JAZZ /// Perfiles

Charlie Parker, el nictálope tuerto

Charlie Parker

La muerte de Charlie Parker tuvo algo de retruécano cruel, de paródico punto y final a una vida atarantada como pocas. Morir dignamente de un ataque de risa ante el televisor no está al alcance de cualquiera, y parece un avatar imposible en el caso de quienes se inyectan ponzoña blanca para ofrecer a la Parca un cuerpo sin más vísceras que el salvaje corazón. Morir así sería para el común de los seres humanos un baldón o como mínimo una pifia, pero no para el saxo alto que barrenó junto con su amigo Dizzy el muro de swingueante autocomplacencia que el jazz había erigido contra sí mismo, contra su propia esencia de arte en libertad. Bird hubiera podido exhalar su último suspiro de la manera más ignominiosa. Era ya en vida un héroe negro, un estandarte de la beat generation, el epítome del jazzman devorado por los gozos y las sombras del genio. Su paso por este mundo fue tan desmesurado como corto, tan desventurado como fértil, tan desenfrenado como honesto, tan arrastradamente canalla como ejemplarmente enaltecedor de la pasión creadora. Podía morir entre las flores o entre el fiemo. Y también desternillándose de risa en la suite del hotel de la baronesa Nica por los chistes malos que contaba cualquier predecesor de Chiquito de la Calzada originario del Medio Oeste en el show de los hermanos Dorsey.

 

La herencia musical de Charlie Parker es un filón inagotable en el que todavía se inspiran los actuales renovadores del jazz. Pero la leyenda forjada en torno a aquel nativo de Kansas City muerto en Nueva York a los 35 años ha trascendido los límites de la cultura afroamericana. Su personalidad poliédrica y la extraordinaria envergadura de su obra le han convertido en un mito más allá del jazz y de la música. Los biógrafos han rallado la manzana agria de su vida con las dosis suficientes de puntillismo como para proporcionar material imperecedero a su nutrido club de seguidores.

 

Sabemos todo de aquel ángel caído que deambulaba de club en club. Conocemos los trucos de su prodigiosa técnica instrumental, las obsesiones que le acompañaron desde la infancia, el frenesí de su vida sexual, los brotes esquizoides que le llevaron a los corredores sin retorno de Camarillo y otros establecimientos psiquiátricos, el desolado amor que siempre tuvo por Chan y sus hijos, la voracidad de negro pobre con la que se sentaba a la mesa, la adoración que profesaba al poeta Omar Khayam y a compositores como Brahms y Schönberg, el dolor que se le fue adhiriendo como una segunda piel al perder amigos, salud, saxofones, contratos, una hija…Rasgos de Bird hay en los retratos-robos de buena parte de los más conspicuos representantes del malditismo artístico que la policía cultural ha venido persiguiendo desde su desaparición hace ahora cuarenta años. Empeños como el suyo, trufados de ambición y debilidad, tendrán ya para siempre la banda sonora de la versión parkeriana de Out of Nowhere.

 

Charlie Parker era un nictálope tuerto que avanzó a trompicones por las tinieblas del tiempo. Puede que nunca dijera “esa música ya la toqué mañana”. Da igual. Si él no pronunció esa frase, lo hizo Johny Carter, su trasunto en El perseguidor, de Julio Cortázar, uno de los relatos cimeros de la literatura en lengua española y sin duda el mejor de cuantos tienen el jazz como tema o territorio de ficción. Nadie ha sido capaz de reflejar con tanta hondura el tormento del creador que se faja día y noche con sus vislumbres de la belleza absoluta, la desesperanza del artista que se desangra por dentro ante la reiterada constatación de sus limitaciones, la soledad del ser humano que derrocha su vida en aras de una quimérica integridad en el compromiso con su propia obra.

 

Cortázar, o para ser más exactos, el narrador del cuento, Bruno V, biógrafo del saxofonista y amigo suyo a medias, impotente copartícipe de las confidencias de un viejo prematuro que le repele físicamente, ve a Parker/Carter como un “cazador sin brazos y sin piernas, una liebre que corre tras de un tigre que duerme”. Así de obstinado era el perseguidor, así de glorioso su loco empeño. De esa estirpe que, en palabras del propio escritor argentino en La vuelta al día en ochenta mundos, presiente que “el mundo de adentro es la ruta inevitable para llegar de verdad al mundo exterior y descubrir que los dos serán uno solo cuando la alquimia de ese viaje dé un hombre nuevo, el gran reconciliado”. Bird se llenó de vida al conseguir tocar en una improvisación sobre Cherokee lo que tanto tiempo llevaba oyendo dentro de sí. Entonces, con apenas veinte años, se sintió por un momento ese hombre nuevo del que habla Cortázar. Y debió creerse capaz de seguir siéndolo, porque emprendió un pulso monumental contra la miseria del género humano en el que estaba anticipadamente derrotado. El suyo fue un fracaso glorioso. Pasear el palmito de hombre nuevo siete días a la semana resulta imposible, pero Parker consiguió lucirlo en no pocas ocasiones.

 

Oyéndole en Donna Lee, Ornithology o cualquiera de sus grandes temas, gozamos con esos estados de gracia, quedamos atrapados en su arrebato armónico, vibramos por el fulgor de una música que nacía de las reconciliaciones consigo mismo. En El perseguidor o Bird, la más que apreciable película que le dedicó Clint Eastwood, fama de gatillo fácil que al final ha resultado cronopio, reconocemos el dramático coste personal de quien tuvo la odisea de atreverse a tanto. Charlie Parker, magníficamente interpretado por Forrest Whitaker en la pantalla, estaba condenado a malograrse recorriendo los caminos de ida y vuelta de la jeringuilla a la botella. Hombre nuevo y viejo, protobopper amante de los acompañamientos orquestales de violines, yonki y tragantúa, negro casado con una blanca en pleno segregacionismo, Bird  asumió su sino. Y le debemos admiración y compasión por ello.

 

El pequeño saxo blanco de su concierto en el Albert Masey Hall de Toronto, recientemente subastado en Londres por una considerable cantidad de dinero, está ahora en las vitrinas de algún coleccionista mitómano. Pero lo mejor de su legado pertenece a los que apreciamos su discos, nos abandonamos al vértigo de sus solos, nos sometemos al zarpazo melancólico de su versión de Laura, detectamos la huella que ha dejado hasta en el más académico de los saxofonistas, nos emocionamos con el tributo literario de Cortázar, valoramos la honestidad de la película de Eastwood y, sobre todo, consideramos magnífica la derrota de los pájaros heridos que intentan denodadamente remontar el vuelo. Todos somos dueños, para bien o para mal, del lacerante paraíso de Bird. 

....................

Publicado con el seudónimo Kandido Huarte y el título “Un mito más allá del jazz y de la música” en el especial dedicado a Charlie Parker de la revista Jazzology en junio de 1995