreipe presiden la sala, donde también se exhiben mapas detallados de la ruta de escape y figuran los nombres de todos los protagonistas junto con el relato de la hazaña. Tomé mis notas y a la salida pregunté al amable señor que hacía las veces de recepcionista y vigilante si había oído mencionar la participación de republicanos españoles en la batalla de Creta. Su respuesta fue negativa, pero me dio la dirección de una tal señora Ioanna, hija de uno de los héroes de la resistencia, que según él sabía todo sobre ese acontecimiento histórico. Por desgracia, no pude localizar a la señora Ioanna, así que seguí con mi plan de viaje pensando que ya investigaría sobre el asunto a la vuelta a casa. De momento me iba a concentrar en la ruta del secuestro y visitaría los lugares más destacados de la batalla de Creta.

De Knossós al lugar de la emboscada a Kreipe

Al día siguiente alquilé un coche y fui a Knossós, situado a unos 8 kilómetros de Heraklion, donde se encuentra el yacimiento minoico más importante de la isla. Me pareció bastante cambiado respecto a la visita de mis tiempos universitarios, cuando fui vergonzosamente expulsada por recoger del suelo uno de los miles de fragmentos de cerámica que abundaban por todas partes. Ahora todo está señalado y acordonado. La sala del trono sólo se puede contemplar a través de un cristal y, por supuesto, no queda a la vista ni el más mínimo fragmento de cerámica. Pero fuera de temporada sigue siendo un lugar cautivador, rodeado de un suave paisaje de colinas cubiertas de olivos y campos de viñedos.


De vuelta al coche, me dirigí al lugar de la emboscada al general alemán, a unos diez kilómetros de Knossós, en el cruce de la carretera de Arkhanes-Heraklion. A media mañana, el tráfico de camiones era endemoniado en ambos sentidos, nada que ver con aquellos cinco vehículos que contaron los secuestradores en las dos horas que estuvieron esperando a su presa. En el lugar exacto donde fue el secuestro se levanta ahora un, digamos, monumento compuesto de una columna de tres bloques de piedra, truncada en la parte superior y recubierta de alambre de espino y una bandera griega.


Obligada a un regreso apresurado a Knossós, porque los camiones casi me embestían para que acelerara, al llegar aparqué con alivio junto a los puestos de espantosos souvenirs que cercan la entrada al yacimiento. Quería visitar Villa Ariadna, la vivienda que se construyó el famoso arqueólogo Arthur Evans mientras excavaba Knossós y que más tarde fue cuartel general de los alemanes durante la ocupación. En el pequeño bar donde fui a recuperar fuerzas después de mi peligrosa aventura automovilística, me dijeron que Villa Ariadna, ahora propiedad del gobierno griego, no estaba abierta al público. De todos modos, me acerqué a la enorme verja de hierro de la entrada y como estaba invitadoramente abierta, pese a un cartel disuasorio, primero me asomé y luego avancé por una amplia avenida flanqueada por enormes palmeras y arbustos de plumbago. A la izquierda reconocí el edificio apodado la “taberna” por John Pendlebury, el arqueólogo-soldado que fue curator de Knossós y murió heroícamente defendiendo Heraklion el segundo día de la invasión alemana. En la “taberna” también vivió Mikis, hijo del que fue la mano derecha de Arthur Evans, Andonis Akoumaniakis, y que gracias a esa cercanía con el cuartel general alemán pudo recoger información fundamental para llevar a cabo el secuestro.

Villa Ariadna.

Paseo por el jardín de Villa Ariadna

Sin que nadie se interpusiera en mi camino, llegué frente a Villa Ariadna, que por sí sola se merece un libro, que afortunadamente ya existe y se titula así, La Villa Ariadna. Escrito por Dilys Powell, es una deliciosa crónica de las personas que la habitaron, las actividades que allí tuvieron lugar y, paralelamente, de la historia de Creta durante casi cien años. La villa, una sólida construcción en piedra de una sola altura, está protegida de la barahúnda del tráfico y de los turistas que asuelan Knossós por un inmenso jardín de palmeras, magnolios, olivos y arbustos exóticos. Abundan los objetos arqueológicos, y frente a la fachada principal hay una hermosa y gran estatua descabezada del emperador romano Adriano, lo que me llevó a pensar que Kreipe no pudo disfrutar ni un mes de tan agradable residencia.

