VIAJES /// Tumbos

El artículo que sigue se fraguó en circunstancias extravagantes. No recuerdo cuándo ni dónde se publicó, pero sí que lo escribí a dos manos con Juan Álvarez-Cienfuegos a finales de la década de 1990 en…Túnez. Alguien había vendido a una revista de viajes un reportaje fotográfico sobre el tren Chihuahua-Pacífico, conocido como el Chepe, sin texto. Me preguntaron si yo había hecho ese trayecto, y dije que no, pero que conocía a alguien que lo había realizado algún año antes, y que prepararíamos el artículo entre los dos. Juan podría haberlo escrito solo, claro, pero trabajaba en un instituto, y no disponía de mucho tiempo. Y yo entonces me ganaba mal que bien la vida como free-lance. Mi amigo residía en San Sebastián y yo en Barcelona, así que, aprovechando unos días libres suyos por carnavales, hicimos un corto viaje a Túnez y dedicamos ratos perdidos a redactar en Hammamet, donde vivía exiliado el corrupto socialista italiano Bettino Craxi. Creo recordar que el texto apareció con nuestras dos firmas pese a que aletea en todo él un inequívoco narrador individual. Y lo más curioso es que quedé tan seducido por lo que contamos que me apresuré a comprobar personalmente la veracidad del artículo. Y sí, todo resultó cierto. Hermosamente cierto.    



Al Pacífico en el Chepe

La imagen más extendida de México es la del país de los mayas y los aztecas o, si se plantea sólo en términos de turismo de masas, la de un destino que ofrece sol y playas, tanto en el Caribe como en el Pacífico. Sin embargo, dada la variedad de climas, paisajes, culturas y niveles de desarrollo que presenta, la extensa República Mexicana depara un sinfín de sorpresas. Una que vale la pena paladear, por la riqueza de contrastes naturales y humanos que atesora, es el recorrido en tren desde Chihuahua al Pacífico a través de la Sierra Tarahumara.

 

Los 650 kilómetros de la línea férrea que separan la árida meseta de Chihuahua de los frondosos palmerales de Los Mochis se cubren en 14 horas, espacio de tiempo que se hace corto ante el despliegue de un paisaje tan variado como apabullante. Con todo, el tramo más espléndido lo constituye la travesía de la Barranca del Cobre y, especialmente, la parada de Divisadero, punto desde el que es posible contemplar, a 2.500 metros de altitud, una serie de impresionantes cañones que se extienden hasta donde se pierde la vista. En esta parada, a mitad de trayecto, reinan las coníferas, como antes lo hicieron los cactus y más allá lo harán las palmeras. Tres especies vegetales unidas por el ferrocarril, santo y seña de una cultura revolucionaria que prendió con fuerza por estos parajes a principios del siglo XX, con Pancho Villa como héroe legendario.

 

En el tren de segunda clase

Chihuahua, donde Villa formó la famosa División del Norte, es una moderna ciudad habitada por 800.000 personas. Marcadamente ganadera, en ella son habituales los espectáculos de rodeo, pero también puede uno encontrarse a miembros de la comunidad menonita vendiendo sus famosos quesos en un mercado, o vislumbrar la figura de un indio tarahumara cruzando la calzada entre bocinazos de los coches, por lo que no parece desacertado deducir que se trata de un lugar donde se mezclan formas de vida encerradas en sí mismas, ajenas por completo unas de otras.

 

La mañana en que me despedí de Chihuahua era azulada y fría, como tantas otras de esa zona del noroeste de México durante el mes de enero. En la pequeña, oscura e incómoda estación de ferrocarril me enteré, tras acercarme a la ventanilla avanzando entre el compacto grupo de vendedores y viajeros, que el tren de primera clase ya había partido y que todavía quedaba una hora para la salida del de segunda clase. Mi plan de viaje consistía en realizar el trayecto en dos etapas: de Chihuahua a Creel, la primera, y de esta localidad a Los Mochis, la segunda. Según mis cálculos, que no resultaron ser imprecisos, tenía que llegar a Creel a las 2 de la tarde, una buena hora para poder comer en algún restaurante o cantina. No estaba muy preocupado al respecto, pero de haber albergado alguna inquietud, se me habría disipado enseguida ante la aparición en cada estación de vendedores de todo tipo de alimentos y bebidas.

 

El convoy, compuesto por la locomotora y seis largos vagones azules con asientos de skai rojo, discurría con un suave traqueteo por un paisaje árido, por llanuras terrosas que se perdían en el horizonte, por planicies en las que aquí y allá aparecían algunas manchas de verde desvaído y cactus aislados. Mi vagón, en contraposición a esos espacios desolados en los que resultaba difícil imaginar qué podía sobrevivir allí, presentaba una gran variedad de tipos y vestimentas: unos turistas escandinavos no cesaban de beber agua embotellada y de consultar sus guías, una familia de indios tarahumaras apenas se dejaba notar pese a viajar con cinco niños de corta edad, un grupo de soldados contaba chistes y se lanzaba pullas, y norteños de sombrero de ala ancha, cazadoras claveteadas y botas puntiagudas parecían sentar sus reales con la clase de decisión de quien es natural del lugar.

