Autor de cinco novelas y dos libros de cuentos, traductor y periodista, Javier Fernández de Castro ha desarrollado una intensa trayectoria y, entre sus méritos, cuenta el de haber introducido en las décadas de 1970 y 1980 un elemento novedoso en la literatura española: las motos. Consumado conductor él mismo durante décadas, acaba de publicarse en alemán Tiempo de beleño, una de sus mejores y más divertidas novelas protagonizada por dos moteros. Ahora, en plena temporada del motociclismo de competición y a las puertas de verano, Javier ha tenido el detalle de escribir para LSN un texto que es a la vez artículo de opinión, crónica de deportes, narración histórica y literatura de viajes. Que lo disfruten.       

Las 24 Horas de Montjuich en los buenos tiempos.

VIAJES /// Tumbos

A vueltas con los circuitos

En este desgraciado país nuestro la falta de equipamientos de todo orden es crónica, con el agravante de que, por lo general, cuando alguien decide poner remedio, ese supuesto remedio suele terminar siendo peor que la carencia anterior. Una afirmación así podría aplicarse a la práctica totalidad de los asuntos de la vida española, pero en este caso hablo de los circuitos de velocidad.


El motociclismo español está atravesando un momento de máximo esplendor, con un doble campeón del mundo de Moto GP (Lorenzo), un campeón frustrado por una persistente falta de suerte (Pedrosa) y la promesa de un digno heredero de Rossi como fenómeno de talla mundial (Márquez), sin olvidar al pelotón de pilotos que copan tan habitualmente los podios  y títulos de las categorías inferiores que el público internacional se aburre de escuchar reiteradamente el himno español (que mira que es rimbombante, ya que sale).


El secreto hay que buscarlo en las décadas de 1970 y 1980. A la veintena de títulos mundiales conseguidos entonces por Ángel Nieto, Ricardo Tormo y Aspar en 50 y 125 cc, habría que añadir el título mundial de 250 cc que el todavía llorado Santiago Herrero hubiera ganado con una Ossa de 250 cc de no haber sufrido un fatal accidente en la Isla de Mann, y las brillantísimas prestaciones de la revolucionaria moto Kobas de 125 cc (con Crivillé) y de 250 cc (con Sito Pons). Todo ello permite aseverar que la industria española de la motocicleta en aquella época (fundamentalmente Montesa, Bultaco, Ossa y Derbi) estaba a la cabeza del mundo en motores de dos tiempos, con modelos como la Viva Montesa, que durante varias décadas enloqueció a motociclistas y aficionados norteamericanos de la talla de Steve Mcqueen. El final es de todos conocido: a diferencia de los italianos, que supieron reconvertir su industria en torno a marcas de prestigio como Ducati y Aprilia (que todavía hoy viven y plantan cara a las todopoderosas japonesas), la muy protegida y subvencionada industria española se fue dejando comer el terreno por las marcas japonesas y, uno a uno, todos los nombres míticos desaparecieron para siempre.


Es inimaginable el número de aficionados  que desde la década de los 70 a la de los 90 hubo de viajar por el mundo con unas calamitosas motos nacionales aferradas a los métodos y la estética del pasado mientras en el resto de Europa cualquier aprendiz de imprenta o cualquier insignificante oficinista circulaban en unas (para nosotros) inalcanzables Honda 750 cc con escapes cuatro en uno, por no hablar de la mítica Kawasaki Match IV, una tetracilíndrica de dos tiempos y 750 cc que durante años causó la admiración y el terror (debido a su fama de asesina) entre los quemados del mundo entero.