 

Mientras contemplaba absorta otro rincón del jardín en el que había una fuente y un trozo de capitel con hojas de acanto, escuché unos tenues ruidos que se iban haciendo cada vez más cercanos. Al poco estaba rodeada de cuatro cachorros que me saludaban moviendo animados la cola. No tardó en aparecer su madre que se mantuvo discretamente vigilante y apartada de la reunión. Acompañada de los cachorros subí el flamante tramo de escaleras de mármol que conduce a la entrada principal y llamé a la puerta sin muchas esperanzas de que me abrieran, ya que todo parecía cerrado a cal y canto. Como nadie respondió, me senté en las escaleras y disfruté de la tranquilidad del lugar y de la compañía, mientras intentaba imaginar las apasionadas conversaciones que habrían tenido lugar en este mismo jardín tras un nuevo hallazgo arqueológico y trataba de rememorar la figura de algunos de los visitantes ilustres que pisaron las escaleras en las que estaba sentada. Evans invitó a muchas celebridades para que contemplaran las maravillas de la civilización minoica que poco a poco iban saliendo a la luz y que, en opinión de algunos, él se encargaba de embellecer excesivamente con la colaboración del arquitecto y dibujante Piet de Jong.


Me despedí con pena de la Villa Ariadna y de los cachorros, que no dudaron en acompañarme hasta la salida, y, a diferencia de los secuestradores, atravesé la ciudad sin más problemas que el denso y caótico tráfico habitual antes de cruzar las murallas por la puerta de Janiá. Salvando las distancias, también experimenté, como ellos, un alivio indecible cuando me encontré conduciendo por una carretera casi solitaria hacia Anoyia. En el horizonte se recortaba la majestuosa silueta del Monte Ida, cuya cumbre parecía nevada por efecto de la blancura de la piedra caliza requemada durante el verano por un sol que seguía brillando con fuerza esa tarde de finales de septiembre de 2008.

Monte Ida.

Anoyia, el pueblo de las dos plazas

En Anoyia tuve ocasión de disfrutar de la famosa hospitalidad cretense. La señora Aristea, dueña del hotel que lleva su nombre, me dio la bienvenida en la puerta. En lugar de conducirme a la recepción, me llevó directamente a un sombreado y agradable patio, donde me hizo sentar al tiempo que me ponía delante una jarra de agua fresca y una caja de galletas Trías para que me repusiera del viaje. Ante mi sorpresa por las galletas catalanas, Aristea me explicó que dos profesoras de Barcelona acuden todos los años a su hotel en verano y desde allí van explorando la isla con calma. Una vez satisfecha mi curiosidad, me tocó a mí satisfacer la suya, y respondí a las inevitables preguntas que te plantean los griegos, sobre todo cuando viajas sin compañía, ya que no conciben la vida en soledad y mucho menos a la caída de la tarde, cuando ya han terminado las obligaciones cotidianas. ¿Dónde estaba mi parea (pandilla, grupo de amigos)? ¿Y mi marido y mis hijos? ¿Qué hacía viajando sola? Una vez solventado este trámite, al que ya estaba habituada, Aristea sintió que había llegado su turno de explayarse sobre la belleza que nos rodeaba y en particular la de Anoyia, donde no hay una única platía (plaza o centro de todo pueblo griego con su taberna y sus grandes árboles) sino dos, y la más bonita es justamente la que queda enfrente del hotel. Tras dejar mis cosas en la habitación con una terraza que da a un espectacular paisaje de montaña y comprobar con agrado la botellita de raki obsequio de la casa que descansaba sobre la mesilla, salí a explorar la localidad.