 

Uno de esos hombrones, mezcla de cowboy y charro, ocupó el asiento contiguo, hasta entonces vacío, y tras un rato de silencio pegamos la hebra. Intercambiamos noticias sobre nuestras vidas y países, y al despedirse me espetó: “mire usted, con lo seriotes que veníamos al principio, que parecía que estábamos enojados, y lo amigos que ahora somos”. Efectivamente, la gente de este territorio del norte de México, en que la colonización fue llevada a cabo en gran parte por vascos, son parecidos a éstos, adustos y serios en apariencia, pero extremadamente amigables una vez roto el hielo.

 

Parada en Creel

Entretanto el paisaje había cambiado, se multiplicaban las irregularidades del terreno y éste adquiría una tonalidad cada vez más verde y umbrosa. Pero a estas alturas, ya próxima la llegada a Creel, mis pensamientos giraban en torno al alojamiento y las visitas que quería realizar aprovechando la parada de veinticuatro horas. Nada más apearme, estaba rodeado de jóvenes que me ofrecían hotel y dos de ellos me metieron, literalmente, en un todoterreno, sondearon mis posibles económicos y me llevaron a la casa de huéspedes Margarita´s. Superadas la sorpresa y la susceptibilidad iniciales, me encontré confortablemente instalado en una pensión que recordaba los refugios de alta montaña: austero mobiliario, mucha ropa de cama y olor a guiso. Además, era el lugar idóneo para contactar con guías y contratar excursiones por carreteras y pistas forestales a distintos lugares de la zona de la Barranca del Cobre: Basigochi, La Bufa, Batopilas, Satevó...

 

Esa tarde, para abrir boca, di un largo paseo por las inmediaciones de Creel y caminé durante un rato junto a un pastor evangelista estadounidense que iba a visitar a una feligresía un tanto apartada, lo que me permitió constatar la actual penetración de las iglesias de la Reforma en una tierra donde los jesuitas fundaron varias misiones en el siglo XVIII. A la mañana siguiente, tras ingerir un copioso desayuno mexicano a base de huevos, chorizo y frijoles, contraté, junto a una pareja de franceses, una excursión de cuatro horas en un todoterreno hasta Cusarare. Vimos desde la carretera las cuevas habitadas por los tarahumara -sin poder hacer fotos, según insistió el guía- y a través de una pista forestal abierta en un tupido bosque de coníferas, llegamos al lago Arareko y desde allí nos dirigimos a nuestro destino. Una vez en Cusarare, otro guía tarahumara nos llevó a pie por boscosas encañonadas hasta la cascada, localizada a unos tres kilómetros. La impetuosa caída del agua, que rompía un silencio sonoro de tan intenso, se presentaba como una manifestación altiva de la naturaleza en un marco de lo más apacible.

 

En el camino de regreso a Cusarare, el guía, que apenas hablaba castellano (los tarahumara disfrutan del usufructo de sus tierras y monopolizan los servicios turísticos en la zona) sólo se dirigió a nosotros para preguntarnos si queríamos comprar alguna artesanía, y al decirle que no, se abstuvo de mostrar el más mínimo gesto de desagrado. Los casi 50.000 indios integrantes de la comunidad tarahumara, que se llaman a sí mismos raramuri, viven desperdigados por la zona de la Barranca del Cobre y son famosos por su legendaria resistencia como corredores de fondo.

 

Un paisaje desafiante

De nuevo en el tren, me vi obligado a estar de pie durante un par de horas, con la disyuntiva de vigilar mi equipaje o disfrutar del paisaje, como hacían el resto de viajeros, optando sin mayores dilaciones por la segunda opción, cosa de la que no me arrepentí en ningún momento. Seguíamos en un terreno de montaña, donde reinaban el pino y el cedro, y al llegar a Divisadero no pude menos que lamentar la brevedad de la parada. En los quince o veinte minutos brindados al viajero, éste sólo puede embelesarse ante un paisaje inmenso y desafiante. Allí el gran cañón de la Barranca del Cobre se divide a su vez en infinidad de cañones más pequeños, formando algo parecido a un gran río seco atravesado por decenas de afluentes.

 

La comparación con otro gran desfiladero, el Cañón de Colorado, resulta casi instantánea, pero no juega a favor del icono natural estadounidense, cuatro veces más pequeño que el mexicano y con 450 metros menos de profundidad. Lo que en el de Colorado son paredes arenosas y yermas, en la Barranca del Cobre, el mayor cañón de América del Norte, toman forma de vertiginosos cortes alfombrados de un verde intenso que resalta todavía más sobre el fondo de tierra rojiza que le da nombre (abundante sobre todo en la zona cercana a Batopilas, que tiene sólo 1.000 metros de altura). La mirada salta de un barranco a otro y no para nunca de colmar la avidez que la propia visión produce. Uno se estaría horas disfrutando de ese espacio único, pero el pitido del tren y el remolino de viajeros le indican, tras trascurrir un tiempo que parece un suspiro, que debe abandonar el barandal de Divisadero y reanudar el viaje.

