JAZZ /// Perfiles

El pianista Georges Cables, que actuó el pasado febrero en Málaga, formaba parte del trío que acompañó a Art Pepper en una semifracasada gira por España durante el verano de 1981. En Valencia tuvo unas decenas de espectadores.

El concierto de Barcelona fue suspendido porque apenas se habían vendido entradas. Y en San Sebastian se sintió feliz por tocar ante 9.000 personas.

De ellas solo unas pocas debían conocer con detalle su vida, pero no sólo ellas, sino la mayoría del público habría mostrado su acuerdo con la sentencia

que el también saxofonista Don Menza dictó sobre su caso: “uno no puede ser un cabrón sin escrúpulos y tocar de ese modo”. Sin embargo, también cabe concluir que sólo tras una existencia tan dura como la suya es posible interpretar jazz con semejante potencia y sentimiento, tanta versatilidad y a la vez un estilo inconfundible. Louis Armstrong lo tenía claro: “el jazz es sólo lo que eres tú”.

Art Pepper, el saxofonista que era jazz

Art Pepper en la cuesta de Fargo Street.

UNA METÁFORA FOTOGRÁFICA

Vista ahora, la fotografía ilustra más la empinada cuesta que fue su existencia que una de sus repetidas trampas. En mitad de la treintena, con chaqueta a cuadros, camisa de cuello abierto y careto somnoliento, Art Pepper asciende a pie, saxo bajo el brazo y cigarrillo entre los dedos, Fargo Street, en el despoblado arrabal de Los Ángeles donde residía. Actualmente esa colina, urbanizada y céntrica, encela a ciclistas domingueros por su 33 % de desnivel, así que la metáfora resulta obvia: la cuesta de la drogadición, casi un lugar común en la escena jazzística de la década y particularmente elevada en el caso del saxofonista, como pone en evidencia el pie de foto de JAZZLIFE, libro que se editó primero en Alemania con imágenes de William Claxton y textos de Joachim B. Berendt. Taschen lo recuperó décadas después en gran formato con el subtítulo “A Journey for Jazz Across America en 1960”, pero la fotografía es de 1956 y, según confesión posterior del propio Pepper, puro camelo, teatrillo de adicto. “Una mañana -explicó en referencia al retrato de medio cuerpo realizado en esa misma sesión- me despertó el teléfono: era el fotógrafo Bill Claxton, que debía hacerme una foto para la portada de The Return of Art Pepper. Se me había acabado la heroína, estaba con un mono tremendo y no pude conseguir más antes de que llegara Bill. El resultado es esta foto en la que estoy pasando las de Caín”.

Con Chet Baker en 1956.

DOS LIBROS MÁS O MENOS EJEMPLARES

El trance lo cuenta en su autobiografía, publicada en 1979, tres años antes de su muerte, con la imagen de marras perfilada a un lado de la cubierta. Estaría hecho polvo, sí, pero luce la mirada entre retadora e implorante que tanto éxito le proporcionó con las mujeres. Nacido en 1925 en Gardena, cerca de Los Ángeles, con ancestros alemanes, nórdicos e italianos, Art Pepper fue siempre un buena pieza. Apuesto, jactancioso, decidido, irreverente, pendenciero, poco amigo de la ley...cualquier acepción de “guapo” le cuadra. Y a despecho de su furia autodestructiva, alguien con suerte, con mucha suerte. Cuando apenas le quedaban restos de guapeza encontró a Laurie La-Pan Miller, interna en el mismo centro de rehabilitación, y gracias a ella no sólo pudo dejar atrás su turbulento pasado, sino también volver entre aplausos al jazz con bolos en Estados Unidos, giras por Japón y Europa y una docena de excelentes discos.