¿Y todo por qué? Porque era necesario proteger a la industria española de la motocicleta, aunque más exacto sería decir catalana, y evitar que los importadores de motos modernas, potentes y terriblemente atractivas la barrieran del mapa. Durante años, pudo verse en el puerto de Bilbao una gran partida de motocicletas Kawaski que un osado emprendedor compró en Inglaterra para, una vez ligeramente transformadas, ver si era posible colarlas por la aduana como maquinaria europea, pero no. Allí se quedaron, a la intemperie, hasta que fueron vendidas como chatarra. Era de lo más expresiva la cara de los moteros locales subidos en sus vetustos artefactos mientras al otro lado de la verja portuaria se oxidaban irremediablemente unas motocicletas impecables.

Jorge Lorenzo, Dani Pedrosa y Marc Márquez.

Paradójicamente, durante aquella época de esplendor encabezada por Ángel Nieto, en España sólo había dos circuitos permanentes de velocidad: Calafat (en Tarragona) y el Jarama (en Madrid). Estaba también el maravilloso circuito de Montjuich, que sobre todo con motivo de la celebración de las míticas 24 Horas se transformaba en uno de los epicentros mundiales de la moto, una juerga que empezaba un sábado a las 12 de la mañana y no terminaba hasta las 12 de la mañana del domingo después de una intensa y larguísima noche de persecuciones y golpes de teatro debido a los adelantamientos y las caídas en la pista, las relaciones muy intensas pero efímeras que se entablaban bajo los árboles con moteros/as de todo Europa y el resto de excesos imaginables por ser propios de la época. Por desgracia, con el tiempo las motos se hicieron tan potentes que resultaba suicida circular con ellas por entre árboles y farolas y se optó por clausurar el circuito y devolverlo a su primitiva función de pulmón y lugar de esparcimiento para los barceloneses. Pero gente como Benjamín Grau no alegraría todavía hoy los corazones de muchos aficionados de no haber sido por sus inverosímiles hazañas en el añorado Montjuich.


Calafat era un circuito ratonero situado en un lugar relativamente cercano a la desembocadura del Ebro, por lo que estaba permanentemente expuesto a la acción del viento que procedente del Atlántico desemboca en el Mediterráneo a lo largo de ese corredor transversal que es el valle del mismo nombre. Se halla muy cerca de una destartalada urbanización de tenderos y taxistas que hicieron todo lo posible por lograr el cierre judicial del circuito (alegaban que los días de carreras había mucho ruido), razón por la cual Calafat no pudo evolucionar ni adecuar sus instalaciones para acompasarlas a la progresiva potencia de las motos. La inauguración del circuito de Jerez (1983) y, sobre todo, de Montmeló (1991) acabó de darle la puntilla y ha terminado siendo un equipamiento totalmente marginal.


Es decir que, en pleno esplendor del motociclismo español (lo cual es muy nuestro) el único lugar en el que se podía ver en acción a las grandes estrellas nacionales e internacionales era el circuito del Jarama, una vez al año. La otra opción, factible sobre todo para los aficionados catalanes, era aventurarse hasta Paul Ricard (Francia), Ímola (Italia) o Spa-Francochamps (Bélgica). Pero con las motos que nos gastábamos entonces era toda una historia sólo llegar y volver desde tan lejos.

Circuito de Calafat.

El Jarama en cambio era una aventura al alcance de todos. La fiesta motociclista empezaba el viernes a primera hora de la tarde durante el viaje hasta Madrid. Como había centenares de grupos de motos dirigiéndose hacia allí, no faltaba algún que otro pique, sobre todo si se trataba de motos grandes y con matrículas extranjeras. En las rectas interminables de los Monegros era aconsejable hacer como que no te enterabas de que te estaban dando una pasada chulesca (esa insoportable miradita de reojo, como pidiendo perdón por dejarte atrás). Pero ya era otro cantar si la afrenta tenía lugar más allá de la Muela, ya fuera en los puertos de El Frasno o, una vez pasado Calatayud, cuando la carretera resigue el serpenteante curso del río Jalón en plena provincia de Soria. En terreno de montaña, o en tramos muy revirados, nuestras dos tiempos aceleraban antes y eran mucho más ágiles que los pesados armatostes europeos y japoneses y podías darte el gustazo de volverlos a pasar… hasta el próximo tramo de rectas, por ejemplo antes y después de Guadalajara, o a lo largo del corredor del Henares. De toda la tipología humana que podía verse en la carretera, las que más me gustaban eran las motos que podrían calificarse de duales, pues él iba agazapado en la parte delantera, pegado al depósito y empuñando los semi manillares como si estuviese disputando una prueba del campeonato de mundo, mientras a su espalda ella, cómodamente repantingada en el asiento con respaldo, escuchaba música y contemplaba el paisaje tan regaladamente como si estuviese en su cuarto de estar. Sólo les faltaba el canario.