Anoyia fue reconstruida después de que los nazis la destruyeran con saña del 13 de agosto al 5 de septiembre de 1944. Se trata de un pueblo animado que se desparrama verticalmente por la ladera de la montaña y del que mi guía decía que es el único de Creta en el que todavía se puede ver a hombres vestidos con el tradicional atuendo de montaña y a las mujeres, de negro. La guía no informa, sin embargo, de que la zona se ha convertido en uno de los centros de tráfico de marihuana más importantes de Europa y de que son frecuentes los tiroteos entre delincuentes y policías. También pude observar que las tabernas de las plazas estaban ocupadas únicamente por hombres cuyas miradas se concentraban en la solitaria viajera que había osado irrumpir en sus varoniles dominios para sentarse en una mesa, beber una cerveza y escribir unas notas. Luego me acerqué hasta el monumento levantado en honor de los caídos de la guerra y en el ayuntamiento pude leer la orden de destrucción del pueblo dictada por el sanguinario Müller, antecesor de Kreipe como comandante general de la isla y objetivo original del secuestro.

Cueva Ideon Andron, en la falda del Monte Ida y no lejos de Anoyia.

La morada infantil de Zeus y la Tierra de los Lotófagos

El día siguiente lo dediqué a explorar el Monte Ida y sus alrededores. Ahora se puede subir cómodamente en coche hasta Nidi, la gran meseta que se extiende a los pies del Ida. El día era gris y plomizo, y no se veía un alma hasta donde alcanzaba la vista. Aparte de los cencerros de algunas cabras, reinaba un profundo silencio y todo el entorno emanaba una intensa sensación de soledad. La meseta de Nidi fue uno de los lugares más utilizados por los británicos para el lanzamiento de armas, víveres y personas durante la ocupación, ya que los alemanes raramente se internaban por estos parajes solitarios, aunque alguno sí debió hacerlo a tenor de las tumbas de jóvenes cretenses que habían caído en combate y que salpicaban el suelo aquí y allá, aportando un toque aún más sombrío al paisaje.


Exploré la cueva Ideon Andron, donde la leyenda sitúa la morada de Zeus niño, tras ser escondido por su madre, Rhea, para impedir que se lo tragara vivo su padre, Kronos. Allí creció en paz, alimentado y cuidado por esa encantadora niñera que tuvo que ser la cabra Amaltea. La cueva cuenta con una espaciosa cámara en la entrada y dos grandes túneles que se pierden hacia las profundidades. Lo siniestro del lugar se veía acentuado por la presencia de unos raíles oxidados, utilizados tal vez en las últimas excavaciones arqueológicas, y a la circunstancia de que el día se iba poniendo cada vez más oscuro y neblinoso. La cima del Ida había desaparecido entre densos nubarrones y comenzó a lloviznar.


Era el momento perfecto para decir adiós a este melancólico lugar, regresar al relativo bullicio de Anoyia y retomar la charla con Aristea, a quien le gusta compartir un vasito de raki con sus huéspedes. Al preguntarle sobre los tiempos de la guerra, se puso seria y me contó que aparte de reducir a escombros la población, los alemanes habían matado a cuatro hombres que por diferentes motivos no habían podido huir, a dos hermanas que se negaron a abandonar su casa y fueron quemadas vivas en ella, y a una pobre perturbada que no entendía nada de lo que estaba ocurriendo. En los alrededores del pueblo hubo algunas víctimas más, aunque la mayoría de los habitantes se habían podido poner a salvo en las montañas.

 

La ruta del secuestro me llevó a la vertiente sur del Ida, al Valle de Amari, o Tierra de los Lotófagos según los agentes británicos, porque allí podían encontrar todo lo que necesitaban y olvidar la guerra durante unos días al abrigo de las montañas y de sus innumerables cuevas. Yerakari es el más importante de todos los pequeños núcleos de población diseminados en la zona. A diferencia de los pueblos sicilianos, que se alzan apiñados en un cerro para defenderse del invasor, los cretenses se extienden por las laderas de la montaña y sus habitantes optan por retirarse a la seguridad de las alturas para ocultarse o defenderse desde allí. Todas las aldeas del Amari fueron destruidas durante la ocupación, así que cada una ostenta su correspondiente monumento a las víctimas de la guerra.