 

Ya sentado, rodeado de pasajeros de inequívoco aspecto indio, la luz del crepúsculo me permitió observar, aunque sin la necesaria claridad, la parte del paisaje de la bajada hasta el Océano Pacífico. El tren circulaba siguiendo el curso del río Septentrión entre auténticos farallones rocosos en donde brotaban vigilantes ceibas, palmas y espinos, cuya visión era interrumpida al atravesar los 96 túneles que se suceden en esta parte del recorrido, cifra que da idea de la difícil construcción de la línea de ferrocarril, iniciada a fines del siglo pasado y no finalizada hasta 1961. A punto de cerrarse la noche, estábamos ya en las tierras bajas y se presentía el océano. Entonces se agradecían especialmente las ofertas de comida y bebida en cada parada del tren, en las que no faltaban las tortas (bocadillos), los tacos de distinto tipo y sobre todo tamales, muchos tamales, calentitos y sabrosos tamales.

 

El calor, a pesar de la noche, comenzaba a ser asfixiante, la humedad aumentaba por momentos y la luz blanquecina del vagón impregnaba el ambiente de un cierto tono de tristeza. Por fin el tren hizo su última parada ya muy entrada la noche. Estábamos en Los Mochis. Había terminado mi viaje en dos etapas desde Chihuahua. La salida a la ruidosa y oscura ciudad me aturdió, entre otras razones porque mi mente permanecía anclada todavía en plena Sierra Tarahumara. Fue entonces cuando tuve una loca idea digna de un viajero cuerdo. Pensé que no me importaría deshacer el camino a la mañana siguiente para poder contemplar, a la luz del día, el paisaje que recorre el tren en el descenso desde Bahuichivo, apenas entrevisto en el crepúsculo. Luego, algunos habitantes de la zona me aseguraron que era mejor el recorrido Los Mochis-Chihuahua porque se puede apreciar con nitidez ese tramo. Seguramente así es, pero yo no lo hice. La magia del Mar de Cortés ya me había cautivado, y pensándolo bien, siempre es mejor ir de lo seco a lo húmedo que viceversa.

 

DIEZ JALONES, DIEZ

Chihuahua. Es una ciudad rica y dinámica que ofrece un interés histórico por su catedral del s. XVIII, modelo de las del norte del país, por su Museo de la Revolución y por su Museo del Arte Contemporáneo.



Cuauhtémoc. En las cercanías de esta ciudad reside la comunidad menonita, grupo religioso pacifista de origen alemán fundado por Simón Menno en el siglo XVI y establecido en México, proveniente de Canadá, a principios de siglo XX. Se distingue por su atuendo antiguo, sus eficientes cultivos y haber mantenido su lengua original.



Cascada de Basaseachi. A 126 kilómetros de La Junta, esta cascada de 300 metros de altura es una de las mayores del mundo y la cuarta de América del Norte. Resulta de difícil acceso.



Creel. Pequeña localidad de 5.000 habitantes situada a 2.300 metros de altura. Rodeada de pinos y suaves colinas ofrece un remanso de paz y un ambiente hospitalario.



Lago Arareko. Es una hermosa laguna a 8 kilómetros de Creel. Debido a la frialdad del agua y a la existencia de diversas plantas acuáticas no es aconsejable el baño.

 



Cusarare. A 22 kilómetros de Creel, en esta población aún es posible contemplar una misión jesuítica del s. XVIII en la que se pueden admirar dibujos de los propios tarahumaras. Sin embargo, el atractivo más popular lo constituye su cascada.



La Bufa. A 100 kilómetros de Creel, siguiendo la carretera de Cusarare, desde este enclave se pueden apreciar los siete distintos tipos de roca que forman escalonados las paredes del gran cañón del Barranco del Cobre.

 



Batopilas. Situada en las profundidades del cañón, tiene poco más de mil habitantes y está rodeada de vegetación tropical. En el siglo XVIII fue un importante centro minero. A pie o en un todo terreno se puede viajar a Satevó, pequeña y perdida misión de incierta fundación.



Bahuichivo. Desde esta parada del ferrocarril se llega por carretera a Cerocahui, a 17 kilómetros, y al Cerro del Gallego, a 38 kilómetros, donde existen espléndidas panorámicas de la Barranca.



Los Mochis. No es notable el encanto de esta población cercana al mar. Tiene la suerte, sin embargo, de ser el punto inicial o final de Chihuahua-Pacífico. De todas formas, su fértil entorno y la cercanía de la localidad turística de Topolobambo (en la foto) compensan su falta de atractivos.

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