 

El apoyo de Laurie tuvo además otro fruto: Straight Life, obra de referencia en la literatura memorialística por su brutal honestidad. El descarnado a la vez que orgulloso retrato que el saxofonista hace de sí mismo es deudor de la narrativa oral carcelaria, de las repetidas ocasiones en que los presos se retaban a contar historias, más jaleadas cuanto más sorprendentes y peligrosas. Podría decirse que el “venga, Art, arráncate con una buena...” con que le incitaban entre rejas no sólo impregna el libro, sino su manera de tocar desde que vislumbró un sonido propio tras cumplir su primera larga condena. Entonces ya hubo un avance del excepcional artista que cerca de los 50 tacos sería capaz de procesar creativamente su vertiginoso carrusel existencial. La soledad de su infancia, el enfermizo desenfreno sexual de su juventud, la larga dependencia de la heroína, los broncos fracasos familiares, la inestabilidad profesional, el encadenamiento de robos y atracos, la dura experiencia del talego, el control de su adición a las drogas, el amor inesperado y redentor...Con su temple característico, Art acabó convirtiendo todo eso en gran jazz a la vez que iba obteniendo el reconocimiento que estaba seguro de merecer desde mucho antes.

Art Pepper se inició en la música con el clarinete.

Straight Life no escatima el relato en primera persona de rasgos y comportamientos deleznables. Pero cuenta con el contrapunto, o coro, de voces intercaladas (familiares, amigos, colegas, compinches de cárcel, globos y trapicheos...) que por lo general respaldan el relato del protagonista, siempre con admiración por su música y respeto a su peculiar concepto de la honradez personal. El título del libro, copia de un tema propio grabado en 1957 con la sección rítmica de Miles Davis (el pianista Red Garland, el contrabajista Paul Chambers y el baterista Philly Jo Jones), bascula entre la ironía y el sarcasmo. Cuando lo compuso llevaba un año largo consumiendo de nuevo heroina, se ufanaba de ello y sentía la creciente atracción por los bajos fondos que acabaría convirtiéndole en delincuente. El Art del libro era ya otra persona, sincera y autoindulgente a la vez, pero su vida nada tenía de recta. Y ni siquiera cabía considerarla, como otras de jazzmen legendarios, disuasoriamente ejemplar, adjetivo por el que se optó en la versión española (GLOBALrhythm, 2007).

 

Concebido, escrito y firmado al alimón, Straight Life se beneficia de la aportación de Laurie en el manejo documental y literario de los minuciosos (y exagerados) recuerdos de Art. Quince años más joven que él, también californiana, criada en una familia de artistas, estudiante en Berkeley y fotógrafa en su juventud, ha demostrado además ser una eficiente albacea. Conserva vivísimo el recuerdo de su marido. Gestiona con habilidad su legado artístico. Promueve la publicación de sus discos en un sello de su creación, Widow´s Taste. Alimenta una web de sugerente nombre, It´s all about Art. Y en 2014 publicó ART: Why I Stuck with a Junkie Jazzman con el propósito de aclarar ciertos puntos. “La gente piensa -adujo- que soy una especie de viuda angelical que consiguió rescatar a Art, idea que puso buen cuidado en propagar, pero sólo él sabía lo loca que estaba yo entonces. Nos salvamos el uno al otro”. Las cosas debieron suceder tal como explica Laurie, aunque eso amortigua el impacto del título del libro, calco zumbón de una entrevista en un diario australiano: por qué me enamoré de un músico de jazz drogadicto”. El documental Art Pepper: Notes from a Jazz Survivor, filmado por Don McGlynn en los últimos meses de su vida, demostraba que la pareja sabía de qué va esa cosa llamada amor. Tras casi diez años juntos coincidían en las respuestas a la pregunta de la composición de Charlie Mingus, a menudo versioneada por Art. El suyo era un vínculo tan poco convencional como firme y salvífico, celebrado en media docena de composiciones del saxofonista, que sin asomo de pudor se deshacía ante la cámara mientras sonaba en el tocadiscos su Our Song. ¿Cómo no se iba a enamorar Laurie de alguien capaz de componer una balada tan hermosa?