Mientras contemplaba uno de ellos se me acercó un anciano curioso, al que le pregunté si había oído hablar de la participación de españoles en la batalla de Creta. Una vez más su respuesta fue negativa, pero aprovechó mi interés para hacerme partícipe de sus recuerdos de aquella época. Se nos fueron uniendo más personas y terminamos, cómo no, en la taberna, donde tuve ocasión de oír contar de viva voz historias que hasta entonces sólo había conocido en los libros. Me podría haber quedado días y días en la Tierra de los Lotófagos. Es una zona solitaria y apenas visitada de Creta, de una belleza agreste, perfecta para los amantes de las caminatas por la montaña como yo, pero debía continuar mi viaje.

Meseta del Nidi.

Flores para la tumba de John Pendlebury

En teoría, de seguir fielmente la ruta del secuestro, tendría que recorrer un largo trayecto en dirección oeste para situarme frente a la playa del embarque. Pero no sólo estaba realizando la mayor parte de ella en coche, sino que al mezclarla con escenarios de la batalla, mi itinerario distaba mucho de ser riguroso, así que enfilé hacia el noroeste, hacia Janiá, encantador enclave turco-veneciano que me recordó a una Ciudadela de Menorca con minaretes. Después de varios días en las montañas, disfruté de los placeres de esa pequeña ciudad, que cuenta con una buena librería, heladerías, restaurantes y un animado puerto.


Visité la cercana bahía de Souda, donde se encuentra el cementerio de los aliados. Me llevó un rato hallar la tumba de John Pendlebury entre las miles que a modo de silencioso escuadrón se extienden en perfecta formación hacia el mar. Deposité las flores que había comprado en Janiá, aunque allí ninguna tumba carece de ellas, ni siquiera las que no tienen nombre, que son la mayoría, porque todo el cementerio es una enorme y cuidada rosaleda.

 

Luego me dirigí a Máleme, 20 kilómetros al oeste de Janiá, donde estaba el aeródromo que fue capturado el segundo día de la invasión alemana, lo que permitió a los atacantes aerotransportar los refuerzos necesarios para hacerse con el control de la isla. Ahora es un tranquilo centro de vacaciones con una enorme playa y varios complejos hoteleros. Lo único que recuerda que allí hubo una batalla es un monumento conmemorativo de la RAF a los aviadores de los escuadrones 30 y 33 caídos en combate. No muy lejos se extiende el cementerio alemán con los restos de 4.465 soldados, también un enorme jardín de pequeñas flores rojas que conforman atrevidas franjas con el verde del césped. A la entrada se puede leer lo siguiente, escrito en alemán, griego e inglés: “En conmemoración de la Batalla de Creta hace 60 años, los supervivientes de las naciones enfrentadas de Grecia, Gran Bretaña, Australia, Nueva Zelanda y Alemania se reunieron aquí en mayo de 2001 para unir sus manos sobre las tumbas como signo de reconciliación y de paz”.

Cementerio aliado en Souda.

Hacia la llanura de Askifu por las Montañas Blancas

En Janiá inicié la ruta de la evacuación que terminaba en Sfakiá, en la costa sur de la isla. A partir de Vrises, la carretera va serpenteando montaña arriba y hacia el oeste se pueden contemplar los picos de las Montañas Blancas de casi 3.000 metros de altura. Es un paisaje imponente en el que no resulta difícil imaginar las filas interminables de soldados exhaustos que caminarían lo más rápidamente posible para no ser dejados en tierra y que de vez en cuando todavía tenían que repeler los ataques de las unidades alemanas.