 

El sábado por la mañana se dedicaba a los entrenos porque era fundamental ir a las carreras sabiendo cómo funcionaban las diferentes motos o quién no se iba a comer un rosco porque encima de no aclararse con el circuito se había pegado un castañazo y tenía los huesos molidos. Y después, durante la tarde/noche sabatina, resulta fácil imaginar qué pasaba en plena movida madrileña y con miles de forasteros llegados con ganas de juerga. Daba lo mismo quedarse en el camping, acercarse a una gasolinera de carretera o zambullirse en una discoteca de moda: el exceso estaba garantizado.

 

Sin embargo, y pasara lo que pasara durante la noche sabática, el domingo había que levantarse temprano porque convenía llegar con tiempo al circuito para buscar sitio en la campa de la curva Farina, ya que desde allí podías ver quién entraba primero en la curva situada al final de la recta de tribunas y llamada Nuvolari, y cómo negociaba cada cual las curvas Fangio, Varzi y Farina antes de emprender la subida de la rampa Pegaso. El lugar era idóneo para ver a motos y pilotos dar lo máximo de sí mismos en recta (velocidad punta), en curvas cerradas y enlazadas (arrojo y pericia) y a la hora de subir una cuesta (potencia), y era un gozo estar allí porque quien enfilaba la rampa en cabeza durante la última vuelta tenía bastantes probabilidades de ganar. En cuanto a las carreras mismas (50, 125, 250 y 500 cc), ya se sabe: para quienes tienen la sangre infectada por el gusano de la velocidad, pase lo que pase, gane quien gane, se caiga quien se caiga, son un cúmulo de emoción, incredulidad y maravilla, por ejemplo si ves a un chaval americano de diecinueve años escasos y que parece como si le hubieran tenido que ayudar a encaramarse sobre una Honda de una potencia monstruosa, dejar atrás desde las primeras curvas a un pelotón de hombrones subidos en unas máquinas que aparentemente les quedan pequeñas; o al tipo que tiene más ganas de ganar que moto y parece ir con las narices rozando la rueda delantera en su afán por no quedarse atrás. O qué decir del viejo campeón, ya cargado de hijos y de cicatrices y que efectúa una frenada impecable a la entrada de una curva, mete la moto por donde se debe y le da la inclinación justa que le permitirá salir aprovechando al máximo la potencia del motor pero que, vuelta tras vuelta, se ve inexorablemente adelantado por una vociferante jauría de jovenzuelos que negocian esa misma curva con las motos cruzadas y los pies fuera de las estriberas mientras se pegan patadas y codazos unos a otros y sortean medio de milagro al frustrado veterano. La mitad de ellos terminan estampados o dando volteretas en el aire al mismo tiempo que sus motos, pero la otra mitad adelanta sin problemas a un cada vez más cariacontecido veterano que antes o después terminará dando por terminada su época de gloria y aceptando que debe ir pensado en bajarse definitivamente de su moto.

En el Jarama se organizan ahora carreras de motos antiguas.

En la pista como en la carretera la tipología humana es de lo más variopinta, igual que las circunstancias que van teniendo lugar, carrera tras carrera, en este u otro circuito, hasta que los altavoces difunden los himnos nacionales indicadores de que los últimos ganadores están siendo homenajeados, e indicadores también de que la fiesta se ha terminado.