TRES MATRIMONIOS (Y UN PUÑADO DE CANCIONES)

Art Pepper era un intérprete tan eficaz en los tiempos rápidos como en los lentos, pero desde el principio destacó como autor de baladas. Muchas llevan el nombre de la mujer que las inspiró y naturalmente entre ellas figuran Patti, Diane y Laurie, las tres con que se casó. Junto a la primera, que en realidad se llamaba Madeleine, pasó por el juzgado, ciego de deseo, cuando ella tenía 16 años y él sólo uno más, aunque ya comenzaba a ganar dinero como músico. Con la segunda, que dejó marido y dos hijos por Art, en parte por compasión y en parte por comodidad compartió años de matrimonio y mutua adición a la heroina. Por Laurie, como ya se ha dicho, sintió tanto amor como gratitud, pero en general las relaciones con las mujeres fueron siempre complicadas y durante su juventud perversas, porque ya casado protagonizó episodios de exhibicionismo, acecho sexual e incluso una violación en Londres durante su época en el Ejército tras el fin de la Segunda Guerra Mundial.

 

Con Millie, su madre, que lo tuvo con 15 años, se llevó mal, pero no tanto como con su única hija, nacida en su primer matrimonio. Patricia le inspiró una canción que acabó interpretando como un desolado blues al sentirse rechazado cuando, con su vida rehecha, quiso tratarla y conocer a sus dos nietas. En Art Pepper: Notes from a Jazz Survivor explica con rabia la decepción que le produjo comprobar que su hija le seguía considerando un tipo aborrecible. Curiosamente, ese tema y otros suyos facilitan la relación del detective Harry Bosch con su hija Maddie tras regalarle ésta el estuche de seis discos Unreleased Art en La caja negra, premiada novela de Michael Connally. El mismo estuche, según confesión del autor, que Laurie le obsequió a él, quizás en agradecimiento por haber escrito que ART: Why I Stuck with a Junkie Jazzman es un absorbente viaje por los intrincados territorios del amor, la pérdida y la redención”.

Art y Laurie.

CUATRO INTERNAMIENTOS ENTRE REJAS

El saxofonista pasó 15 de sus 56 años en cuatro largas estancias en el hospital penitenciario de Fort Worth, la cárcel de Los Ángeles, el penal de San Quintín y los centros de Synanon, oscura organización dedicada a rehabilitar adictos. De creerle, no sólo los sobrellevó con entereza, sino hasta con satisfacción, incluso gusto, al asumir que en el origen fueron la consecuencia lógica (según las leyes de la época) de su drogadición sin culpa y más adelante de una actividad delictiva también estimulante. De hecho, le enorgullecía haber sabido manejarse entre rejas, pese a que en muchos momentos la experiencia agudizara sus impulsos autodestructivos y le hiciera acariciar pensamientos violentos, incluido el de asesinar a alguien. Este perfil criminal es quizás el más excesivo de los que compone en su libro autobiográfico, donde pese a todo siempre se reclama como alguien íntegro que se limita a respetar el código de los hampones de verdad, gente bragada con atracos y muertes a sus espaldas.

 

La ambivalencia determina casi cualquier aproximación al Pepper presidiario. Resulta encomiable que no acepte ser un soplón, o un membrillo, y que vaya con la cabeza alta de una cárcel a otra, pero a la vez cuesta no calificarlo de cero a la izquierda humano: egoísta, despreciativo, racista, homófobo...En cualquier caso, pagó sus cuentas con la justicia y dejó testimonio de ello en su libro, excepcional documento sobre el sistema carcelario de Estados Unidos durante las décadas en que lo padecieron cientos de músicos de jazz, prácticamente todos por culpa de las drogas. Con Frank Morgan, otro excelente saxofonista también enganchado a la heroina y diez años más joven, montó en 1962 una big band que actuaba durante las visitas a San Quintín, parada en la cámara de gas incluida, que organizaban clubes y organizaciones cívicas de la bahía de San Francisco.