De éstas cuenta Beevor en La batalla de Creta que viendo próximo el final de los enfrentamientos, los bávaros y tiroleses del 100º Regimiento de Montaña de Bad Reichenhall habían adoptado una actitud más despreocupada y su vestimenta se había vuelto bastante informal. Algunos de ellos se habían vestido con restos del uniforme británico previsto para el trópico, lo que inevitablemente provocaba confusión. El colmo de lo grotesco llegó cuando, después de tomar la aldea de Askifu, saquearon la casa más rica, perteneciente a una pareja de recién casados, y se apoderaron del ajuar de la novia. Los soldados tiroleses salieron ataviados con las bragas y enaguas de la mujer, de finos encajes, sobre la cabeza a modo de los tules de los kepis que la Legión Extranjera utilizaba para protegerse del sol.


La llanura de Askifu me pareció un lugar idílico, con sus praderas, huertos, campos de cultivo, arroyos y ganado pastando. Se sentía la cercana presencia del mar. Costaba hacerse a la idea de que ese pacífico rincón de la isla había sido testigo de las bajezas propias de la guerra: vehículos destrozados y abandonados, montones de latas de comida y munición vacías, letrinas excavadas y cadáveres esparcidos aquí y allá. En la pequeña aldea de Imbros dejé el coche para recorrer a pie el desfiladero del mismo nombre. El escritor Evelyn Waugh, al que le tocó hacerlo en aquellos turbulentos días de la evacuación, comparó sus terrazas naturales sobre la roca y los pinos de Alepo precariamente aferrados a ellas con un paisaje barroco del siglo XVII. A pesar de la brutal situación creada por la guerra, debía costar permanecer inmune a la belleza mediterránea que lo impregnaba todo en forma de olores y colores en muda coexistencia con el horror.

Montañas Blancas.

Farallón sobre el mar de Libia

El desfiladero desemboca en la pequeña aldea de Komitades y de allí basta recorrer unos pocos kilómetros para llegar a Sfakiá. Sin duda era la ruta que ofrecía un descenso más seguro y fácil hasta la costa, pero en el desbarajuste de la retirada, muchos soldados, desconocedores de la existencia de la garganta, prosiguieron por la carretera que venía del norte y acabaron abruptamente en un inmenso farallón que domina el mar de Libia. Al llegar allí, los sentimientos debieron de ser encontrados. Al alivio por el panorama marítimo que evidenciaba el final de la caminata, se uniría el miedo a no poder escapar y el desaliento ante un último tramo que descendía en picado por una ladera rocosa y desprotegida ante los ataques aéreos, que continuaban produciéndose de tanto en tanto.


Sfakiá sigue siendo una aldea diminuta, entregada ahora al pacífico negocio del turismo. El viajero es recibido por un macabro monumento conmemorativo que exhibe cráneos humanos en una urna de cristal, homenaje de los veteranos neozelandeses a los valientes cretenses que les ayudaron arriesgando sus propias vidas. Mientras nadaba en el tranquilo mar de Libia, me volví hacia la costa y contemplé el enorme farallón con su solitaria y empinada carretera en zigzag. Por allí habían bajado hacía casi 70 años los españoles junto con las tropas de la Commonwealth: neozelandeses, australianos y maoríes. Cuenta Beevor que para los españoles la perspectiva de la captura era especialmente terrible. Seguro que los devolverían a la España de Franco, donde los fusilarían como a muchos de los republicanos entregados por los alemanes, desde milicianos hasta ex-ministros del Frente Popular. Afortunadamente, el oficial médico del batallón, capitán Cochrane, que había luchado en España con las Brigadas Internacionales, tuvo la luminosa idea de sugerir que, al ser interrogados, se declarasen gibraltareños. Pero, ¿qué pasó en realidad? Para mi seguía siendo un misterio.

Macabro monumento en Sfakiá.

Final de viaje con promesa de sándwich de langosta

Abandoné con alivio Sfakiá y enfilé la carretera que recorre la inhóspita costa sur cretense, en medio de un paisaje africano. Mi siguiente destino era la aldea de Rodákino en cuya pequeña ensenada embarcó el grupo del secuestro. Todo estaba muy solitario y debido tal vez al hambre que sentía, lo único que me vino a la cabeza fueron los sándwiches de langosta con que fueron obsequiados Paddy Leigh-Fermor y sus camaradas nada más subir a bordo. Me prometí regalarme con uno en cuanto regresara a Atenas, ya que son una especialidad del elegante bar del Hotel Grande Bretagne.