Pero no exactamente. No del todo. En cierto modo podría decirse que mientras te vestías para subirte de nuevo a la moto y emprender el viaje de vuelta a casa, sabías estar a las puertas de un fin de fiesta no oficial ni abiertamente reconocido, pero real, casi podría decirse que obligado por los condicionantes del momento.

 

En circunstancias normales, un gran premio puede atraer 30.000 o 40.000 motos venidas de todas partes. La llegada de las mismas al circuito para asistir al evento motociclista es menos conflictiva porque se escalona a partir de la tarde del viernes y a lo largo de todo el sábado, ello sin contar con los miles de aficionados locales que van al circuito la misma mañana del domingo justo a tiempo para las carreras. Pero una vez terminadas éstas, el problema de los encargados de regular el tráfico es que los 100.000 espectadores que pueden asistir a un gran premio se van a subir a sus vehículos todos al mismo tiempo, y puesto que al menos la mitad de ellos son propietarios de motos, es punto menos que inevitable ver a los civiles tapar con sus cuerpos los carteles que limitan la velocidad a 60 km/h y hacer gestos expresivos a las motos para que corran más y se larguen de una vez, venga, que no quiero veros más por aquí y si me sulfuras te voy a empapelar por ir despacio: para los guardianes del orden lo importante en esos momentos es solventar el gigantesco tapón de automóviles que se ha formado de golpe en todas las carreteras en torno al circuito y las motos que adelantan por los arcenes o invadiendo la calzada contraria además de un peligro son un estorbo del que prefieren librarse cuando antes. Otro día será. Ya veremos qué pasa mañana si te pesco saltándote una doble raya o adelantando camiones por la derecha. Pero ahora lárgate y déjame en paz, parecen decir los civiles mientras agitan los brazos como aspas y soplan desesperadamente los pitos para ahuyentar a las motos.

 

De manera que, siempre oficiosamente, nunca reconocido, la N-II que lleva desde Madrid a la frontera francesa, y que además de ser la vía de escape para los extranjeros es utilizada también por los aficionados nacionales para volver a casa, se convertía en una suerte de circuito nocturno en el que miles de exaltados con los ojos todavía saturados de adelantamientos imposibles y derrapadas escalofriantes dirimían a golpe de acelerador sus diferencias en lo relativo a la jerarquía que imponían la carretera y las prestaciones de cada moto. Pero con una notable particularidad: todo asomo de hostilidad o empecinamiento competitivo cesaba súbitamente a la entrada de una gasolinera o de un establecimiento de comidas porque, a la necesidad de rellenar el depósito y de reponer fuerzas comiendo, se unía otra necesidad igual de perentoria: un circuito como el Jarama tiene unos 4,5 kilómetros de perímetro, y cada espectador solo es testigo directo de los acontecimientos ocurridos en los 200 o 300 metros de visión que ofrece la curva en la que eligió apostarse para ver el gran premio; y aunque todos terminábamos teniendo una idea general de lo ocurrido a lo largo de las sucesivas carreras faltaban por conocer multitud de detalles y de ahí la tregua general nada más echar pie a tierra: ¿dónde pasó Nieto al nº 4 en la última vuelta?; ¿dónde se cayó el sudafricano?; ¿por qué si nuestro favorito iba tercero en la vuelta diecisiete pasó en séptimo u octavo lugar a la vuelta siguiente?