Fue justamente en esa ciudad donde cuatro años después, durante la primera noche tras su salida definitiva de la cárcel, se dio de bruces con un fenómeno inesperado: la avanzadilla hippie, florida y racialmente mixta, que había tomado el barrio de North Beach. “Miraba a mi alrededor -cuenta sin tapujos en Una vida ejemplar- y veía a los tíos vestidos con pantalones vaqueros Levis, con las ropas astrosas de suciedad, calzados con botas con los tacones desgastados, con el pelo largo, sucio y feo, peinado de cualquier manera, con unas barbas descuidadas y horripilantes. Nos fijamos en que había un montón de negros en el cotarro. Ni una sola mujer negra, eso sí, todos los negros eran tíos, vestidos como de carnaval, con unos sombreros que parecían robados a Los tres mosqueteros. Supongo que se decían que aunque aquellas tías fueran de lo más arrastrado, no dejaban de ser blancas y no tenían problema en moverse con ellos y bailar a su lado en plena calle la mar de contentas...Pero yo miraba a aquellos negros y me daba cuenta de lo que sus ojos decían con suficiencia: Pues sí, amigos, ésta de al lado es mi pequeña putita blanca (….) Entramos en un bar y nos echamos unos tragos. (…) En un momento dado miré por encima del hombro y vi una piba que estaba medio pasable, la única de todas. La chica tendría unos dieciséis años. Estaba junto a la barra, con un negrazo del tipo chuloputas, un tipo que no hacía más que babear al mirarla. Fui andando a la barra y me encaré con ella.(...). De pronto advertí que estaba lleno de odio; me asusté. Me había convertido en un demente. Tenía ganas de matar a alguien”.

 

Con 40 años cumplidos y casi un tercio de ellos privado de libertad, el saxofonista californiano comenzó a sentirse fuera de un mundo que cambiaba deprisa mientras él, de nuevo enganchado, persistía en sus perniciosos hábitos. Terco y orgulloso como era, seguramente no se habría decidido a ponerlos en cuestión de no haber contado también con viveza natural, suficiente instinto de supervivencia y... apego al jazz. La operación a vida o muerte en que le extirparon el bazo y una avanzada cirrosis le hicieron asumir su precaria salud tras décadas de excesos y sufrimientos. En sentido inverso, participar en una gira con la banda del baterista Buddy Rich le otorgó la confianza suficiente para pensar en retomar en serio su carrera artística. Además, había roto con Christine, aspirante a cantante y su última pareja, así que en 1969 acabó por aceptar la insistente solicitud paterna de que iniciara un tratamiento de desintoxicación. Y para ello eligió Synanon, extraña comunidad con aires de secta milenarista que años después acabó siendo perseguida por la justicia con graves acusaciones de fraudes y asesinatos. A él le fue bien. No sólo consiguió liberarse allí de su politoxicomanía (o, más exactamente, embridarla porque aunque dejó la heroina siguió esnifando coca y tomando otras drogas hasta el final de su vida), sino que también conoció a Laurie.

Art Pepper consiguió controlar sus adiciones al final de su vida.

CINCO DISCOS EN TRES ESTUCHES IMAGINARIOS

Dada la dificultad de elegir los mejores discos entre los casi 60 que Art Pepper publicó con su nombre en vida y los también numerosos editados después, cabe una argucia: barajar diversos criterios de selección para destacar no sólo los más sobresalientes sino también otros de especial significado. Por supuesto, cada músico, crítico o aficionado maneja su propia lista, pero en esta semblanza sólo pretendo refundir su discografía en tres imaginarios estuches con cinco discos.