Mi viaje concluyó unos kilómetros más adelante, en el monasterio de Préveli, que fue uno de los centros más importantes de la resistencia. El lugar, de gran belleza, transmite una enorme paz si uno pasa por alto el monumento de dudoso gusto que muestra dos estatuas de bronce de tamaño natural, una de un monje barbudo y otra de un soldado aliado, armados ambos con sendas metralletas. Los monjes que atienden un pequeño museo dedicado a la resistencia tampoco habían oído nunca hablar de los combatientes españoles.

Monumento a la resistencia en el montasterio de Préveli.

La historia de los republicanos españoles

De vuelta a casa, mis pesquisas me llevaron hasta la persona que incluso había entrevistado a algunos de los supervivientes de esa aventura. Se trata de Daniel Arasa, periodista y profesor de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, quien ha escrito dos libros sobre el tema: Los españoles de Churchill y Los catalanes de Churchill. Por fin podía poner nombre y apellidos a los republicanos en Creta y conocer su historia.


Un grupo de alrededor de 500 españoles fue reclutado en el campo de internamiento de Barcarès, en los Pirineos Orientales, donde los exiliados sobrevivían en penosas condiciones, e incorporado al Batallón de Ultramar francés, creado en 1940 y trasladado al Líbano. Cuando se firmó el armisticio entre Francia y Alemania, los españoles se vieron en una situación extraña, ya que su deseo era seguir luchando contra el fascismo. Algunos consiguieron desertar y unirse a los aliados en Palestina. Otros se encontraron de nuevo empuñando las armas junto a los franceses cuando las tropas británicas, reforzadas por unidades gaullistas, lanzaron una ofensiva sobre el Levante colonial galo, pero muchos con la intención de cambiar rápidamente de bando. El 7 de agosto de 1941 ya apareció una noticia en la prensa británica sobre los españoles “que se dejaban hacer prisioneros en Siria y se pasaban en masa a los aliados”.

 

Así pues, un contingente español, compuesto por unos 70 hombres, fue incorporado por el tiempo de duración de la guerra al 50 Middle East Commando, que en total sumaba 420 soldados a las órdenes del teniente coronel George A.D. Young. Según los archivos británicos, los españoles tenían entre 20 y 25 años y buen aspecto físico. Uno de ellos, apellidado Luque, capitán de la marina, era un joven alto, culto y bien parecido. También había pastores y hasta un futbolista catalán, apellidado Trancho, que poseía además muy buena voz. Algunos no habían salido de su pueblo natal antes de la Guerra Civil española y en su mayoría nunca habían oído hablar de comunismo o de fascismo hasta el momento de ser reclutados a la fuerza para el ejército. Uno estuvo a punto de ser linchado por quintacolumnista por sus propios compañeros y otro fue ejecutado por el capitán canadiense McGibbon “por marchar en la dirección equivocada” durante la batalla de Creta.

 

Sus oficiales constataron en los entrenamientos y maniobras que los españoles eran guerrilleros natos. Se movían de noche tan sigilosamente como pieles rojas y los británicos afirmaban que eran excelentes en acciones nocturnas y que no tenían escrúpulos en el uso del machete o el cuchillo. El capitán McGibbon contaba también que con las mujeres cosechaban un tremendo éxito. En general, eran las chicas las que iban tras ellos, lo que no ocurría con los soldados británicos.