 

Es decir, que los huecos que faltaban en la visión general de las sucesivas carreras se iban rellenando en cada parada a base de ir preguntando a unos y otros, porque si unos no lo vieron por sí mismos, en cambio acababan de hablar con unos ducatistas que fueron testigos directos del suceso ocurrido en la curva donde ellos estaban. De esa forma las gasolineras y merenderos cumplían una importante función social por ser unos centros de información veraz y de primera mano en los que completar la percepción incompleta que se tenía del gran premio. Aunque también aquí se daba una peculiaridad: así como al llegar cesaba de golpe toda hostilidad y malquerencia porque lo importante era la información, una vez obtenida ésta, y de nuevo encima de la moto, en la carretera reaparecían las querellas donde se dejaron, y no era raro que unos kilómetros más allá volvieses a encontrar esa Ducati con matrícula de Rimini y que literalmente te sacó de la trayectoria cuando estabas a punto de adelantar a un autobús de largo recorrido (de esos que llevan una directa casi tan larga como la tuya); el grupo de tipos en BMW que circulaban con una táctica similar a la de una división acorazada, dando por supuesto que te ibas a apartar de golpe para que ellos no tuvieran que romper su impecable formación en filas de a dos; el chulillo de la Laverda 1000 convencido de que si se había gastado tantísima pasta en esa maravilla quería decir que corría más que nadie y no, qué va. Es más: está sobradamente probado que los centímetros cúbicos de un motor no tienen la menor relación con los arrestos del conductor, de la misma manera que hasta el más desgraciado usuario de una 125 sabe que la potencia mecánica es inversamente proporcional a la virilidad del cretino que lo acaba de adelantar con una Honda 1.200 con calentador de asiento.

Parkin de motos en un gran premio de los que se celebran en España.

Cuando el motociclismo español dejó de depender de Ángel Nieto (como en determinadas épocas le ocurrió al tenis con Santana, al golf con Ballesteros o al ciclismo con Miguel Induráin) se llevó a cabo una inteligente política de carreras de promoción que no sólo provocó la aparición de las actuales generaciones de campeones sino que les facilitó el aprendizaje a numerosos pilotos extranjeros, entre los cuales cabe destacar el caso del australiano Casey Stoner, el cual, antes de ganar dos campeonatos del mundo de Moto GP (uno con Ducati y otro con Honda), recorrió de niño a bordo de una furgoneta que le servía de vivienda y taller los numerosos circuitos que entonces se fueron construyendo en España. Porque, y mira que es raro que nos pasara a nosotros, en paralelo a la iniciativa privada que  organizaba por su cuenta aquellas carreras de promoción, desde los gobiernos central y regionales se llevó a cabo una meritoria política de construcción de circuitos, algunos actualmente tan prestigiosos como Jerez y Montmeló.


El problema, y ya digo que esto responde a una de las muchas y lamentables taras nacionales, consiste en que actualmente hay un exceso de circuitos permanentes, al menos una veintena o más, la mayoría de los cuales son tan inútiles como los aeropuertos construidos contemporáneamente y que continúan sin tener aviones, las autopistas por las que no circula nadie o las faraónicas estructuras culturales tipo Ciudad de las Artes, en Valencia, o la Cidade da Cultura, en Santiago de Compostela, la primera aquejada de goteras y la otra cerrada a medio construir por falta de presupuesto.

 

Es verdad que daba grima ver a Benjamín Grau y compañía correr con motos de 750 cc en unas calles de Benidorm precariamente convertidas en circuito de carreras a base de poner unas tristes balas de paja delante de las farolas en previsión de una caída. Pero no da menos grima escuchar las peregrinas explicaciones que ofrecen los promotores de unos circuitos que habrán costado 50 millones de euros o más y que actualmente están infrautilizados porque, a qué engañarnos, las competiciones de motor (sumando camiones, coches, motos, karts y escuelas de conducción) no pueden sostener económicamente los veintitantos circuitos que actualmente funcionan en España. Y esos circuitos no sólo han sido construidos en su totalidad con dinero público sino que las pérdidas que originan se cubren con dinero de esos mismos ciudadanos. Lo dicho: o carecemos de equipamientos o tenemos tantos que no sabemos qué hacer con ellos.

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