 

El primero, de orden meramente cronológico, comenzaría con Those Kenton Days (1943), recopilación de cuando sólo tenía 18 años e integraba la sección de viento de la big band de Stan Kenton. The Return of Art Pepper (1956), con la ya mencionada foto en cubierta, iliustraría los gozos y las sombras de quien parecía destinado a marcar una época. Art Pepper´s 64 in San Francisco (1964), una de tantas valiosas grabaciones recuperadas por el sello barcelonés Fresh Sound Records, documentaría la crisis que le indujo a seguir la estela de John Coltrane pasándose incluso al saxo tenor. Living Legend (1975) demostraría su renacer artístico con la excelente compañía del pianista Hampton Hawes, el bajista Charlie Haden y el baterista Shelley Manne (uno de sus grandes colegas). Por fin, Winter Moon (1980) evidenciaría el cumplimiento de uno de sus grandes deseos: grabar con una potente sección de cuerdas, como Charlie Parker, con quien tanto se le llegó a comparar, había hecho tres décadas antes. Y, dado que no hay estuche que se precie sin librillo, en el de este primer cofre podría recordarse que en 1951, cuando Art Pepper decidió dejar a Stan Kenton tras seis años en su banda, fue elegido por los lectores de Down Beat segundo mejor saxo alto del país con sólo 14 votos menos que Bird, cuya influencia había asimilado con la misma rapidez que antes las de Freddy Webster, Willie Smith y Benny Carter.

El segundo estuche contaría con argumentos para conseguir el aplauso unánime de la heterogénea cofradía de pepperianos. El disco inicial estaría cantado: la brillante irrupción que supuso Art Peper Meets the Rhythm Section (1957), con el trío de Miles Davis como base y, al tiempo, acicate. En Art Pepper + Eleven (1959), con arreglos y dirección de Marty Paich, se midió, y salió triunfante, con un exigente repertorio de “clásicos modernos”, entre ellos algunos de Parker, Gillespie, Monk y Silver. La siguiente referencia no cabría en un estuche real de cinco discos, porque ya contiene nueve, pero en el caso de éste, imaginario y por tanto elástico, resultaría imperdonable olvidar The Complete Village Vanguard Sessions (1995), clase maestra de siete horas dictada en 1977. El cuarto disco sería Straight Life (1979), publicado a la vez que su autobiografía con una excelente versión de su canción-emblema. Y el último, aprovechando otra vez las infinitas ventajas de lo ilusorio, no sería un disco, sino un par, Tête a tête y Going Home, ambos grabados a dúo en 1982 con George Cables, un pianista negro 23 años más joven por quien sintió devoción al final de su vida. Art siempre iba a la suya, incluyendo su ferviente postura favorable a la incorrección política.

Cabría componer un tercero y último estuche con discos cuyos títulos compendian el carácter de quien convirtió en clase y fuerza musical su rechazo a las medias tintas en cualquier esfera de la vida. Mucho Calor (1957), latin-jazz ligero y juguetón, fue grabado en octeto junto con otros jóvenes instrumentistas blancos cuando creía comerse el mundo. Intensity (1960), publicado poco después de su primer ingreso en la cárcel, tiene un título que parece su apellido. No limit (1977), dedicado al entonces recién fallecido Lester Koening (dueño del sello Contemporary Records y gran valedor suyo), incluye solos que, en línea con la innovadora cubierta, demuestran la puesta al día de su estilo. En So in Love (1978) interpreta Diane y Blues for Blanche, dos de sus temas más logrados junto con el de Cole Porter escogido para el título, feliz expresión de su realidad amorosa. Y por último, o requeteúltimo, The Last Concert (1982), que recoge su actuación en el Kennedy Center de Washington DC sólo 16 días antes de su fallecimiento. El disco, publicado en el 25 aniversario del concierto por Widow´s Taste, finaliza interpretando con el clarinete “When you´re smiling” en homenaje a su viejo amigo Zoot Sims, presente en la sala, con quien había grabado un disco a dúo el año anterior. Pensaba que aún disponía de diez minutos, pero el concierto, en el que participaban otras figuras del jazz, iba retrasado. Y Art Pepper, uno de los mejores saxos altos de la historia, se despidió para siempre tocando el clarinete...

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