Una misión para valientes

Los españoles llegaron a la bahía de Souda, Creta, la noche del 26 al 27 de mayo, procedentes de Alejandría, cuando ya había comenzado la evacuación de las tropas británicas. Formaban parte del Batallón D perteneciente al 50 Middle East Commando y estaban a las órdenes del capitán McGibbon. Su cometido era cubrir la retirada de las tropas aliadas hacia Sfakiá en unas condiciones muy precarias, ya que un joven oficial del batallón A que formaba parte de las avanzadillas desembarcadas dos días antes y que estaba encargado de transmitirles las órdenes, les dijo que no dispondrían de transporte, ni probablemente de abastecimiento de comida ni munición. Una suerte muy poco envidiable que mejoró algo cuando se les unió un pelotón de maoríes en retirada, al mando de un subteniente. Los maoríes no sólo llevaban sus armas sino también otras capturadas a los alemanes. Fueron recibidos con los brazos abiertos y poco después les fue dada la orden de realizar un ataque a la bayoneta.

 

Tras días y noches de confusión, órdenes y contraórdenes, los españoles supervivientes llegaron a Sfakiá. No pudieron embarcarse porque su misión era establecer un anillo de protección de las playas de embarque y una vez completada la evacuación tenían la orden de rendirse a los alemanes. No obstante, el oficial que se quedó al cuidado de los heridos se dirigió a los supervivientes diciendo que los que se vieran con fuerzas y desearan hacerlo, podían intentar escapar por las montañas. A los que se quedaran y fueran hecho prisioneros, se les aconsejó hacerse pasar por gibraltareños para evitar la extradición. Entre los que escaparon se encontraban los apellidados Redondo, Surera, Vilanova, Valera, Esteve, Cayo y Trancho, el futbolista. Después de muchas dificultades, un grupo de cretenses les ayudó a hacerse a la mar en un caique con el que consiguieron llegar a Egipto. Trancho murió poco después.

 

Durante un tiempo, circuló el rumor entre las tropas británicas de Egipto de que los españoles prisioneros en Creta habían sido fusilados o colgados por los alemanes, pero la verdad fue que recibieron el mismo trato que los británicos y se les trasladó a campos de concentración en Polonia y en el este de Alemania.

La abrupta costa de Skafiá.

Cita en el cementerio ateniense de Faliron

En junio de 1945, 35 españoles, antiguos miembros del 50 Middle East Comanndo, desembarcaron en Inglaterra tras cinco años de encierro. De todos los que habían sido hechos prisioneros en Creta sólo faltaban dos: Braulio Heras (de Córdoba) y Francisco Lumbrera (de Jaén), fallecidos muy pocos días antes de la liberación durante un bombardeo de la aviación aliada. La lista que aparece en los archivos del ejército británico da 31 nombres: Álvarez, Barroso, Díaz, Franco, Fajardo, Fraile, García, Gómez, Galarreta, Jordà, Navarrete, Postillo, Torralbo, Trill, Cervantes, Martínez, Bravo, Cleto, Hidalgo, Martínez, Albaladejo, Castellano, Lloret, Martínez, Marino, Galera, Carmona, Marín, Sánchez, Blasco y Lillo.

 

En el Centro Vasco de Londres se les ofreció una recepción y a continuación quedaron bajo el cuidado de la Cruz Roja. Pese al tiempo transcurrido como soldados británicos, apenas sabían una palabra de inglés. La noticia apareció en la prensa londinense y el periodista John Carpenter, que les entrevistó, escribió que “todo les parecía un sueño”, sobre todo entrar en un pub y poder tomarse una cerveza. La propaganda nazi les había hecho creer durante los cinco años de reclusión que Londres no era más que un montón de ruinas.


La mayoría se quedó a vivir en Gran Bretaña y adoptó la nacionalidad británica. Entre los que no volvieron, el soldado raso Braulio Heras, uno de los dos muertos el lunes 8 de mayo de 1945 por fuego amigo, está enterrado en el cementerio de guerra de Faliron, en Atenas, junto a otros 3.000 soldados caídos durante la liberación de Grecia, Creta y Yugoslavia. En la entrada figura esta inscripción en griego antiguo e inglés: "Nosotros, que combatimos por la libertad de Grecia, yacemos aquí en gloria imperecedera". En mi próximo viaje a Atenas no dejaré de llevarle flores al cordobés Braulio Heras, muerto sin haber cumplido los veinticinco años en un conflicto que quizás nunca llegó a comprender.

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